Stéphane Mallarmé vertió gran parte de sus ideas estéticas en una conferencia titulada Crisis del verso. Entre otras cosas se podía leer allí: “ni lo sublime incoherente de la composición romántica ni esta unidad artificial, de antaño, medida en bloque para el libro. Todo se vuelve suspenso, disposición fragmentaria con alternancia o enfrentamiento, que contribuye al ritmo total, el cual sería el poema callado, a los blancos; solamente traducido, de alguna manera, por cada elemento de sustentación”. La salida que buscaba Mallarmé a una poesía de corte romántico o puramente declamatoria (o prosódica al estilo de Victor Hugo) parece todavía vigente, y las palabras que acabo de citar cuadran perfectamente para describir gran parte de la poesía joven actual y en especial el libro de Juan Carlos Abril. Y es que la poesía, como tantas cosas fundamentales, siempre ha estado en crisis, ya que su cometido es situar al lenguaje en un espacio crítico por partida doble: el que observa a la realidad desde la mirada enjuiciadora de lo irrealizado y aquel en que el lenguaje empieza a señalar a su más allá; retomando a Mallarmé: “el verso que de varias vocablos confecciona una palabra total, nueva, extraña a la lengua y como encantatoria, acaba con el aislamiento de la palabra”. Juan Carlos Abril, con este libro, acertadamente titulado Crisis, lleva al lenguaje también a un punto de inflexión, al lugar donde la modernidad lírica alcanza un extremo a punto de caer en la irrepresentabilidad e incomuniación postmoderna o ser salvada en esa “palabra total” de que habla Mallarmé. El fragmento, la asociación suspendida o irracional, el juego de contrastes, la constante apelación a la tradición, son el signo externo de este combate en el seno de la historicidad de la lírica. También en la evolución personal de Juan Carlos Abril este libro supone una crisis. De los poemas más figurativos, a veces en la estela del simbolismo, y de ambiente rural de Un intruso nos somete (1997, con reedición en 2004), el poeta pasó en el El laberinto azul (2001, accésit del premio Adonáis) a una expresión en que la frase larga, expansiva, fundía varios niveles de representación, haciendo del poema una caja cerrada de resonancias y sugerencias. Ahora, en Crisis, encontramos un brusco giro hacia la esencialidad y el despojamiento; la reflexión cede lugar a la sensación y la impresión instantánea, y lo figurativo se diluyen en un juego de correspondencias secretas y contrastes en yuxtaposición que generan un inquietante juego de voces y tensiones significativas. El libro se estructura, a mi parecer, como un viaje hacia el mundo de los muertos, esa dimensión ininterpretable e inapelable de la existencia; parte de la estación del aire y la ciudad, que es el ámbito del deshollinador y pasa por el mundo vegetal, ya cerca de lo inorgánico, para desembocar finalmente en el agua de los muertos; un trayecto que tiene mucho del Eliot de The Waste Land. Dos hilos conductores, uno de carácter sintáctico y otro temático, sirven para representar este viaje a las entrañas de la nada o de la totalidad (según se mire): la técnica del contraste y el tema de la metamorfosis. No dejan de ser, en realidad, dos caras de la misma moneda, ya que el contraste es la condición formal necesaria para que haya un cambio de estado, una metamorfosis. El contraste, como técnica compositiva, recorre el libro de principio a fin. Buen ejemplo de ello son los emblemáticos dientes del deshollinador, un espacio absolutamente blanco en medio de la negrura, o la fusión de invierno y primavera que se da en Súper andrógina. El contraste, que a veces llega a oposición (la realidad irrealizada), se convierte en este poemario en un signo de continuidad paradójica que obliga al lector, debido al carácter fragmentario de la escritura, a buscar el puente que lleva de unas palabras a otras o de unas nociones a otras, como en el poema Tormentas breves, en que pasamos de la amenaza de lluvia al dolor como un refugio. Lo vemos explícitamente en Clases de lucha cuyo título es ya todo un ícono del juego de alusiones y transformaciones: “Cada viaje es el último / continuamente electrizado: / ¡su discontinuidad se anuda!”; el fenómeno mismo de la discontinuidad, el andar siempre de camino hacia algo, constituye una continuidad en constante crisis y ruptura. De hecho, el poema continúa con un elemento contrastante que ya no tiene que ver con el viaje: “en otra canción nueva”, elemento de contraste que añade a la reflexión inicial existencial una dimensión metapoética. La palabra, pues, se mueve en ese tránsito entre el sentido y su anulación o cambio de trayectoria al contacto con otras palabras; el lenguaje está en continuo movimiento, resbala sobre sí mismo, porque la realidad ya no puede presentar tampoco anclajes seguros para el significado. Ello viene expresado en la fórmula de opuestos: “Todo podrá cambiarse, / dice. Nada me toca”. La realidad y el lenguaje, están sometidos a un ciclo de cambio continuo porque nada puede ser atrapado. La palabra es un estado de excepción al que nada toca y su naturaleza es la pura indefinición que no necesita de nada externo para significar. De ahí la sensación de la lectura de este libro entre lo definitivo y lo inaprensible. El tema de la metamorfosis comienza con la figura inaugural del deshollinador, ese ser híbrido descrito como un reptil: “Su piel de escamas y sus cejas / serpentinas, felices”. Más tarde, en Diseminación los poemas se convierten en humo, que a su vez por paronomasia se transforma en el “humor” del siguiente poema. Nada permanece y todo se transforma y se funde: las palabras, la realidad sensible y los estados de ánimo. Las dimensiones de la experiencia están en continuo flujo. La “burbuja” del poema Pacto es el símbolo de lo que, como la escama, nos aísla y nos “reduce a lenguas puras”, a un lenguaje intocado a la vez que nos metamorfosea en “una negra / moneda con su propia luz” (nuevo juego de transformación y alusión: moneda-mónada) de camino hacia una imposible continuidad “en el momento más feliz del día”. O el sueño está clausurado o no significa nada, y con todo, la palabra tiende puentes. La luz, en sus diversas transformaciones es otro de los símbolos recurrentes del poemario, es una luz veloz hecha gramática, la luz de la tormenta, la luz del mediodía, la luz negra que arrojan algunas cosas, el prisma que convierte la luz natural en el espectro, igual que la palabra irisa los significados o los funde, depende de cómo orientemos su prisma. Esta metamorfosis, el momento de crisis en que continuidad y ruptura se dan simultáneamente, afecta también a toda la tradición poética que es aquí recogida con una doble finalidad: la de poner de manifiesto el tema de la transformación y la de someterla a ella misma a transformación, dejando en claro su verdadera esencia de lenguaje cambiante y permanente a la vez, en la estela de Octavio Paz. Así, la segunda parte del libro toma como lema la advertencia dantesca a la entrada del infierno: “Deja aquí toda esperanza”, pero en el epígrafe que abre la sección aparece otra cita del Inferno: “Qui si convien lasciare ogni sospetto”. El texto dantesco, como paradigma, es mostrado en su propia variación y movimiento, a la vez que sirve para reflejar la indeterminación del libro de Abril entre la actitud de confianza y de sospecha que afecta al lenguaje y al mundo. Sumamente interesante en este sentido es toda la segunda parte que, con sus imágenes vegetales, se convierte en una especie de deconstrucción de las Metamorfosis de Ovidio. Central es el mito de Apolo y Dafne: “en la persecución seremos vegetales”, que nos deja la inquietante pregunta: “¿Por qué las cosas se persiguen / con más placer que se disfrutan?”; pero también la oposición mítica entre los hermanos Apolo y Diana, otras dos facetas de la luz, el sol de la pasión y la frialdad de la luna. Mundo ortiga está dedicado a Diana, que nació precisamente en la isla llamada Ortigia. La idea de fuga y persecución que está en la base de ambos mitos (pues Diana, como cazadora, perseguía a los animales) es sometida aquí a un trabajo imaginativo que la pone en relación con lo absurdo de los fines: el prestigio, el deseo de perdurar, pero a la vez, por la riqueza del lenguaje, con el género musical de la fuga y su correlato poético, dan paso al mito de Marsias, que es transformado por Apolo en la flauta donde “algo se cumple / o se descifra”. Si corremos tras lo que nunca conseguiremos (y aquí el lenguaje de Abril recibe un poco de aquel espíritu alegórico y selvático de los libros medievales), la palabra misma debe estar también siempre en fuga, como demuestra el verso “Ver significa primavera”. La huída y la metamorfosis del lenguaje estriban en que la historia ha convertido, accidentalmente, el término latino en una palabra española que ya no significa primavera. Toda una fábula sobre el sentido poético que tiene, además, un hondo sustrato anterior de transformaciones, pues la raíz ‘ver’ en indoeuropeo significa ‘luz’ (está en la base de primavera, verano y con prefijo negativo en in-vierno), con lo que nos volvemos a encontrar con uno de los temas centrales del libro: la luz, la claridad y su lucha con la sombra, que es una transformación de la luz, en definitiva. La tercera parte, titulada Una matriz de histeria, con un nuevo juego etimológico, establece continuidad con la anterior a través de nuevo de una paronomasia: la fotosíntesis de lo vegetal es ahora la fotografía como resto, como metamorfosis engañosa de la luz. El tiempo es, no ya el momento solar de las selvas simbólicas, sino el del amanecer desolado, poblado de cadáveres, de total descreencia que hace hablar al poeta de “tópicas mariposas”, y que desemboca en el espacio mítico de la laguna estigia, el agua de los muertos. La fuga se hace imposible, el hombre ha viajado desde el niño imaginativo que se podía extasiar ante la sonrisa del deshollinador, hasta la madurez que clausura la juventud y los sueños: “Crece la juventud pudriéndose / en sueños donde se ahoga”, y con todo existe una posibilidad de salir: “No te hundas, despierta”, de que la inmersión en el agua de los muertos se convierta en un baño lustral del que resurgir transformado. Estamos en el mundo, también eliotiano, pero aquí seguido por sí mismo, de La rama dorada de Frazer, ese talismán que permitía entrar al infierno y salir de él vencedor de las sombras. La rama dorada sería en este poemario, entre otras cosas, la conciencia, ganada a lo largo del viaje, de la inestabilidad del todo, de que nada hay eterno (como se titula el epílogo), de que la totalidad está al mismo tiempo cerrada y abierta. Si la escritura pone de manifiesto lo fugaz e inatrapable de la vivencia, es al mismo tiempo una protección, un cierre en sí mismo, con lo que se enlaza con el inicio del poemario: “Nada me toca”. Estamos en los umbrales de la elegía, entre la desasistencia del ser y el refugio de la escritura como sentido impuesto al mundo, y este libro, deconstructor de tantas cosas, ¿por qué no deconstructor de la elegía, ese cauce privilegiado de la poesía contemporánea? ¿Por qué no una elegía de la elegía? Quedan tantas preguntas como sentidos se pueden extraer de este poemario magistralmente compuesto en metros endecasílabos, heptasílabos y un meritorio eneasílabo (pocas veces transitado en la poesía española) que aquí contribuye a esa sensación de indefinición, de lo que debería completarse hasta sonar como endecasílabo (el metro rey) pero que se detiene y se cierra en sí mismo antes de tiempo. La tradición métrica se somete, así, también a transformaciones al servicio de un verso altamente imaginativo, lleno de rupturas que se abren a lo innombrable y de momentos de patente plenitud.
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