Ya se sabe que toda antología es incompleta, o mejor dicho, está incompleta y más aún si se trata de una que reúne a varios autores cuya obra delinea un grupo tonal, y no que define una época, un movimiento o escuela, que es el caso de Caudal de piedra. También se sabe que es condición propia de la antología pasar la mirada sobre un corpus indefinido para los lectores en general, de modo selectivo y bajo parámetros que se van resolviendo a la intemperie de la lectura (salvando, claro, el que da título al volumen: el de tratarse de autores coterráneos). Sin ahondar en enredos de cómo son o cómo debieran ser las antologías, de Caudal de piedra es preciso destacar su coherencia interna y el buen puente de diálogo entre las voces que Julio Trujillo eligió como núcleo de la muestra.
Si a la complejidad de elaborar una muestra poética se suma la complejidad de la “tradición” a la que se suscribe el conjunto de obra, es entonces en la propia incompletud donde se realiza el buen tino o el equívoco del tejedor de la antología. Esto dicho a cuenta de la ardua labor de enmarcar (o desenmarcar) autores peruanos, en el medio de su nutrida producción poética y literaria, habiendo dieciséis años entre el autor más viejo y el más joven de este conjunto, lo que quizá a vuelo de fechas no diga nada, pero que en términos de caminos individuales conlleva un sesgo importante en relación con visiones de mundo y quiebres o vínculos transgeneracionales. La tradición peruana, por otro lado, sigue un ritmo en flujo constante.
Julio Ortega dice en su edición de Trilce (Cátedra, 2005) que después de este poemario del poeta César Vallejo, la poesía en Perú —y en la América Latina toda— tuvo otras medidas, se escribió diferente. Es cierto. Aunque ahora no sé qué tan justo sea escindir el mundo poético peruano con un típico antes y después de César Vallejo, lo real es que la huella del poeta de Santiago de Chuco camina bajo por entre los versos de esta muestra, padre y fantasma literario del que se abreva y al que se desafía; no el único existente o posible: huele también a Arguedas y a Moro. Y entre estos acentos se asoma, sobre todo, la búsqueda de tonos personales en el ejercicio de las palabras, de la hechura poética a partir de voces que piensan con el mismo afán sonoro de la flexibilización sintáctica que las precede, si bien con menos condensación en el malabar léxico y más en una premura de tipo ideológico e incluso, crítico. Se encuentran más declaraciones de principios íntimos, sociales y antropológicos que técnicos.
De los poetas en conjunto, así arbitrariamente en bola, se puede decir que los encuentra el desencanto, el desencuentro, la desazón, la llaga que supura desde una lengua que se busca y se retuerce, que se enfrenta a sí misma yendo y viniendo de la orilla del papel en una pugna entre la guía de la mirada del pensamiento y el verso desgarrado de la escritura encarnada. El escepticismo ideológico, la decepción frente a un mundo disociado y confundido entre el que es y el que la tradición literaria dinamiza con su ojo poético, permean los textos. La clave de esta antología es justamente el diálogo que se establece entre los poetas y la tradición, como señala el propio Julio Trujillo en el Prólogo.
Bajo el cielo del otrora imperio incaico se despliega una conversación fundamental (ya sea irónica, franca, imaginativa, argumentativa o humorística) con las sombras de una tradición de Sol que no cesa en su oficio. De esto es ejemplo el poeta Luis Rebaza-Soraluz (1958), “Quien consigue las llaves / no posee la puerta / Es dueño de una fórmula / De un soplo.”
Hay otra deriva de la tradición con la que se establece diálogo, y es la de un posicionamiento en conciencia de clase, es decir, la del lugar de la literatura y del individuo en la clase media burguesa y las consecuentes relaciones que ahí se trazan frente (y volvemos) a un pasado indígena y colonial muy presente en la caracterología de la poesía peruana y las migraciones posteriores al primer mestizaje. La autora Doris Moromisato (1962) da cuenta de esta exploración de la identidad, navegante en la búsqueda de un “yo” individual y social que entrecruce sus raíces japonesas con las peruanas. “¿Qué soy?, pregunto a una hoja del hibiscus / Veinticinco millones y no hay lugar para mí. / Mi bisabuelo no peleó por el salitre / mi abuela no enterró sus huesos aquí.”
Entre los veinte poetas compilados en Caudal de piedra se puede revisar a cada tanto la clave del diálogo y la de las preguntas, muchas, que lanzan al mundo donde habitan, a los autores que evocan –tanto peruanos como foráneos–, a sí mismos, a sus fantasmas y a sus vivos. Para ello, sin embargo, es necesario acercarse al volumen.
Dejo como último párrafo unos versos del poeta Rodrigo Quijano (1965):
Una sombra sobrevuela el cielo para detenerse
como un insecto sobre mi pared: es el oscuro ceño de Vallejo
que me advierte que seguirlo es imposible. Y las palabras
vuelan.
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