Cuando un escritor como Víctor Toledo es dueño de una obra poética tan intensa y penetrante, resulta difícil imaginarlo en otro ámbito, en otro quehacer que no sea el de la confección de versos. Porque cada verso es un prodigio, porque nada está fuera de sitio, porque todas las palabras se levantan en olas de mar hechizadas y dirigidas por su espíritu lunático de poeta auténtico, uno piensa que vive para la poesía y que, muchas veces, hasta hace jornadas de horas extra. Y es cierto, pero de cierto modo, así que es necesario matizar. Aunque los intereses de Víctor son variados, la sustancia que los anima es la poesía. Queda claro. Ama a su familia y se ocupa de ella; es profesor universitario; habla con los gatos y las plantas (y ellos le hablan a él); dicta conferencias en distintas partes del mundo; anda en busca del hongo de la inmortalidad (ya lo encontró, tuvo una prueba, pero no ha podido regresar por él definitivamente); dirigió la construcción de su casa encantada, así como ahora dirige la colección La abeja de Perséfone, guiado siempre por su ethos poético. En la primera entrega de la citada colección, que consta de cinco libros gráficamente impecables, escritos alrededor de la poesía o con el pulso de la misma, nos encontramos Des-varíos. Se trata de un texto virtual, renuente a la clasificación, hipervinculado en distintas direcciones. Aunque aparece en papel, también podría ser el caso de que se encontrara en una pantalla de cristal líquido, o en la voz del autor leyendo fragmentos en voz alta, en realidad el libro está y no está ahí donde lo vemos. Propone reflexiones que no cesan, incluso tomas de posiciones que parecen definitivas pero resultan infinitas, inquietas. Ahí donde el lector las ve yacer, no acaban. Es el vuelo de la mente del poeta; la vida que entra y sale por sus ojos, por sus letras que son sus ojos ávidos de vida. Des-varíos reúne cinco textos en prosa que fueron dados a conocer a través de distintos medios y con diferentes propósitos, en su momento. El primero es un ensayo sobre Atardeceres en una aldea cerca de Dikanka, de Gogol. Siendo como es, a mi juicio, el más agudo conocedor de la literatura rusa en nuestro país (su fructífera estancia en la ex Unión Soviética, en donde realiza estudios de posgrado en filología, aceran este conocimiento), Toledo nos regala una visión novedosa de esta historia, sobre todo por las relaciones que establece entre el arquetipo de “el oro de los tontos”, que lo mismo encontramos tanto en el folclor eslavo como en las leyendas de México (El charro negro), con la época actual caracterizada por un neocapitalismo altamente sofisticado. En el esqueleto de la historia que cuenta Gogol tenemos que alguien que ha sido tentado en su ambición por una fuerza oculta, se engancha con la idea de que es poseedor de un tesoro extraordinario, al tener en sus manos algo que aparenta serlo. Toledo afirma que “La moraleja insiste en que cualquier tesoro recibido por el demonio se convierte en basura, en la nada, en la ilusión […] Por extensión el oro y el dinero son basura y el diablo […] siempre se burla entregando tesoros que se esfuman como el último pie del arcoíris”. A partir de este planteamiento nuestro autor arriba a una conclusión que proyecta ese esquema arquetípico a nuestra realidad de mercado liberal, catapultada por el desarrollo tecnológico:
Lo que nosotros adquirimos, en forma de deuda, es un dinero no físico, no real, que los imperios imprimen y transfieren electrónicamente a sus bancos para 'legalizarlo' en bonos, y que se convierte en la deuda impagable de los países dominados y de la gente embargada por hipotecas y tarjetas de crédito; el dinero original no existe, sólo es basura, bonos bella e imponentemente editados: el dinero de plástico es lo mismo, dinero falso, inexistente, pero que vende nuestra alma al diablo.
Pero el interés de Toledo no se queda en el hecho de exhibir en este sentido la vigencia de Atardeceres en una aldea cerca de Dikanka, sino en resaltar la penetración que tiene el relato maravilloso, al igual que el mito y la leyenda, en la complicada red que conforma la vida misma, la realidad expansiva, allende el dato meramente empírico. Lo que vemos aquí se repetirá en los otros textos del libro: una poética original e implacable que se afirma en diferentes escenarios. El cuarto texto que contiene Des-varíos es la presentación que Toledo hizo a una compilación de Jorge Bustamante sobre escritores rusos, principalmente los poetas de la Generación de Plata. Quién mejor que Víctor para hablar del tema. Nuestro autor no solo ha sido un lector infinito de su obra sino también un fino traductor de muchos de ellos. Conoce a la perfección su vida y los terribles avatares por los que tuvieron que pasar en medio de un régimen autoritario con tantas y tan sutiles máscaras como matices del blanco tiene la nieve de Siberia. Se trata del diablo, otra vez, y sus tesoros que, al final, se convierten en porquería. Pese a todo, Mandelstam, Ajmatova, Pasternak, Tzvietaieva, entre otros más, se alzan con la verdad esencial de su poesía frente a los horrores que son los errores del hombre envanecido por el poder disfrazado de buenas intenciones orientadas, paradójicamente, hacia la construcción de una sociedad más justa e igualitaria. Aquí aprovecha Víctor también para dejar la impronta de su poética, esta vez, en su concepto acerca de lo que es el poeta:
El poeta siempre dice la verdad aunque esté vestida con el traje de la mentira o de la exageración, o con los pantalones cortos del escolar, el verdadero poeta, el vidente, el sanador, curandero del tiempo, del futuro, del presente: memoria de la eternidad, de la esencia del ser.
