Ulises Varsovia (Valparaíso, Chile; 1949)
Cuando vuelva a casa
Cuando vuelva a casa Madre me abrirá la puerta, y quedará frente a mí
como una estatua viviente. ¿Qué le diré a Madre cuando vuelva a casa y me abra la puerta?
Y me besará la frente, y me apretará las manos, y me mirará en los ojos con sus ojos de niebla.
Y tocará mis mejillas, y girará en torno a mí palpando mis ropas, sacudiendo el polvo.
Madre me abrirá la puerta, y en sus labios muertos todas las lenguas terrestres se agolparán, gritando.
¿Pero qué le diré a Madre cuando vuelva a casa y me abra la puerta?
Grosellas
En su congregación monacal de silvestres monjes congregados, la grosella congregacional, arracimada en un gregario haz de verdes gemelos conjurados.
Pesado el ramaje, agobiado por el peso de la grey racimal apretujada en tan breve espacio, hinchándose de sus zumos lácteos, creciendo hacia la madurez carnal.
Plenitud de la ampolla monacal en la roja redondez de hermanos célibes en un arrobo sexual, pletóricos de semen germinal, y obedientes en su celibato.
En julio sus senos picoteados por los mirlos de aire crepuscular, o por mis dedos acariciados, antes de hincar el diente extasiado en la roja pulpa libidinal.
Aquellos días
Desde el interior de los años que el tiempo arrolló, transcurriendo, desde el interior del ser adonde las cosas huyen y esperan como fieras, agazapadas, el momento del salto, que se abra la ventana de brumas donde la luz y la sombra forcejean,
desde lo incierto, entonces, desde la realidad parecida al sueño, o, mejor, desde los días que tal vez no fueron, desde aquello que fue y no existió, aleteando con su voluntad enferma…
Es otoño otra vez, es cierto. Se escucha por doquier el rumor de la muerte caer de las ramas, tocar a la puerta de los hospicios, olfatear en las salas de urgencia de los hospitales, aproximarse a los sueños enfermos, desdibujarse en la niebla su leve silueta.
Y sin embargo no es eso. No es que las hojas, no es que el cielo espolvoree su ceniza, no es que adentro un violín suene su sonido gris, su música mortuoria.
¿Es que nadie entiende? ¿Es que estoy solo enredado en las hebras de un idioma muerto? ¿Es que aquellos días que fueron y no fueron van a la deriva entre la bruma y los sueños?
¿Desde dónde, entonces, como si hubieran sido, como si fueran efectivamente recordados, con forma y movimiento, con su inequívoco color desdibujado?
Tal vez no viví realmente entonces, tal vez aquellos días me pertenecieron solo indirectamente, gastados, como adentro del traje de un difunto en el que habité las horas insuficientemente.
Ahora las cosas que fueron quieren recordarme, llegan a mí, abren su ocurrida existencia ante mis ojos, me enseñan sus raídos contornos que quiero reconocer (o no quiero), y mi afán desfallece tactando infructuosamente las siluetas.
Es otoño, es cierto, las hojas se me pegan a la piel y gritan, me caen al sueño donde naufragamos, jalan de mí como si fuera una de ellas.
Y sin embargo no es eso: a la deriva en el tiempo, días llenos de fantasmales figuras, días con sonidos huyendo, huyendo, días donde dejé de ser, donde mi vida cruzó ciega o durmió, llena de espanto.
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