Uno de los rasgos de la Modernidad es la urbanización febril, acelerada y total del mundo. A estas alturas, la historiografía de los últimos dos siglos puede registrar sucesivas oleadas de formaciones urbanas; unas, inauditas —por completamente nuevas—, la mayoría, ampliaciones hipertróficas de las ya existentes. Se diría que orbe y urbe tienden a identificarse, en el fragor de la globalización del Mercado absoluto, la aniquilación del mundo rural y el crecimiento demográfico sin freno.
Hoy mismo, presenciamos y sufrimos un proceso de reurbanización de nuestras sociedades, entre cuyas secuelas más llamativas se cuenta la paradójica desaparición de La Ciudad: aquella formación urbana en la que nacieron, crecieron y murieron los mejores exponentes de la cultura moderna: la que surgió del agitado matraz de las revoluciones económicas y políticas habidas en los siglos XVIII y XIX. La urbe de raigambre europea, a la que por ejemplo se refería Jaime Gil de Biedma, cuando decía que "la gran ciudad es el hábitat natural del hombre moderno", da muestras de estar en trance de extinción y, en muchas partes, ha dado paso a megalópolis sin bordes claros, sin centro y sin mesura en casi nada.
La ciudad que en nuestro orden cultural ha sido motivo de las artes —incluida la poesía—, la ciudad encarnada sobre todo en París y Nueva York, aunque también en Venecia, Londres, Viena, Praga, Varsovia, Tokio, Buenos Aires, La Habana y la propia Ciudad de México de fines de los 60, ha dejado de ser el "hábitat natural" de buena parte de la humanidad, para convertirse en centro de irradiación expansiva de formaciones urbanas ilimitadas, en las que viene aglomerándose el género humano. Nos toca constatar, pues, el cumplimiento de una profecía hecha por Vicente Huidobro: "Habrá ciudades grandes como un país / gigantescas ciudades del porvenir". Así que la palabra 'ciudad' tiende a nombrar no ya aquellas concreciones de una modélica 'urbe moderna', sino multiformes 'manchas urbanas': modulaciones de una hybris en perfil más de caos que de definición, de determinación clara.
Si aquella ciudad que tiende a derivar en ceniza de nostalgia se avenía con cierta mirada artística, cierta poética, las gigantescas formaciones urbanas de ahora reclaman otra prosodia. Voces como las de Baudelaire, Chesterton, García Lorca, Mann, Musil, Kafka, Celine, Joyce, Eliot, Benn, Celan, Borges, Stevens, Eliseo Diego... o como las de Novo, Octavio Paz, Efraín Huerta, Monsiváis, Pacheco, Celorio, Quirarte, González Rodríguez, Velasco y otros, entre nosotros, hablan de una ciudad que va quedando atrás. Es esperable que quienes todavía viven y escriben, entre los nombrados, emparejen su palabra con la deriva de la actual hipertrofia urbana. Como sea, un hiperpoema como Tercera Tenochtitlan, de Eduardo Lizalde, responde ya a los signos de esa evolución y anuncia, en nuestro medio, una estribación específica en la sólida tradición moderna de la 'poesía de la ciudad'.
Una 'mancha urbana' como esta de ahora, que apenas es nombrada por el término 'Ciudad de México', ha perdido la humanidad que caracterizaba a las maravillas de Nínive o Babilonia, así como a las poleis griegas, a la urbe romana y al burgo surgido y desarrollado en la Europa moderna y en el continente americano. La capital de México se figura ahora casi como un animal triste y escasamente venerable, avocado a crecer sin miramientos, a arrasar sin pausa toda una naturaleza y una cultura, correlativas a una secular idea de lo humano. Fenómeno que parece ser todo un destino, a partir del pecado original consistente en edificar una villa europea sobre las ruinas de la Tenochtitlan precortesiana. La 'zona metropolitana' donde vivimos mantiene el viejo centro simbólico, el 'Zócalo Capitalino' —como le dicen—, porque es el corazón de todo el país; pero su estructura funcional es la de un paisaje policéntrico, atiborrado de edificaciones diversas: una constelación de centros que operan como bases topográficas de cierta dinámica social, pero que difícilmente sustentan identidades individuales y grupales. Pese a todo, esa conjunción de enclaves mal vertebrados, conforme con una combinación de antiguas y nuevas unidades de organización urbana —calles, vecindades, 'zonas residenciales', barrios, colonias, distritos electorales, parques, mercados formales e informales, abarroterías, centros comerciales, franquicias, fábricas, talleres, escuelas, bares, restaurantes, zonas de tolerancia, templos, antros, oficinas públicas...— articula la infraestructura que hace posible la inevitable educación sentimental de las nuevas generaciones.
