No. 90 / Junio 2016 |
Elkin Restrepo (Medellín, Colombia, 1942) Atribución Según una leyenda propagada por toda la antigüedad, Homero puso su propio nombre a La toma de Ecalia del Samio Creófilo, para agradecerle el favor de haberlo recibido en casa. De las fábulas sobre la hospitalidad griega –puesta a prueba a cada tanto por los mismos dioses en sus correrías–, ninguna más hermosa que ésta. En gratitud por sus atenciones, Homero asume como suya la obra de un poeta menor, y será esta atribución, lo único que sobrevivirá de ella. Odiseo Su regreso a Ítaca nunca sucedió, todo fue un sueño. Un sueño Escila y Caribdis, los lestrigones, el cíclope. Un sueño el abrazo lisonjero de Circe. Telémaco nunca fue en su busca, ni Penélope envejeció esperándolo. Herido de muerte por una flecha troyana, Odiseo da en imaginar que los Aqueos ganan la batalla, y que si la vuelta a la patria se retrasa, es por voluntad de los dioses que le cubren el camino de dificultades. En su delirio, ignora que nada de lo que sucede es real, y que aquellas aventuras que imagina, dignas de un verdadero héroe, son meras fantasías de un mortal común: un astuto consejero del rey Agamenón, que agoniza a las puertas de la ciudad. Al atardecer recogen su cuerpo en una carreta y, junto a los cientos de cadáveres que apestan el lugar, lo echan al fuego en una gran pira. Naúsica, princesa Temprano, en compañía de sus sirvientas, Naúsica sale de palacio y toma el camino del río. Es un día veraniego. Pronto siente que aquella hermosa luz insular inquieta también sus carnes y sobresalta su mente. Naúsica ya no es una niña, sus senos y caderas se han redondeado, y otros son sus deseos ahora, otros sus anhelos, otro el ardor con que despierta cada mañana. Ahora tiene pensamientos que una muchacha no se atrevería a confesar. Palabras que no podría decir sin ruborizarse, sin sentir pena, pero que son su deleite. Un sueño le ha anticipado que hasta allí, hasta aquella lejana isla, un día llegará el varón que la hará su mujer. Y esto la tiene perturbada. Hoy, como es costumbre, lavará la ropa en el río y jugará a la pelota con sus esclavas. Y, por una casualidad, entre los matorrales de la playa, descubrirá al náufrago que hace poco el mar ha arrojado allí como una cosa más. Un sacerdote de Quetzalcóatl Esta mañana, como tantas otras veces, ha desfilado con la comitiva de su Señor y, desde el palco, ha asistido a las ceremonias y las danzas guerreras y ha advertido que este año los penachos son aún más suntuosos y más festivos los cantos de las gentes. Su corazón, sin embargo, estaba en otra parte. ¿Qué hubiera respondido a su Señor si éste, entusiasmado con el espectáculo, le hubiera pedido consejo acerca de a quién obsequiar el cuchillo de jade y piedras preciosas –emblema imperial–, entre el grupo de bailarines? Una respuesta impensada hubiera despertado las suspicacias de su Señor, y él, uno de los Sacerdotes, un miembro prestante de la comitiva, tiene que cuidarse, no puede olvidar que los asuntos terrenales (que copan cada vez más su tiempo), hacen parte también de su ministerio. Por ellos, ¿cómo desconocerlo?, ha perdido la visión interior del dios, su entrevista luminosidad. Desde que su Señor, como una gracia real, lo designó para integrar la comitiva, tuvo que renunciar al indispensable recogimiento, sin el cual el corazón se empobrece, se vuelve un fruto seco. Lo suyo, sobra decirlo, es la meditación, la plegaria, y su Señor se equivoca cuando envía por él a la celda para que lo acompañe. Si es un reconocimiento lo que quiere hacerle, en lugar de los pabellones y certámenes públicos, su Señor debería olvidarse del siervo más humilde de Quetzalcóatl y permitirle el correcto cumplimiento de su sacerdocio. Oficio Ahora que conoce los secretos de su oficio, lugares como Patmos o Estambul, o la misma Éfeso, serían perfectos para darle a sus versos el acento que les hace falta. Sitios donde bulla la historia y en el vocinglerío vespertino todavía resuene aquello que de lo humano merezca oírse. Allí, donde la piedra guarde aún la forma desnarigada de algún dios ido, o perviva su destello en el tazón casero. Ir allí y aplicarse al verso, a pulirlo como un vaso antiguo. 2 Volver una y otra vez sobre lo escrito, qué duro oficio. Un verso, un tono, una palabra, el sentido de una estrofa, algo hace falta allí, algo que dispute una razón al vano esfuerzo de vivir. Y el trabajo se torna un imposible. ¿Cómo darle forma a lo que allí se rehúye sin cesar? ¿De qué modo conseguir que tanta labor lleve a alguna parte? El oficio no es suficiente. Indecible es lo que el poema acuña por fuera de su balanza. Pero un día, el menos esperado, el talismán perdido aparece, y la palabra, el giro, el acento que hacía falta, llega y, una vez más, la música que oyes, te salva. |