Hay en la poesía de Joan de la Vega algo angustiante, sin duda esa vocación salvaje por hallar la autenticidad, deseo que tanto contrasta con la serena expresión que le sirve de vehículo (sin duda la serenidad boxeadora de un San Juan). Joan busca con las uñas y los dientes, rebelarse contra la rutina de nuestros nombres, el lenguaje falseado de nuestra cultura. Por esta razón La montaña efímera es la historia de un triunfo: en la montaña más alta y profunda, el autor ha conseguido arrancarse de su pertenencia a un mundo social, de símbolos sin significado. Cuando ha logrado secuestrar el río, la piedra y la montaña de sus nombres, de su dimensión manida y plana, surge la única conformidad posible; la conformidad con el propio ser y su destrucción cierta, su naturaleza luminosa, dorada y pasajera.
Porque lo que ha escrito el autor es un libro de “poesía del aquí y ahora”, como dirían los japoneses, pero no por imitación estilística ni por ambición culturalista, sino desde la verdadera pasión por desprenderse de las gangas de la civilización, para lograr que aflore el yo o la nada, es decir, lo único con lo que podemos realmente convivir, lo único que no ha sido manoseado de momento: “Extraña sensación/ saber/ que algún día/ serás sólo/ entre sus grietas/ pura canción/ de amor/ petrificada”. Lo demás: convicciones, deseos, hábitos, interferencias, comodidades, estatismo, ideologías, religiones, dogmas, molestias, afanes, pedanterías, lecturas críticas, no es nada, no debería existir, y sólo podemos darnos cuenta de ello fuera de la cárcel. Éste es el verdadero tema del libro de Joan; porque en la ausencia absoluta de religiosidad aflora el verdadero espiritualismo: “Cualquier llanura es terreno apto donde reponerse, sin oraciones”; “Rocas como altares para rendir culto a la oquedad”; “Sólo entonces/ extirpo demonios/ y vértigos”; Ojos negros/ que adivinan/ no muy lejos/ un horizonte/ con las auroras/ de la nada”. En definitiva, la sabiduría zen no es aquí un recurso imitativo, sino una coincidencia aventurera y una común causa artesana.
Otro rasgo que nos demuestra hasta qué punto el autor quiere situarse por encima de la necedad generalizada (siempre sin juzgarla, no se trata, ni mucho menos, de moralizar) es la utilización libre del bilingüismo. Consciente de que es hijo de dos idiomas, Joan se permite terminar en catalán un poema, o citar indistintamente tanto a Carles Duarte como a José Corredor Matheos, porque… ¿para qué parcelar el mundo? ¿Acaso no es la cultura nuestro único bastión contra el politiqueo?
La fuerte poética que está detrás de estos poemas la proclama el autor cuando escribe: “Quisiera escribir/ para que mi emoción/ fuera más emotiva,/ más mía. […] Piedra/ sin verbos”. Lo que pretende Joan es un derramamiento de lo sólido, una inundación de emociones sólidas como la roca virgen, liberada de ataduras verbales: tópicos, dogmas, prejuicios, intenciones, volición enferma, interferencias entre uno y uno mismo. Y qué duda cabe que para conseguirlo no basta con abandonarse a lo primero que salga. Joan somete sus poemas a una dura disciplina: su impecable factura, su estructura cíclica lo demuestran. Los poemas en prosa de la primera parte, responden al patrón de dos versos, un cuerpo o párrafo seguido de dos versos más, que rematan la faena. Y ésta es la maestría del artesano: fraguar una arquitectura que no se ve, trazar un programa que sabe desoírse a sí mismo si hace falta, esconder la intención tras el propósito final, que es comadronear a la emoción, igual que el jardinero experto coloca una piedrecita un poco más allá, o arroja unas hojas secas para acentuar una asimetría.
Para acabar, no podemos dejar de citar, y confirmar lo que ha escrito Mario Martín Gijón, el concienzudo prologuista de la obra: “En el mundo de la poesía suceden libros en ocasión que, de surgir en otras circunstancias, bajo otras constelaciones de nombres y prestigios, serían un acontecimiento y que, sin embargo, en un panorama cada vez más dominado por reclamos publicitarios y celebridades inventadas a toda prisa, pasan desapercibidas, o han de esperar largo tiempo para ser reconocidos en su justo valor. Ojalá no sea el destino de La montaña efímera, por lo que tiene de aire fresco y de exaltante diferencia en el campo poético”. Sin duda palabras ajustadas. Junto al autor escalamos la montaña de la humildad, que es la montaña de la legítima arrogancia, la arrogancia del valor real, porque por muchos carteles que cuelguen, yo no me convenzo de que la bazofia sea un buen manjar, sobre todo si ha sido cocinada en un fast food, lo siento, y cada vez hay más lectores que, en un libro, e-book, por Inernet o lo que sea –eso en definitiva no importa gran cosa–, buscan como Joan, la autenticidad con dientes y uñas. Llegados a este punto no puedo dejar de preguntarme si no se estarán arruinando los editores por ofrecer cada vez libros más estúpidos. Creo que el 50% de los editores españoles debería plantearse esta pregunta. Yo cada vez salgo de las librerías más perplejo, y con menos libros nuevos bajo el brazo. Yo desearía comprar, pero cada vez puedo menos, me dejan menos. Han agotado mi paciencia.
Estoy convencido (quiero convencerme) que de aquí quince o treinta años se cogerán los libros de Joan de la Vega y se les citará como a algo relevante, académicos, aficionados, cuando hayan desaparecido de una vez los falsos poetas que abarrotan los periódicos, esos voceadores que se creen algo, y cuya burda nimiedad nos deja estupefactos, nos escandaliza, como si nos robaran veinte euros en plena luz del día.