Amaranta Caballero (Guanajuato, 1973)
De ser posible (del Libro de la achicoria)
Luego de cuatro meses de volver a casa los pájaros de la mañana siguen sonando a fresco, a plantas, a cerros de tierra fértil entre hojarasca y armadura; Diríase que los barcos siempre pasaron por aquí en días inciertos de bruma y querosene, pero nada de eso, salitre es lo que extraño con sus curaciones respiratorias y exfoliantes de la piel porque entre tanta venda y achicoria entre cortes, tajos y rebanaditas, las jeringas prominentes y las gasas vaporosas, ya mis trazos, dibujitos, no me dicen ni me hablan ni me consienten. Aguanieve sobre la ciudad, incendios provocados en los cerros mis vecinos, pulcritud y una extraña cosa nueva que aún no identifico porque aprendí a pensar que luego de cierto tiempo y en otro lugar todo lo raro vuelve y se presenta en su mejor traje de fiesta. Limpio y sin costuras. Todavía se siente la alegría de caminar el patio de la recámara hacia la cocina; el frío del comedor se cuela entre las sílabas, las letras y palabras porque es la manera de decir que es tiempo de volver como hace cuatro meses, habitar un lugar y cargar con esas dos maletas que ojalá no guarden ni miedo ni pesadillas. Espanto comprobar las cargas de cada quién, los vacíos de cada cual; la hora de la mañana parla puntual desde un reloj y pinta de oro macizo los recovecos del habla. Muchos fueron los lugares donde nunca bebí un café y pocos más fueron los sitios donde evité llegar porque me di cuenta que empecé a ser más feliz caminando y hablando sola, de ser posible en voz alta.
I
Busco un lector paciente que sepa traducir la irrealidad de un frutero o mejor dicho lo fresco de su imagen. Esto es: una canasta de mimbre cargada de naranjas –naranjas con semilla sin colorante artificial–, naranjas jugosas parecidas a los días de marzo: abundantes en nubes gordas robustas de agua, acompasadas con viento fresco. Junto a la canasta de mimbre, tejida, una charolilla donde los mangos de Manila escurren su dulce miel y donde la palabra sotavento hace acto de aparición aún con las ventanas cerradas. Los plátanos maduran en segundos y sus pecas pintas de color café no son sino las mismas manchas que salpican las manos cascadas de los abuelos. Una piña aromática atrae a los mosquitos; borrachos de aromas, panzones, sobrevuelan lentos los festivos olores donde un par de muéganos intentan aparecer como parte del paisaje. Es en este momento cuando el lector paciente y traductor lee la cartilla: los límites de la ficción forman parte del frutero, su irrealidad es la mía, no obstante, tengo en la mano derecha una guayaba y en la izquierda un níspero negro cortado años atrás de un árbol prominente, sembrado en la cima de la Sierra donde alguna vez un pájaro hizo nido.
II
A fuerza de alzar la voz vencimos la ventisca; poco a poco pudimos ver cómo caían los tordos, su lomo gris aceitunado, sus plumas, ornamentos de camisa. El eco duró poco más de un siglo. No supimos si era un ruido, o dos.
Irradiaban como la luz desde el foro de un teatro.
III
En esta conversación opinaron varias voces, no ruidosas, sí revueltas. Hubo tiempos de esplendor y otros donde sin máscara ni oxígeno la miseria apareció impávida. Se podría describir un pozo: pajillas, hierba, retazos de hilo, diversas plumas, lodo seco y de cuatro a cinco sapos recién agazapados. Todo lo que quiero decir cabe en el lapso entre el momento en que una mano humana toca un nido, en la tormenta cae un rayo, o el vaho sobre un vidrio desaparece. Algunos pequeños insectos entre sus patas guardan abundantes, trágicas, espinas defensivas en patas raptoras y es así como ni un año ni cinco ni quince pueden ser el referente de haber vivido algo medianamente ajeno o propio pero feliz.
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