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Otro verano y éste
Pablo Seguí
Barnacle,
Buenos Aires, 2017.

Por Daniel Vera
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No. 103 / Octubre 2017



¿Y uno qué hace cuando lee?


Voy a ensayar varias respuestas para esta pregunta, que es el primer verso de un poema cuyo título “Horas, libros, corazón” y cuya dedicatoria para Elisa (für Elise) provocan resonancias románticas, resonancias que por esos caprichos de las palabras, bien se pueden llamar clásicas. La primera respuesta da cuenta de mi costumbre de destripar las palabras, invertirlas, encontrar sus anagramas y sus rimas, y es el corazón de la razón por la que a estas horas estoy aquí con el libro de Pablo Seguí Otro verano y éste, denominación que primero descompuse en ‘Otro Vera no y éste’, y luego recompuse con algún agregado en ‘Otro Vera no ¿y éste? Este sí’. Sí que puede ser un adverbio o una nota musical: Dar el sí, con todo lo que pueda figurarse.

Cosas que uno hace cuando lee. Uno, cuando lee, escribe; escribe, como en ese otro poema “Tratando de entender”. Acaso sea un pleonasmo burocrático decir de alguien que lee y escribe. Mi abuela, que no sé dónde aprendió a leer, contaba que una vez en un campamento de hacheros, grupo de familias iletradas en medio del monte, apareció un hombre con una rara habilidad: sabía escribir. Le pidieron que escribiera algo, y el hombre tomo un palito y trazó unos garabatos en el piso. Le preguntaron que había escrito, y se confesó ignorante, porque todavía no había aprendido a leer. En la superficie la paradoja es notable y notoria, pero en la trastienda sucede que uno (y cuando digo uno, quiero decir yo, cualquiera sea) no sabe leer lo que escribe o no sabe escribir lo que lee, y el caso es flagrante en poesía, porque la poesía se parece a los sueños y no hay regulación del soñar y de leer los sueños, cito a Seguí, el corazón no encuentra lo que busca…los libros dicen muy poco ya.

Pero trata de entender. Porque cuando lee uno suprime la distancia, pero cuando la suprime advierte que hay una distancia insalvable, y entretanto evoca otras lecturas, y tratando de entender puede suponer una historia teórica, rastreable hasta las primeras décadas del siglo pasado, cuando el lógico-matemático Kurt Gödel eliminó a la vez la necesidad de los metalenguajes y la imposibilidad de hablar de un lenguaje en el mismo lenguaje. Casi en paralelo Ezra Loomis Pound anuló la diferencia entre la crítica literaria y creación literaria: “la mejor crítica de Madame Bovary es el Ulyses de Joyce”, o sea, la mejor crítica de una novela es otra novela. Seguí, en su poesía, enjuicia la poesía; leo:

Las palabras ¿qué pueden?
¿Qué haré con ellas? ¿Qué
Me permite mezclarlas,
Cortar, alzar?

(Interrumpo la lectura para una breve digresión, algo que hago a menudo cuando leo: ¿cortar, alzar o cortar al azar?, de la que me devuelve inmediatamente la continuación del poema:)          

  Y tocan
Manos impredecibles
Muchas veces.

Pero hay quizás una fusión más intensa en la apuesta poética llevada a cabo por Seguí, sobre cuya pista me puso Daniel Freidenberg en el prólogo: entre prosa y poesía solo hay una distinción de grado y no de género: el vocabulario es común a una y a otra (¡y pensar que son las mismas palabras!), aunque algunos vocablos puedan ser desdeñosamente llamados vulgares y otros presuman de mejor prosapia o algunos se ordenen en raras metáforas. Incluso se señala la transición en un dístico puesto entre paréntesis:

(se van las horas, las horas
Dejaron de ser sonoras.)

En el continuo se produce también una situación apremiante, la imposibilidad de salir de las palabras, y el poeta tiene la percepción mallarmeana de la obra como fracaso:

Yo sé que las palabras
Ni las fotos
Podrán tenerte nunca.

