En el principio fueron las canciones, las melodías que nos enseñaron a amar, las que fueron cantar de cuna en los labios de las madres. Luego fueron los poemas; luego las ciudades que brotaron de la poesía y en las ciudades, el deseo. “Hay entre nosotros un secreto de tres: ella, yo, el deseo”, dice Minerva Salado en su libro más reciente, Ciudad oculta, ilustrado por cuatro dibujos originales de la pintora cubana Zaida del Río, una colección de dieciséis poemas en prosa que narran un viaje: el periplo al interior de sí misma.
La propia poeta explica en su presentación que durante mucho tiempo este manojo de textos se llamó Viaje interior, porque la visita que le sirvió de inspiración fue, al decir de Minerva, “punto de partida para la invención y diseño de la propia ruta, cuya arquitectura se fue urdiendo sin darme cuenta, en la necesidad de hacer el camino sola en una ciudad ajena que, por serlo, encajaba con mi anhelo de reflexión y encuentro solitarios, algo que es imposible en el medio cotidiano”.
La ciudad en cuestión es nada más y nada menos que París. Y de París, Pigalle, ese emblemático barrio del Moulin Rouge y los placeres nocturnos. Allí, una buena mañana, de la manera más inesperada, como ocurren los milagros, en medio de “un sitio inaudito que para los demás sólo fue el umbrío ángulo de una esquina donde se acumuló una pequeña montaña de colillas”, Minerva penetró al interior de la memoria y el sueño y encontró la otra ciudad, la de adentro, la ciudad oculta, que es, según su propia definición, “la ciudad de ciudades”.*
Entonces, la ciudad real se convirtió en la escenografía por la que se desplaza la poeta, que habla en segunda persona, como contándose a sí misma la historia que va a protagonizar. Y la historia comienza en una ventana. Ya lo anuncia, aun antes de la primera letra, en el dibujo inicial de Zaida del Río, la mujer acodada en una ventana que parece un espejo, o tal vez ante un espejo que parece una ventana. Así lo describe Minerva: “Al amanecer, te asomas a la ventana del piso de Pigalle, tu cuerpo sobre la calle para atrapar a la joven que desata las cadenas de su bicicleta. […] El día empieza a moverse con lentitud […], aparecen los primeros transeúntes de paso rápido, cuando los comercios aún duermen. La chica de la bicicleta enfila por Houdon hacia arriba para internarse en Montmartre”.
La poeta cronista sigue los pasos a la muchacha unas horas después y también se interna en la ciudad. Recorre la Concorde y los Campos Elíseos. En el cementerio de Montparnasse, el encuentro con la muerte, su reconciliación con ella, la concepción de la eternidad como recuerdo, le hacen perder el miedo. Y en las Tullerías, alejada de los flashes y el bullicio, logra hallar un pórtico maravilloso que atraviesa para encontrar al fin “el silencio de la ciudad”.
Y después, cuando regresa a su ventana de Pigalle, ve por primera ocasión ese “cuerpo desnudo en medio de la noche”; un cuerpo de mujer al que cubre apenas una sábana que no logra ocultarle la belleza. Y entonces, ya no en segunda sino en una contundente primera persona, la poeta declara: “La belleza de la ciudad, viva en el cuerpo de esa mujer, cálida, blanda, humana, no la hallaré en el contorno cerrado de los museos”.
“Decir gacela es un triste, notable lugar común” para describir aquel cuerpo que empieza a perseguirla. En la búsqueda de otro símil que la nombre, mientras la ve agitar, imponente, su cabeza, como retándola, salta el sustantivo jabalí. Una hembra de jabalí le clava la mirada desde la calle húmeda de lluvia y luego, ya en el piso de enfrente, de balcón a balcón. “Identificación profunda de amada y amante que transcurrió sobre el espacio abierto de la calle. Debajo, quedaron los transeúntes, atónitos, detenidos en foto fija, ignorantes de lo que ocurría unos metros más arriba”.
Entonces lo imagino, me represento la escena: la poeta en la ventana; del otro lado, la mujer jabalí, pero también París, la ciudad toda. ¿De quién habla Minerva cuando dice: “Yo también soy su amante. La he seducido cada vez desde mi ventana, tanto como ella me sedujo a mí”? ¿De la mujer, de la ciudad? Las fronteras se diluyen entre la calle y la habitación, entre el afuera y el adentro. Así lo describe Minerva: “Dos pasos más arriba, en el minuto del espacio y del tiempo, yo, sola en la ventana, aguardo a la mujer desnuda que regresa de la urbe. Ella me espera”. Vuelvo a preguntarme: ¿Quién es “ella”, la que le espera? ¿La urbe o la mujer? ¡Ella son las dos! ¡Ciudad y mujer son una misma! Afuera y adentro, ambas se envuelven en su sábana azul, tela y cielo.
“Ya no sé si la veo o la invento”, dice Minerva entonces y vuelve a encender la hoguera de las transfiguraciones. Una mujer y una ciudad se vuelven otra, una tercera que es, a la vez, primera, punto de partida y punto de llegada: lo que ve es, realmente, el interior de sí misma, el pasado, el futuro, todos los tiempos en uno. Esa mujer es ella, su reflejo en algún espejo de tiempo, inadvertido por la mirada bulliciosa y dispersa. La que mira y la que es vista son una sola, como lo es la que se asoma: una hacia afuera, hacia la calle, hacia el balcón vecino; la otra, ventana adentro, al interior de sí misma. Hemos llegado, pues, a la ciudad oculta.
Justo entonces, como si el azar quisiera jugarle una broma o revelarle un nuevo secreto, allí, en París, ve un cartel publicitario de La Habana, “la promesa de un viaje a La Habana tras un dibujo de papel. La Habana sobre la pared”. Y vuelven las canciones del inicio, las que tarareaban las madres, las que nos enseñaron a amar. Dice Minerva: “Cuando escuché por primera vez Alma mía, ya su melodía viajaba dentro de mí desde hace mucho, junto al pecho de mi madre”. Allí, en esos días milagrosos de París, recuerda las voces que la cantaban: la de su madre, la de Doris de la Torre, la suya propia. Y en esa melodía vibra La Habana como otra jabalí. Se ha completado el viaje. El retrato de la isla en la distancia es el preludio de otra ciudad poetizada. Porque ¿qué es La Habana, al fin y al cabo, sino otro reflejo de sí misma, otra invención de su mirada?