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No. 92 / Septiembre 2016


Ulises Varsovia  
(Valparaíso, Chile; 1949)

 

Cuando vuelva a casa


Cuando vuelva a casa
Madre me abrirá la puerta,
y quedará frente a mí

como una estatua viviente.
¿Qué le diré a Madre
cuando vuelva a casa
y me abra la puerta?

Y me besará la frente, 
y me apretará las manos,
y me mirará en los ojos
con sus ojos de niebla.

Y tocará mis mejillas,
y girará en torno a mí
palpando mis ropas,
sacudiendo el polvo.

Madre me abrirá la puerta,
y en sus labios muertos
todas las lenguas terrestres
se agolparán, gritando.

¿Pero qué le diré a Madre
cuando vuelva a casa
y me abra la puerta? 



Grosellas


En su congregación monacal
de silvestres monjes congregados,
la grosella congregacional,
arracimada en un gregario haz
de verdes gemelos conjurados.

Pesado el ramaje, agobiado
por el peso de la grey racimal
apretujada en tan breve espacio,
hinchándose de sus zumos lácteos,
creciendo hacia la madurez carnal.

Plenitud de la ampolla monacal
en la roja redondez de hermanos
célibes en un arrobo sexual,
pletóricos de semen germinal,
y obedientes en su celibato.

En julio sus senos picoteados
por los mirlos de aire crepuscular,
o por mis dedos acariciados,
antes de hincar el diente extasiado
en la roja pulpa libidinal.



Aquellos días


Desde el interior de los años
que el tiempo arrolló, transcurriendo,
desde el interior del ser
adonde las cosas huyen
y esperan como fieras, agazapadas,
el momento del salto,
que se abra la ventana de brumas
donde la luz y la sombra forcejean,

desde lo incierto, entonces,
desde la realidad parecida al sueño,
o, mejor, desde los días
que tal vez no fueron,
desde aquello que fue y no existió,
aleteando con su voluntad enferma…

Es otoño otra vez, es cierto.
Se escucha por doquier
el rumor de la muerte caer de las ramas,
tocar a la puerta de los hospicios,
olfatear en las salas de urgencia
de los hospitales,
aproximarse a los sueños enfermos,
desdibujarse en la niebla su leve silueta.

Y sin embargo no es eso.
No es que las hojas, no es
que el cielo espolvoree su ceniza,
no es que adentro un violín
suene su sonido gris, su música mortuoria.

¿Es que nadie entiende?
¿Es que estoy solo
enredado en las hebras de un idioma muerto?
¿Es que aquellos días
que fueron y no fueron
van a la deriva entre la bruma y los sueños?

¿Desde dónde, entonces,
como si hubieran sido,
como si fueran efectivamente
recordados, con forma y movimiento,
con su inequívoco color desdibujado?

Tal vez no viví realmente entonces,
tal vez aquellos días me pertenecieron
solo indirectamente, gastados,
como adentro del traje de un difunto
en el que habité las horas insuficientemente.

Ahora las cosas que fueron
quieren recordarme, llegan a mí,
abren su ocurrida existencia ante mis ojos,
me enseñan sus raídos contornos
que quiero reconocer (o no quiero),
y mi afán desfallece
tactando infructuosamente las siluetas.

Es otoño, es cierto, las hojas
se me pegan a la piel y gritan,
me caen al sueño donde naufragamos,
jalan de mí como si fuera una de ellas.

Y sin embargo no es eso:
a la deriva en el tiempo,
días llenos de fantasmales figuras,
días con sonidos huyendo, huyendo,
días donde dejé de ser, donde mi vida
cruzó ciega o durmió, llena de espanto.