En una secuencia de la película Sobre las olas, dirigida por Miguel Zacarías en 1932, se recrea una reunión de artistas bohemios. Se trata a grandes rasgos de una representación del grupo que hizo la Revista Azul, fundada en 1894 y que tuvo como primer director a Manuel Gutiérrez Nájera. Pero como Zacarías pretendió evocar un ambiente más que ser fiel a la realidad, también se incluyen en ese retrato a integrantes de la Revista Moderna (publicada entre 1898 y 1911) y a otros artistas del México finisecular. El escenario es la elegante residencia de Jesús Valenzuela en la Ciudad de México, donde entre humos de tabaco y brindis a la luz de las velas conversan el caricaturista José María Villasana, el pintor Julio Ruelas, el escultor Jesús Contreras, los músicos Ricardo Castro, Ernesto Elorduy y Juventino Rosas, y los escritores Federico Gamboa, José Juan Tablada y Manuel Gutiérrez Nájera. Castro y Rosas interpretan una obra para piano y violín, que los demás escuchan con evidente placer. Después, el anfitrión anuncia que El Duque Job leerá su pieza más reciente. Entonces, sentado en una pequeña mesa y rodeado por el atento público, el poeta recita: ¡No moriré del todo, amiga mía! De mi ondulante espíritu disperso, algo en la urna diáfana del verso, piadosa guardará la poesía. ¡No moriré del todo! Cuando herido caiga a los golpes del dolor humano, ligera tú, del campo entenebrido levantarás al moribundo hermano. Centrada en la vida de Juventino Rosas, Sobre las olas inauguró, según Emilio García Riera, “tres variantes del melodrama en el cine sonoro mexicano: la biografía, el subgénero de los bohemios y la reconstrucción histórica”. También marcó el inicio de la representación de poetas que dicen versos en pantalla. Un año antes, en Santa (Antonio Moreno, 1931), adaptación de la célebre novela de Federico Gamboa con la que inició la producción nacional de cine sonoro, se habían escuchado por primera vez en una película mexicana canciones de Agustín Lara, una pieza de flamenco y un fox trot. Sobre las olas incluyó piezas musicales de Manuel M. Ponce y Ricardo Castro, e hizo lugar en el argumento para que el personaje de Gutiérrez Nájera dijera las dos primeras cuartetas citadas (de nueve) del poema Non omnis moriar. Esta simpatía hacia el gremio de los artistas derivó en parte de que Zacarías mismo escribía poemas, como los que mucho tiempo después reunió en su libro Cincuenta madrigales (1972). La secuencia de Sobre las olas continúa con el grupo de bohemios discutiendo acerca de la naturaleza de la mujer. Para Gamboa, es “un libro de muy difícil lectura, que hay que deletrear muy despacio”; para Tablada, “un juguete que siente”; para Contreras, un licor que, como el vino, “alienta, embriaga, inspira... y luego nos deja una cruda horrible”, y finalmente para El Duque Job, “no es el licor, sino la copa, un vaso en el que bebemos lo que nosotros mismos pusimos; no tiene la culpa si al acercar a ella los labios tomamos un elíxir o un veneno”. Desde luego, todas estas opiniones eran de Zacarías, por más que el director afirmara que sus personajes habían sido caracterizados fielmente tanto en sus ideas como en su apariencia física por los actores, de los que por cierto no se dan los nombres en los créditos. Sólo Gamboa y Tablada vivían cuando Sobre las olas se estrenó en 1932. El primero escribió en su diario que había encontrado la cinta “más que aceptable”, aunque objetó “el parecido de nuestros dobles (...) A mí me calumniaron sin piedad en el parecido y en lo que ponen en mis labios”. Por su parte Tablada dijo resignadamente a Zacarías –según consigna Rogelio Agrasánchez en su libro sobre el director–: “He dicho en mi vida tantas tonterías, que esto que acabo de oír resulta verdadera sabiduría. Gracias, hijo.” En los años treinta se produjeron varias películas de bohemios de ficción, pero no fue sino hasta México de mis recuerdos, dirigida por Juan Bustillo Oro en 1943, cuando volvieron a mostrarse personajes que encarnaban a escritores de la generación que vivió el cambio de siglo. Sobre las olas se ubica hacia 1893, antes de fundarse la Revista Azul y antes de las prematuras muertes de Rosas en 1894 y de Gutiérrez Nájera en 1895. La acción de México de mis recuerdos ocurre más de tres lustros después, durante los últimos meses del gobierno de Porfirio Díaz, entre 1910 y 1911. Los escritores representados son ahora Luis G. Urbina y Amado Nervo, quienes ante el entusiasta aprecio de sus compinches, recitan en la película dos poemas completos. El Viejecito Urbina, interpretado por el actor Ricardo Mutio, dice el madrigal Metamorfosis: Era un cautivo beso enamorado de una mano de nieve que tenía la apariencia de un lirio desmayado y el palpitar de un ave en agonía. Y sucedió que un día, aquella mano suave de palidez de cirio, de languidez de lirio, de palpitar de ave, se acercó tanto a la prisión del beso, que ya no pudo más el pobre preso y se escapó; mas, con voluble giro, huyó la mano hasta el confín lejano, y el beso, que volaba tras la mano, rompiendo el aire, se volvió suspiro. Después toca el turno a Nervo, interpretado por José Pidal, quien lee muy concentrado el poema Cobardía: Pasó con su madre. ¡Qué rara belleza! ¡Qué rubios cabellos de trigo garzul! ¡Qué ritmo en el paso! ¡Qué innata realeza de porte! ¡Qué formas bajo el fino tul!... Pasó con su madre. Volvió la cabeza: ¡Me clavó muy hondo su mirada azul! Quedé como en éxtasis... Con febril premura, «¡síguela!», gritaron cuerpo y alma al par. ...Pero tuve miedo de amar con locura, de abrir mis heridas, que suelen sangrar, ¡y no obstante toda mi sed de ternura, cerrando los ojos, la dejé pasar! Un letrero al principio de México de mis recuerdos dice: “los personajes reales que intervienen en ella han sido usados, con todo respeto, sólo como símbolos de su época.” La frase se refiere sobre todo a Porfirio Díaz y a su esposa, quienes se pasean galantemente por varios escenarios de esta cinta plena de nostalgia por una época desaparecida. En su libro de memorias, titulado Vida cinematográfica, Bustillo Oro escribió que las piezas musicales de la película –los valses Carmen, de Juventino Rosas y Capricho, de Ricardo Castro, las danzas Alma y Corazón de Ernesto Elorduy, así como diversos números de zarzuela– habían servido “para aumentar el posible encanto de semejante evocación”. También funcionó bien para eso recurrir a las figuras de los bohemios, que resultan creíbles en primer lugar por las excelentes actuaciones de Fernando Soler como el músico Jesús Flores y de Joaquín Pardavé como el pícaro Susanito Peñafiel y Somellera, pero en igual medida porque sus acciones, que se reducen a correr francachelas en un cuarto de vecindad “dándole al tanguarniz, a la música y a los versitos”, a sablear a quien se deje y a enamorar a tiples y actrices de teatro, se ajustan bien al estereotipo en el que se insertan, derivado en último término de una fuente de inspiración extra-cinematográfica: la ópera La Bohéme de Puccini. De la misma forma que Zacarías, Bustillo Oro escribió literatura en algunos periodos de su vida.
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