Phosphorus
Llegó a mí en la involuntaria Edad de la Pureza,
cuando el oro fortalecía las murallas.
Seis años, y un Incendio Blanco alzándose en la habitación de los juegos.
Esa noche haber estado nuevamente en la Ciudad Secreta;
recibir el aural destello de su Alcázar como si me fuera debido reinar sobre su alfiz,
la noche en que se abrieron para mí Las Puertas de los alminares todas,
menos una:
la Torre que lucía en el corazón de la Ciudad.
Haber respirado la tibieza de las aguas —su vibración
sobre las que rota el Castillo;
comulgar con la música del oro sin las palabras que hilasen el significado de la armonía.
(Fueron, sin saberlo,
las horas últimas,
las eras,
en que estaría en los manantiales).
Y al final de la noche, como un deseo que me fuera concedido,
se abrió el Pórtico de las Revelaciones que no fuera para mí,
y haber llegado a un templo del que no conocía su virtud.
Allí,
se me otorgó una heredad lumínica, una gema en forma de rosa,
y me fue dicho, en silencio, el nombre de su talla;
contemplarla dilatadamente en busca de su corazón su corazón al que creí
reconocer
y del que me fue imposible descifrar la naturaleza de su luz la luz,
último vestigio del sueño. Haber despertado sin la joya
y con sólo un vislumbre en la mirada fundiéndose en el Incendio Blanco.
El incendio. Era una blancura incandescente, contrita y expandida como una alternancia
de penumbras y de brillos
que deseara pronunciarse en un habla de reverberaciones ajena para mí.
Haberme acercado a la blancura y creer también reconocerla,
pero no saber su origen ni su estirpe aunque al tocarla,
evocar una olvidada calidez cubriéndome colmándome,
y percibirme en la conciencia de ser lo transparente lo sutil,
y de pronto un detenerse de mis velos y el desprenderme de la sutileza
y un caer interminable,
un vértigo como un horror desconocido,
la extrañeza de una gravedad inconcebible,
una alteración de la índole habitada,
y de súbito el frío y el asombro de las venas,
un errar de ardiente arcilla,
una casa de soledad insosegable...
Haberse alejado de la flama y despertar de nuevo sin aquella noción de eternidad
y en el temple una tristeza horadando, sofocando,
más la inundación de luz en el recuerdo,
y de pronto el irisar de esa misma refulgencia,
aunque en la habitación no crecía ninguna hoguera,
sólo un Alba como un haz filtrándose por el ventanal,
un haz blanquísimo cuyo último esplendor se concentraba en las nervaduras de
una rosa
en la mesa de noche.
Tomar la rosa, pero el Alba, en su relámpago,
desapareció de las venas de la flor.
(Las campanas repicando a Laudes mientras comenzaba el día).
Tampoco pude comprender aquel deslumbramiento indecible en el lenguaje
de las formas,
aunque percibido en el silencio de la sangre pues mi cuerpo,
en lo profundo,
supo el Abandono que habría de dolerme.
Desde entonces dejar una lámpara encendida en nombre de la llama,
lámpara guardiana para atravesar incólume lo oscuro,
y desde entonces guardar la rosa en el cofre de reliquias
y disponer los rituales de fuego,
de arena,
o de música,
para invocar el deslumbre.
Disponer el agua en el cuenco para imantar el astro:
nunca más el prodigio de su luna plena
y siempre, en el cáliz,
el reflejo de la noche.
Olvidar la advocación de la rosa aunque en lo íngrimo,
sostener el recuerdo vago de una inflorescencia lumínica,
de una plenitud ondeando en las alturas.
Desde entonces, como una costumbre forjada en el deseo inexplicable de sosiego o
templanza,
buscar una Ciudad de Oro en los resquicios no habitados por los días o por el habla,
y aguardar la aureola final de la tarde,
la nube iridiscente,
la cauda fugaz de una criatura de luz.
Desde entonces,
andar y desandar la penumbra nemorosa
(sin otra luz salvo el corazón de la gema)
hasta hallar el sendero perdiéndose en la noche;
rondarlo una y otra vez sin decidirse a cruzar la singladura,
trasponer, finalmente, el umbral de ese camino
(sin otra luz ni guía salvo la joya engarzada protegiéndote),
y encontrar una ciudad de piedra,
su abandono enraizado en el bosque.
Nadie encendía su rotación. A veces un rumor que tal vez fuera el vuelo de la Cauda,
pero sólo un vórtice de ramas girando en la hondura de un pozo vacío.
Errar por las sombras del bosque y la memoria,
sin otro corazón más que el brillar de la gema,
el corazón del que seguía sin comprender su intermitencia
y que de golpe me fue arrebatado.
Que un día, tal vez,
me sea devuelto su latido
y que ese día,
al buscar de nuevo en su blancura,
recuerde el signo de su reverberación,
y sea el tiempo en que retorne a la plaza en que la Estela encienda el rostro
y me guíe, al perseguirla, al santuario de la rosa acristalada.
El día en que el Oro despertará de su intimidad de roca
y sea en el fulgor de la Alcazaba
las cinco en ámbar de la tarde.
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