De esa atmósfera urbana y sus virtualidades, en el plano humano, surge Tránsito (Tierra Adentro, 2011),1 el segundo poemario de Claudina Domingo (Ciudad de México, 1982), superior en mucho al primerizo Miel en ciernes (Praxis, 2004). El largo silencio entre ambos volúmenes, facilitó una sostenida conversación crítica de la autora con la mejor poesía del país y del idioma, mientras iba tomando densidad su relación con La Ciudad perdida en la Mancha Urbana. La maduración del tono expresivo de la poeta se da en ese intervalo, al que se adscribe su decisiva experiencia como beneficiaria del programa de apoyo a jóvenes creadores del FONCA.
Como lo sugiere el título del libro, Tránsito es el registro poético de un movimiento doble: el paso de un estado biopersonal a otro, mientras se recorren los parajes de la megalópolis que todavía conservan alguna señal de La Ciudad fagocitada por aquélla; es decir, la ciudad transida, en medio del arrollador crecimiento de la megaurbe: una cuerda de dos hebras: la metamorfosis humana que se cumple a la par del peregrinaje por los rumbos donde el cuerpo y la memoria pueden hallar los signos que apuntalen la necesaria identidad: espiral entreverada del tiempo y el espacio: tándem de la sucesión de imágenes, voces y estados del cuerpo-alma, ondulando y zigzagueando por entre los vericuetos de una infraestructura vencida por las inclemencias de la gran Historia y las de las ínfimas e infames historietas del llamado 'desarrollo urbano' y de la pulsión demasiado humana por coexistir con el oro y con la mierda... en suma: eso que "a lo lejos piensas que se trata de una ciudad" (p. 29): eso que resumen estas líneas del poema "Septiembre":
Camarones "chintololos" (el pueblo legendario) vacila en su camino a la ciudad "así empezó a crecer" (comiéndoselo todo) lanzando sus brazos sobre carreteras y yermos (a grandes trancas de humo y fábrica) poniendo de rodillas parroquias y panteones (devorando sembrados y corrales) arrancando la raíz de los grandes árboles y la brizna de la hierba
Contra las apariencias, Tránsito no es un 'libro de poemas sobre La Ciudad'. Sus páginas no albergan un avatar más de la manida épica-lírica de una idealización esnob del tierno burgo colonial, porfiriano, discretamente vanguardista —típico oxímoron mexicano— y de ciertos hábitos que éste habría de posibilitar y estimular. Lo que Claudina Domingo hace en Tránsito es dar voz a la urgencia de destilar con autenticidad —vomitar, podría decirse incluso— el trozo de estructura urbana que le tocó metabolizar, entre tragos de alcohol más bien malsano, amores de paso, "cáncer de menudencias" (p. 29), vivencias deprimentes, sabores y olores de ingrata degustación, alegrías fugaces, ilusiones mediocres. Lo que se dice ahí son todos los "kilos de paisaje" (p. 37) metidos en un cuerpo curtido por lustros de errancia en las entrañas del monstruo urbano. Que nadie busque, pues, en estos poemas, la reverberación nostálgica de una Ciudad trazada en el aire vacuo de ciertos ideales románticos e identitarios ni una loanza a determinadas prácticas nimbadas por el incierto prestigio de la mera autoaclamación, menos aún a costumbrismos del cariz que sea. La segunda sección —es dudoso llamarla 'estrofa'— del poema emblemáticamente titulado "Insurgentes" ilustra, además de otros, ese aserto:
"alineación (balanceo) me hospedo en un hotel "locos veinte" pero soy un polizonte (amanece) la luz pulula en el jardín (con los ventanales) ¿se pudren las plantas? rezuman un licor verde (veneno de ninfas) debo encontrar alguien que quiera alojarme en su habitación (en el elevador) huele a café y a chocolate "toma" (cristales de fresa) saben a menta (y sus alfileres son azúcar) "presupuesto (gratis)"
Una ruda y arriesgada educación sentimental, marcada por el destino de haber nacido en Ciudad de México, a principios de los años 80 del siglo pasado: eso es lo que transita, con cierto dejo de tristeza y desconcierto, por entre los signos y los vanos, las voces y los silencios de la poesía de Tránsito. Para una mente brillante y una sensibilidad tan vivaz e independiente, como la de Claudina Domingo, no es posible culminar sin secuelas la travesía por un paraje social y existencial enrarecido por el tósigo que desprendía la acción política de sujetos como Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, a escala nacional, y Ramón Aguirre y Óscar Espinoza Villarreal, entre otros, en el DF; todos ellos, aplicados con fervor a concretar un programa centrado en la destrucción económica y cultural del país, en la medida en que servía a inconfesables intereses antinacionales. Entonces, no ha de extrañar toparse, por caso, con pasajes como este de "Vistas":
