No. 63 / Octubre 2013 |
El padre de Peter Ya no había oficialmente ingleses en la India cuando mi padre decidió irse a Simla y comprar una antigua casa de residentes británicos, una casa en la falda de la montaña, envejecida. Dio clases de lengua y trabajó en sus estudios sobre budismo y cultura hinduista. Tenía pocos amigos y por la tarde, en un viejo bar que daba al valle, bebía unos güisquis sin hielo. Miraba el paisaje, los montes, creía en ángeles extraños que pasaban de cuando en cuando por las alturas del mundo, que debían ser también las alturas de la mente… ¿Gozosamente cansado de todo, del sueño, de la vida? Dejó escritos bizarros sobre filosofía zen, tenía un par de amigos jóvenes que le traían té y buscaban fuentes por monasterios y viejas bibliotecas… Nadie lo entendimos nunca muy bien. Era un buscador, un explorador inmóvil. Dejó un epitafio que ahora lo cubre: «No pedí venir ni he pedido largarme. Pero escucha: irse es mejor que permanecer.» Eduardo Según Baudelaire la belleza es una mezcla impune de voluptuosidad y tristeza melancólica: Baudelaire era romántico. Los clásicos ven y levantan una belleza más fría. No hielo o de hielo, cálidamente imperturbable, lejana, aunque cerca, viva, tremante… Recuerdo tus ojos como dos lagunas en azul, tus labios hechos de pasta de flores, el caballete egregio de tu nariz, tu cuerpo alto, esbelto, que todo lo decía no diciendo apenas. Belleza perfecta, inmóvil, inmisericorde, belleza que yo miré infinitas veces y no alcancé y alcancé nunca. Belleza que desee fuera del tiempo, hermosa, tierna, gélida, caliente. Belleza de carne, flores, gema y sacrificio. Belleza de la belleza que hoy, viva, siempre viva, melancólica y voluptuosamente, me hace lagrimear como un orate… Tú, aún tú: Impertérrita, impertérrito. Alegría La terraza veraniega quedaba frente al Museo del Prado. Era el verano muy dulce de 1989 y una noche de Julio de calor benigno, una de esas noches en que un vientecillo de primicia acaricia y ondea las masas verdosas, las grandes hojarascas de los árboles del Prado. Estábamos sentados al inicio de la noche y yo diría que no teníamos nada mejor que hacer sino esperar y gozar de la nocturna travesía, de las delicias que deparara la nave… Buscábamos al negro que pasaba coca. (Sí, esnifábamos una rayita de cuando en cuando. Nada grave.) Bebíamos ron con coca-cola, y nos gustaba la luz artificial chocando contra aquellas grandes moles arbóreas… Reíamos. No recuerdo de qué, pero reíamos. Eso era la alegría. El mundo como aventura, abierto, cálido, dispuesto, como prietas nalgas afortunadas. El futuro nos parecía —incluso a mí, que era mayor— algo por hacer y construir. Algo por llegar, que haríamos casi como quisiéramos hacer… Querido y abolido amigo joven, ¿qué decías? «¿Ahí va Igor, el hermoso muchacho de volátil pelo que se diría aéreo y grácil como un maravilloso puma alado?» Sí. Adiós, y que el Ángel de la Suerte te bendiga. La noche se diría como una rosa azul. No teníamos nada que hacer. El mundo y el placer —vinieran como viniesen— eran todo. Todo debía ocurrir y todo sería alegría, sed, pasión, calor, piel, cuerpos finos. Yo no sé (de veras no sé) si he sido feliz. Ignoro más bien qué es la felicidad, y aunque admiro la alegría casi por encima de cualquier otra cosa, ruego a vuesas mercedes no me pregunten qué es ser feliz o en qué consiste la dicha. Pero si alguien puede, si algún arcano pacto se lo permite (bendito ladrón) lléveme, devuélvame un ratito a aquella lejana noche de un perdido y ocioso verano madrileño. (Los dos jóvenes evocados, los dos, murieron ya) Pero por Hércules le juro, por el gran Heracles le aseguro y prometo que yo —viejancón y triste aún— en un pis-pas, le diré lo qué es cabalmente ser feliz… |
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