Reloj de pulso es, como su subtítulo lo indica, la crónica de un recorrido que Rogelio Guedea emprende por la lírica nacional de los últimos dos siglos, a través del cual nos va arrojando luz sobre aquellos poetas y aquellas obras que, a su juicio, constituyen lecturas obligadas para entender el devenir de ese fenómeno literario aún no esclarecido por completo que damos en llamar “poesía mexicana”. Dicho subtítulo: Crónica de la poesía mexicana de los siglos XIX y XX, constituye, además, una referencia ineludible a aquel famoso libro de José Joaquín Blanco que, entre 1977 y 1987, alcanzó cinco ediciones y que desde entonces a la fecha era el repaso más completo del que disponíamos para leer de una sola tirada acerca de las corrientes poéticas nacionales. En este sentido, Guedea emprende una labor análoga a la de Blanco, pero, me parece, además de la inobjetable ventaja que supone la actualización del corpus, es también más afortunada al prescindir del ensañamiento crítico que, por momentos, hacían de la primera Crónica… un texto demasiado parcial, dadas las filias y fobias de su autor.
Este libro, dividido en dos partes dedicadas respectivamente a cada siglo, se compone de siete capítulos, dedicados a las etapas más importantes de la evolución poética mexicana. En la primera parte, el repaso por los tres periodos más reconocibles del siglo XIX (Neoclasicismo, Romanticismo, Modernismo) es una lectura en la que, como ocurre también en la segunda parte, hay un equilibrio entre la semblanza histórica de la época, la revisión general de los datos biográficos y estilísticos de cada poeta enunciado y la opinión personal del autor sobre la importancia literaria o historiográfica del autor analizado. Dicha forma de lectura, más que ser un compendio de datos, fechas, cifras o títulos, a la manera del manual escolar, tiene un agregado saludable: la lectura de cada poeta se realiza desde una mirada actual, lo que equivale a decir que Guedea atreve juicios de valor que, con todo lo personales que se quieran, ilumina nuevas zonas para revisitar la poesía decimonónica: así ocurre, por ejemplo, con la revaloración que hace de Antonio Plaza, la afirmación sobre el valor desapercibido del erotismo en Altamirano, o la lectura, en fin, que emparenta la sensibilidad romántica con ciertos registros contemporáneos, como hace, por ejemplo, con el coloquialismo de Peza, el cual no duda en vincular con las poéticas de Sabines y Benedetti. Esta primera parte es fruto entonces de un repaso contemporáneo del cual extrae no pocas lecciones críticas para releer nuestra tradición: al hablar, pongo por caso, de la polémica entre Salado Álvarez y Nervo sobre el nacionalismo literario, apunta no sólo a la importancia histórica del debate sino hacia sus posibilidades presentes: “En la actualidad hace falta una voz nacional –no nacionalista– que hable desde el espíritu mismo mexicano y que, sin perder su identidad, sea una identidad universal” (p. 74)
Sin duda, la parte más sugerente del libro es el inicio de la segunda parte. El capítulo Descanso de caminantes. La ironía en la poesía mexicana del siglo XX expresa un alegato sobreentendido como tal en contra de la añeja idea del presunto “tono crepuscular de la poesía mexicana”. Guedea señala, sin ambages, que la nostalgia ha sido un signo distintivo de la poesía mexicana del siglo XX en tanto tradición, pero de inmediato ataja: “sin embargo […] la nota que en realidad identificará la evolución de la enunciación de todo el paisaje lírico mexicano tendrá su enclave en su representación antagónica: la ironía […] unida a la recuperación y extensión de la narratividad dentro de las dimensiones del poema así como a su arboresencia coloquial y experimentalista, se hilvanará con hebras de acero en la parte neurálgica de las estéticas mexicanas.” (p. 112) De este modo, el autor destaca, de cada generación surgida a partir de las vanguardias en adelante, a los poetas cuyas obras resultan revulsivos de nuestra tradición a partir del uso de la ironía en su poética. Esta sola consideración, más allá de los otros aciertos del texto, merecería una lectura crítica atenta de Reloj de pulso, en tanto puede ser acicate para la discusión de nuestro modelo crítico, las más de las veces repetitivo de valores que, a juicio de Guedea, resultan argumentos de autoridad que encumbran o destierran autores de nuestra Repúbica Literaria sin mayores aspavientos ni reconsideraciones analíticas.
El repaso que Guedea hace de las tres grandes etapas en que divide al siglo XX (Vanguardia, Neorromanticismo, Posmodernismo), tiene como principal interés destacar las voces que, a juicio del cronista, resultan fundamentales para entender el periodo. Debido a la profusión de autores que pueblan el siglo pasado, cuya nómina crece desmesuradamente conforme nos acercamos al final, Guedea elige el arbitrario método de seccionar a los autores por décadas de nacimiento y a partir de allí entresacar los que considera representativos de estilos y poéticas trascendentes. Es de llamar la atención, de nuevo, la lectura actualizada de los tótems vigesémicos (López Velarde, Gorostiza, Paz), ante los cuales ejerce el riesgo del oficio crítico: “¿Por qué Muerte sin fin es considerado el mejor poema de Gorostiza? No lo es. Sus mejores poemas están en Canciones para cantar en las barcas.” (p. 150) “Paz es el poeta y ensayista más reconocido del siglo XX mexicano, pero no el más importante ni será el más influyente […] La poesía de Octavio Paz es coyuntura, bisagra” (p. 180-181). De igual modo, apuesta por resignificar la tradición aludida a partir de autores otrora minusvaluados: Renato Leduc, Maples Arce, Efraín Huerta.
El último tramo de la crónica, más que repaso exhaustivo, es apuesta interpretativa. Guedea propone un canon contemporáneo cuyo mayor valor reside en la no existencia previa de éste. De las generaciones de medio siglo, propone a Zaid, Deniz, Gloria Gervitz, Francisco Hernández y Ricardo Yañez, en tanto que, de las más recientes, destaca a Ricardo Castillo, José de Jesús Sampedro, Luis Miguel Aguilar, Coral Bracho y Héctor Carreto. No es que le parezcan los poetas más importantes, pero sí los representativos de modos poéticos diversos instalados ya en nuestra tradición.
En suma, Reloj de pulso es un texto que le hacía falta a la poesía mexicana. A pesar de no ser el libro definitivo para entenderla, sí es una lectura fresca para discutirla. Es, no cabe duda, un texto donde Rogelio Guedea apuesta también por una lectura personal de tal tradición, aunque sus alcances rebasen la mera subjetividad del autor y articulen una interpretación con la que se podrá o no estar de acuerdo, pero que será acicate para la discusión entre los que buscamos esclarecer de modo crítico la idea que tenemos sobre el tema en cuestión.
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