Con estas ideas resonando en el ambiente entra Toledo al Eco de Epidauros, el tercer texto de Des-varíos. Éste corresponde a otra presentación, una Antología personal de Roberto Fernández Retamar, vaca sagrada de la poesía cubana de la segunda mitad del siglo XX y burócrata mayor de la cultura de la isla encargado ad infinitum de la famosa Casa de las Américas. Víctor es claro, no le debe nada a nadie y no está ahí para hacer panegíricos. Muy poco le concede a Retamar, incluso, de alguna manera, lo reta. Da a entender que es escasa la poesía aparecida en esa compilación que tenga un valor trascendental. ¿Por qué? Porque mucha de ella está compuesta con la idea de ser utilizada como instrumento político, o bien de propaganda, para la formación de la conciencia socialista. Estos pregoneros, parece decirnos Toledo, resultan siempre radicales y a la larga hacen de la cerrazón la sinrazón de sus postulados. Recordemos lo que, en Literatura y Revolución, afirmaba Trotsky: “Los productos del genio artístico deben ser evaluados ante todo y en primer lugar sobre la base de sus propias leyes, es decir, las leyes del arte.” Y en la misma dirección, que implica también una revisión crítica, se expresaba Bertold Brecht: “El Arte no puede convertir en obras de arte las ideas salidas de las oficinas… A la medida sólo pueden hacerse las botas. Además, el gusto de la mayoría de las personas muy educadas desde el punto de vista político está pervertido y, por lo tanto, carece de toda importancia.” (Nótese que estamos citando las palabras de dos personajes altamente significativos para la izquierda internacional, en sus respectivos campos). De ahí que, entre los poemas que aparecen en la antología de Retamar, a Toledo le parezca Epidauros el más importante, pues está muy alejado del esquema “concientizador” del grueso del volumen. A decir de nuestro autor, “[…] es el que más llama por su resonancia mítica, por el diálogo que establece con las tradiciones y el momento histórico […] sin caer en el lugar común de la mala poesía política o ideológica, por su factura infalible, por su capacidad de sugerencia, por su sutil ironía […].” Es decir, que las enumeradas, son cualidades estéticas de la poesía que van más allá de la función social, mal entendida y enrevesada, que los llamados artistas comprometidos del Realismo Socialista le quisieron dar. La poética de Toledo queda otra vez patente cuando dice: “Por qué no plantear entonces –quizá otra vez- la más honda […] y brillante de las revoluciones: la revolución estética, la revolución poética, donde el ideal para todos sea alcanzar el escalón más alto de la vida humana, el escalón de la revelación poética […]”. Y es justamente El eco de Epidauros, nombre este último que según Toledo “evoca poéticamente a Cuba y la épica” la antesala del cuarto texto de Des-varíos: Narciso en la fuente primordial, inteligente prólogo preparado para una antología de José Lezama Lima. Víctor no puede ocultar la alegría de encontrarse con un igual (su doble en esencia aunque en apariencia cada uno tenga sus propias rutas de exploración) y disparar con tino certero los dardos más cargados de su poética que ha encontrado una mitometodología que relaciona la tradición mistérica y maravillosa celta, zapoteca, azteca-maya, así como (y es el caso más sobresaliente aquí), la griega. Toledo se pregunta: “¿Cómo logró Lezama penetrar en el verdadero misterio de los vasos órficos? [y se contesta] Pues siendo un legítimo hijo de la noche de Mnemosine y del luminoso Orfeo.” En Lezama ve la encarnación del poeta primigenio, o mejor, fundamental, no tan fácil de encontrar ya, pues los excesos conversacionalistas, y también los retóricos, han creado legiones de pálidas sombras o burdas caricaturas. La emoción de Víctor va in crecendo:
No olvido, así, su ritmo asmático-shamánico cortante de los versos y creador de un tan contemporáneo […] encabalgamiento. El sacerdote órfico o nuestro shamán –sabio-, es un elegido y lleva infaliblemente -tocado por el Rayo- la marca física de alguna enfermedad o accidente revelador […] Su poesía (que inunda todos los géneros que tocó) [esto lo podemos aplicar también al propio Toledo] está llena de estas referencias [se refiere al mundo órfico y dionisíaco].
