Elogio de la brevedad
Eres breve
y no obstante llena de rasgos épicos.
El dragón que llevas tatuado en la espalda
me observa amenazante
desde un fuego sombrío
que sólo percibo
al sentir su lengua entre mis labios.
Amo tu brevedad.
Especialmente
poder abarcarte completa con mis brazos
y sentir cerca de mi pecho
toda tu persona
cuando desbordas
la pequeñez de mi abrazo.
(“Esta soy toda yo”
me dijiste,
viendo hacia arriba,
cuando te quitaste los zapatos.)
Tu brevedad
emana un lenguaje inabarcable,
con el cual destruyes
mis pequeñas oraciones
y mis mínimas ideas.
Tu brevedad es una pasión
de ojos iluminados,
de ideas caóticas,
de sueños inadvertidos.
Deseo negar el poema sobre tu brevedad
y dedicarme a recorrer
milimétricamente,
desde la nimiedad que me otorga
el medio metro que supera tu estatura,
el cuerpo breve, incapaz de disimular
el enorme terremoto que cimbra
los cimientos que sostienen mi brevedad.
En la lucidez del insomnio aprendí que amar no es
cometer un error, es estar en lo correcto en un
mundo equivocado.
Mi muerte borgiana
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Cuando agonizaba en la cama de un hospital, pedí a Dios un año para arreglar asuntos pendientes. Justo en el momento en que el paro cardiaco anunciaba su llegada, el tiempo se congeló. Milagro concedido. Me dispuse a leer Don Quijote de la Mancha, Gargantúa y Pantagruel, Tristram Shandy, Los miserables, Madame Bovary, Rojo y negro, En busca del tiempo perdido, Ulises y Rayuela. Un mes antes del plazo convenido, sólo me faltaba comprar El nombre de la rosa. Acudí a Álvaro Obregón en busca de una edición de lujo (puesto que el tiempo estaba congelado y sólo el robo era posible, preferí hacerlo en la librería de la Casa Lamm). Al salir de ahí, me topé con un criminal que, congelado como el tiempo, empuñaba un machete. En busca de una muerte heroica, apuñalé a la estatua improvisada y me clavé a mí mismo en la cuchilla de mi adversario. Un mes después, fui declarado muerto por el médico del pelotón de fusilamiento del ejército alemán en Praga, tras recibir siete descargas simultáneas en el corazón.
Walnut Street
Habitemos juntos el capitalismo menor.
Caminemos por tiendas de marcas prominentes,
Gap, Ipod, Banana Republic, J Crew,
como si estuviéramos en una capital del mundo,
como si no se tratara de sucursales que no importan,
como si nuestra pretensión de pedigree no fuera quimérica.
Walnut Street es un lugar de enamorados.
Los cafés tienen sillones flemáticos
que transmiten ideas hacia la laptop.
Los discos cuestan
tres dólares más que en el centro comercial.
Los regalos adquiridos dejan el lugar
con un aura de elegancia que pareciera perdida.
Habitemos juntos Walnut Street.
Experimentemos la ciudad
con la sorpresa de los primeros modernos.
Olvidemos las arcadas de Benjamin
y las alienaciones del viejo Marx.
Te invito a comer en el China Palace
y verás que es en el capitalismo, no en la poesía,
donde el amor todavía puede florecer.
Lost in translation
Te conocí en el vacío,
en medio de signos que no comprendía.
Mi único lenguaje era el whisky
que quemaba mi garganta.
Decidiste enseñarme tu idioma
recorriendo calles decoradas
por ideogramas vacíos de memoria.
Hablarte era habitar pequeñas patrias
en una extranjería infinita,
reducir toda una lengua sin sentido
a la comunicación absoluta de tu sonrisa.
Y así, perdidos en la traducción de la experiencia,
nos amamos por fuera de las palabras
y te perdí cuando susurré algunas palabras
y tu mirada dio sentido a los signos de la ciudad ajena.
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