(desde sus cenizas) "el deseo" es una inspiración profunda (Vizcaya) arrojar mi nombre por el balcón (sobre unas hojas) baba de caracol el piso frío (cuadros azules y blancos a gatas) sin su maceta (el nudo marinero de las raíces) barandal negro (recargarse en su margen caliente) soy (otra vez) el intercambio (toro banderilla capote) encaramarse (acometer o embestir) empujarse como un pistón contra el placer (y en su contubernio) buhardilla humedad (la mordedura) tiene enclaustrada mi felicidad pero yo puedo ir y venir (casi eternamente) más allá de la costra sucia del mundo (y con la luz bailarina en el rabillo del ojo) voy a escribir con un gis blanco en una pared inmaculada el nombre más rojo de Dios
Pero no nos pongamos dramáticos: donde hay verdadera poesía hay grandeza y ya que en Tránsito hay genuino estro —es decir, vitalidad poética—, en sus peculiares versos esplende lo más hondamente humano, con notable intensidad y profundidad. Tras una larga y rigurosa búsqueda, Claudina Domingo ha logrado, con este libro, poner a circular una tonalidad expresiva propia, que da cuenta de un singular universo de voces, imágenes, nombres de objetos y parajes señeros, que cimientan la endeble identidad personal y la de varias generaciones de sello difícilmente definible. También hay que incluir, en ese inventario, los vocablos que designan cierta imaginería y arquitectura en calidad de pasto del tiempo, así como la extraña naturaleza trenzada con la mortal infraestructura —y accesorios sin fin— de la megalópolis: ciertos árboles, algunos "jardines desvencijados" (p. 42), grupos de ahuehuetes... sin menoscabo de un metafórico "bosque por corazón" (p. 84), junto a hartas iglesias y construcciones civiles de gran carga simbólica, amén de presencias como "la jeta embotada de Garibaldi" (p. 31) o la sórdida "piquera resguardada por nuestra señora del Mictlán" y muchas más por estilo, en medio de la consabida indolencia de palomas, gorriones, gatos y demás especies de la fauna urbanizada. El poema "Silabario" se ofrece como epítome o acta sumaria de esa trama sui generis de la existencia. Tránsito expresa, pues, la transfiguración de la experiencia en sus modos de intuición directa y de memoria. Una suerte de mirada doble, podría decirse: la que fija la atención en el presente y la que recurre a la vida vivida, para re-presentarla: hacerla presente de nuevo. Ambas dimensiones de la vivencia se conjugan con efectividad a lo largo del libro, cosa que ejemplifica muy bien este segmento del poema que da nombre al libro, "Tránsito":
Cine Ópera en su proa (y contra un imaginario espacio abierto) sus regentas sin brazos (aparejos metálicos) (vicisitudes de la ruina) nave espacial (zarpar) "bendición a mujeres encinta" (chasquido de frenos) los restos del otoño Cedro (caos) restañar ¿quizá? los sortilegios de la hiedra (una lluvia de manguillos y mosquitas) (Tulipán) teatro en fuga
Quien se acerque a Tránsito —acto altamente recomendable— encontrará en sus páginas una partitura extraña: ausencia de los signos de puntuación más frecuentes: la coma y el punto; sobreabundancia de paréntesis y espacios en blanco, así como de un connotador único: las comillas. Eso da a su corpus textual un aspecto gráfico muy distinto al que se ha habituado el lector normal; dato que, en verdad, no facilita la comunicación inmediata con los poemas de este libro. No por ello se trata de una falla formal. Claudina Domingo ha debido transcribir su experiencia del mundo en la retórica que mejor se aviene con ella. Esa peculiar gramática y la prosodia de medio tono que le acompaña, están al servicio de un discurso veraz y permiten asignar a un sinfín de contenidos vivenciales el lugar apropiado, del modo adecuado, en la página en blanco. La expresión poética del 'tránsito', de la metamorfosis bioexistencial de la poeta, no admite la misma libertad ni la misma nitidez apolínea de cualquier historia banal. De ahí la contención de la puesta entre paréntesis de la dicción; de ahí, asimismo, el peso específico de las pausas (la grafía del silencio), como si se tratara de calcar un habla balbuciente. Por eso, también, el registro del eco de otras voces, otras expresiones, demarcadas por las comillas. Al margen de las opiniones que merezca esta estratagema expositiva, lo decisivo es que confluye plenamente con lo vivido y con las maneras 'naturales' de decirlo. Siempre resultará gratificante acompañar esa autenticidad, dialogar intensamente con esa intensidad.