Después de declararse “su real admirador”, párrafos más adelante Toledo compara a Lezama con el mítico poeta que doblegara a las bestias más temibles con su canto, y asesta:
Lezama está en la misma tesitura. Orfeo es un Shamán y un poeta. El primer gran poeta completo, el cantor de las cosas más grandiosas. Cuando un poeta de esta estatura quiere unir los dos mundos, la luz de la oscuridad y las profundidades del día, es destrozado por las Ménades […] Las ménades y arpías del comunismo, más cobardes que las hienas, más furiosas que los mismos perros de Artemisa, destrozaron al Orfeo tropical […].
Sobra decir que en este punto se abre un doloroso hipervínculo con los textos anteriores de Des-varíos. Pero mirando hacia adelante el panorama se anima. Además de lo ya dicho, destaca una particular interpretación de Paradiso, novela indispensable de Lezama, en donde Toledo explora el encuentro que ahí se da entre el pensamiento occidental y la concepción mesoamericana del hombre, para perfilar algunos trazos finos sobre el ser mexicano y, en general, latinoamericano. Por último, aparece también un ejercicio hermenéutico sobre el primer verso (¡qué maravillosa excentricidad!) del poema Muerte de Narciso que deviene orgiástica declaración de principios de la poética toledana, o toledina, según el grado de afinación. En suma, este prólogo es, sin duda, uno de los ensayos más completos que sobre José Lezama Lima se hayan escrito, no tanto en extensión como en comprensión, para decirlo en términos aristotélicos. Por eso es pertinente que se haya incluido separado del libro que prologa, a pesar de que este último forma parte de la colección La abeja de Perséfone. Ya para cerrar Des-varíos, nos damos de frente con un texto inusitado: El grito de las nubes terrestres. Digo inusitado porque aquí no solo habla el poeta sino también el ciudadano. No es, por fortuna, un poema concientizador. Se trata de un discurso de protesta abierto, un desplegado periodístico en contra de la terrible deforestación que sufre el último bosque del municipio de Puebla, en donde radica actualmente nuestro autor. Quienes me han seguido hasta aquí se preguntarán: ¿aun ahí, bajo un esquema discursivo que debe moverse mayormente por su naturaleza propia, en el terreno de la denotación, aparece la poética de Toledo? Yo les contesto que sí. Para Víctor estamos frente a un problema crítico que amenaza la vida en un sentido práctico, pero también existe peligro para la extinción de un mundo no visible, arquetípico. El bosque no es sólo el pulmón de la ciudad, sino ese lugar que “[…] la Diosa Madre (la naturaleza) hizo mágico.” En este enclave maravilloso habitan: Seres de un follaje y colores extraordinarios, increíbles –nubes terrestres- en tonos pasteles de una paleta finísima donde el magenta, el violeta, el oro, el verde, el café, el azul y el rosa se combinan para dar la sensación de que el cielo, o el reino de las hadas, bajó a la tierra: en el verano este tipo de textura en el follaje, que absorbe la luz como una esponja invisible del aire, vuelve todo el paisaje de oro, son algunos minutos donde todos los templos dorados del mundo palidecen ante esta tarde sagrada, junto a este bosque de oro, con este mar dorado que flota frente a nosotros, llenándonos de místicas esperanzas de asombro extraordinario.
Vale la pena la cita larga para saborear la factura del lenguaje y la profundidad del mensaje. No es un poema, es el poeta que no sabe hablar de otra manera. Todo lo que toca se convierte en materia poética. Sin embargo, del otro lado del soto adánico, o lo que queda de él, el diablo anda suelto. Transmutándose, diversificando socios y negocios, buscando tontos para su oro, ahora que, más que nunca, ser urbano es ser civilizado. Dice Víctor: “Debido al crecimiento <indetenible> de la mancha urbana, pero sobre todo de las infinitas ambiciones de las constructoras, de los banqueros extranjeros y sus socios mexicanos, y a la gran corrupción de nuestros gobiernos, este bosque maravilloso está por desaparecer.”
Mundo mágico, mundo poético, filamento de la vida. Si lo degradamos degradamos al hombre en todos sus niveles y estamentos, al tiempo que violentamos las condiciones del equilibrio de los reinos animal, vegetal y mineral. De esta forma llegamos al fin, no de la vida en la tierra, como podría pensarse, sino de Des-varíos, un libro atípico, como dije al principio, en el que Víctor Toledo refrenda su enorme calidad de escritor, así como su eterno compromiso con la poesía, compromiso que, como hemos visto ya, se desliza por metonimia hacia las cosas esenciales y hacia la esencia de las cosas visibles e invisibles de este mundo.
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