Manuel Andrade (Ciudad de México, 1957)
De los días escolares
Cuando la tonta practicante regresó de su viaje por Europa, con la valija llena de recuerdos, de fuentes y de plazas (en esas muy antiguas transparencias turísticas, con su dispositivo giratorio tras la lente de aumento); y, sobre todo, de la consabida exposición a la mirada ardiente de un grupo de muchachos italianos que abiertamente la ruborizaron y la hicieron soñar…
Tú ya te habías decepcionado de los ojos verdes de cualquier colegiala prototipo, y también de las piernas curvilíneas de tres o cuatro brujas pedagogas —tan llenas de tu madre—, mucho mejor dispuestas y maduras; pero no importa, caíste en la trampa de enamorarte de ella: lo que entonces fue solo decir su nombre ya olvidado sobre el puro vacío de las tardes, para tener alguna distracción, en vez de abandonarse a ese jadeo de sentir la existencia entre las sienes, la inmensa finitud contra un cielo vacío, o todavía peor, contra un cielo perverso que poblaba un idiota inventor del dolor y del deseo (y cuyo cuento es solo un parloteo que nada significa…)
Así, las tardes tenían por lo menos el buen momento de su nombre grato; de su rostro pecoso al que enmarcaba su cabello cenizo, siempre recién pintado, y ese sabor pecaminoso y frío, casi infantil, pero ya no platónico del amor imposible, adolescente…
Para que te mirara la maestra, te hacías sacar de su aburrida clase, y podías verla sin que ella advirtiera la sensualidad que despertaba: te tirabas al sol, contra el techo ondulante de la Fanal, la fábrica de vidrio que hacía frontera con la escuela, y un ojo al gato (: el par de largas piernas, acaso imaginadas, más que vistas, en su contorno lateral), y otro al garabato (: la cinta, abajo, donde avanzaban brillantes botellas, que un obrero rompía, indiferente, en pequeños pedazos, antes de entrar al horno, en donde ardían).
Y el gato, luego, se hacía el garabato; porque el pensar gracioso, imperturbable, era sobre qué hacerle a la maestra, mirando el fuego en que se iban fundiendo, en una masa espesa, chocolate (si así como lo mueve, así lo bate), los distintos fragmentos de los vidrios…
Literatura erótica, muy de primera mano, sobre el techo de asfalto y los olores recios, hasta angustiantes, redoblados al sol: daban las doce, en el sonido de las botellas al romper se mezcla aún la voz de la maestra, y el murmullo apagado de la clase viene como un oleaje hasta el quejido nocturno de mi voz…
En el rudo calor de la techumbre, la forma transparente y recortada de esta botella rubia se funde y vuelve líquida en el horno impregnado de silicios y arenas de mis días escolares…
Viento y fantasma
Me contó en el teléfono mi padre que le había hablado Carmen para decirle que se murió Quina, mi tía Angelina, su hermana menor.
Y no lloré ni lo sentí ni otro estado del ánimo o del cuerpo, tan solo lo escuché porque la muerte siempre me deja absorto.
Y mientras lo escuchaba, me vino a la memoria el naufragio de siglos que rondaba la casa de mi abuela…
Era una tempestad cernida a piedra y lodo, un viento que furioso sacudía los vidrios, los aromas de su pequeña casa; era un sueño oloroso, piel de potro mojada en el rocío que sonaba a nostalgia y a tragedia...
A la tía Quina se le dibujaba, tenaz, la calavera, por el brutal ejercicio de sonreír a diario, sobre años de terror o de disgusto, y eso era lo de menos, como lo era su diaria cruda tequilera; lo grave era ese viento de cataclismo y de miseria, donde fluía la casa con una sensación de ingravidez: los seres y las cosas bailaban sin peso ni piso, con una sutileza aérea, vegetal.
Y ahora que ya se han muerto todas sus ocupantes, me invade la impresión y la tristeza de que eran solo un cuento que inventé; por eso mientras mi padre me contaba del funeral y la familia, me fui con indulgencia, a ojos cerrados, hasta la casa de mi abuela.
Por su pequeño patio de azulejos podridos, llegué hasta el comedor, donde mi abuela volaba en su equipal, muy despacito, figurilla de barro recortada contra un muro de cales derruido, y su rostro moreno y sus anteojos no se inquietaron ante mi visita…
Quina sedienta, en el vértigo vago del alcohol, bailaba lenta una tonada turbia, y Amalia con su rostro de piedra y hojarasca, la seguía pidiéndole perdón, otras veces, mimándola, ambas vestidas con vaporosas batas de colores, volaban por la casa, iridiscentes...
Pequeñas brujas, delirantes locas, teñidas por un viento multánime, procaz, abandonadas al naufragio lento de envejecer hasta la madrugada y volver a ser niñas con el sol...
Hasta el perico de ojos de obsidiana ignoró mi presencia entre la bruma (una infusión de hierbas y de diarios nocturnos tendía con voluptuoso manierismo un manto de colores por cada habitación)…
Pude verlas odiarse a través de años y de escuetos días, descubrí sus rutinas y placeres, abrí su corazón con manos adoptivas para mirar sus lágrimas amargas y sus lágrimas tercas, sus lágrimas volátiles al viento, tempestuosas, lágrimas infecundas; y volví tras mis pies, sin pena ni dolor.
Esa visión duró lo que mi padre tardó en contarme sombras y accesorios, mas devolvió a la muerte su regalo al hacerme el fantasma que se queja sobre los adoquines y las lajas de aquel patio infantil donde mis tías...
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