Así dice en “Un mundo” y, porque entre las cosas que uno hace cuando lee está el buscar (¡encontrar!) armonías ocultas, respuestas a preguntas tácitas, continúa o contesta en “Y te callás”:

Y sí: poquita cosa
Era la poesía….
….La Musa
Que le dice que apenas
Una voz, sus palabras
esas menesterosas
Es el poema: voz
Como la de cualquiera
Pero tuya…..
Palabras, nada más
Que palabras…
…….como
Las de cualquiera, cuando
Te conoce y pregunta
A qué te dedicás.

El fracaso, por supuesto, es relativo, como el éxito. Acaso es preferible fracasar en una escalada al Everest, o siquiera al Champaquí, que tener éxito en subir al primer piso por la escalera. Y en el hacer, el poema aparece como un Everest inaccesible, se divisa la cima a mayor o menor distancia, pero fuera del alcance: un objeto mágico, y no es posible avanzar más, y de la visión han quedado solamente palabras, huellas, gramática… Sin duda un fracaso digno de admiración, figura tal vez de la existencia humana para aquellos que crecimos leyendo al primer Sartre: pasión inútil de procurar al mismo tiempo ser en sí y para sí; la poesía es para sí, pero las palabras son en sí, cosas inertes entre cosas inertes, a menos, claro está, que un lector les insufle nueva vida, y surge otra vez la pregunta ¿y uno qée hace cuando lee?, y uno quiere insensatamente ser el otro en ese momento, ser esa mirada que recorre implacablemente los renglones y los proyecta vaya a saber por qué mundo insondable, por qué infierno. El fracaso equiparable a una derrota, de ahí tal vez estos versos “Para los derrotados”:

El violín, en su estuche
Corta una cuerda. Poco
A poco deshará
Su propio cuerpo. Prendo
Un cigarrillo y fumo
Apostando a que el vicio
Finalmente me pierda
Porque la muerte es dulce
Para los derrotados.

Y uno, el otro, éste evoca a Nietzsche: di tu palabra y rómpete, ha dicho su palabra, ha brindado su música y se ha roto, y está dispuesto entonces a clamar y reclamar con César Vallejo "y si no sobrevive la palabra, que se lo coman todo y acabemos". La ventaja del poeta, porque alguna ventaja ha de haber en todo esto, es que puede reencarnarse y volver en otro poema después de haber cantado su propia muerte. Derrota, por otra parte, es también camino, sendero en descampado, orientación en el mar, traslado, metáfora de otro verano a éste. Después del descenso, el ascenso, la vuelta a la vida, y el poema que da título al libro insinúa una dinámica emocional
aunque podríamos decir ontológica en la que para llegar a ser se necesita haber dejado de ser:

Increíble. Si piensas en esa noche
De lluvia en que entreví
La verdad de los cuerpos al mirar
Aquella lluvia….
al cabo de los años
Y de una suerte inteligente y ciega
Que atrás dejó los nombres
Me doy cuenta de que nada
De lo que ahora tengo
Me faltó nunca….
………………Cuánto se engañó
Mi corazón con fuentes
Retorcidas…..Cuánto encuentro
De lo de siempre en vos,
Amor, en tu palabra y en tu risa.

La lectura se detiene en "una suerte inteligente y ciega", porque la contradicción es la marca del vacío y deja sin lugar a los demás signos, pero también es una apertura por la que se filtra la luz y rehabilita
resucita las palabras la palabra, tu palabra y posibilita la recuperación, que es un ‘darse cuenta’, una íntima revelación

De la más ociosa infancia
……………….
Lo que jamás podremos olvidar
El amor a la vida.

Otra cosa que uno, yo, suelo hacer cuando leo es contar sílabas, que es lo que uno hace cuando escribe, hasta cuando lee o escribe prosa, y sin embargo, llegando al final advierto que no lo he hecho, estimo que ha de ser por cierta familiaridad con endecasílabos y heptasílabos, que son casi mi manera de respirar o la suya, la de uno como yo, o la de Pablo Seguí, y porque el octosílabo, como se dice, es la respiración del castellano, o porque la métrica y la gramática coinciden en la fluidez del discurso o, sin tal vez, porque uno, yo, ha preferido más bien especular con imaginaciones que entretejidas trazan una vereda
“Vereda de mi hogar” que conduce a la última palabra del libro:

Renacer.