Casa de muñecas no es un título afortunado para este libro de poemas. Me explico: de inicio uno presupone que existe una conexión entre estos poemas y aquella obra del dramaturgo noruego Henrik Ibsen. Casa de muñecas, la de este último autor que menciono, fue un texto que causó furor a finales del siglo XIX. Digamos también que fue uno de los textos importantes del drama moderno; de una composición poética fiel a las estructuras; de una red simbólica que respondía a los conflictos sociales entre hombres y mujeres; de una gradación de lo dramático a lo trágico. La obra fue portadora de la oposición del individualismo femenino contra la condición social de la época. El cambio social era propuesto a través de la igualdad, el respeto y el rechazo a las limitaciones que imponía la sociedad al desempeño femenino. Dicho lo anterior, atendamos a la obra del poeta Gilberto Lastra, que por razones comprensibles, intenta crear su poemario a partir, así quiero suponer, del texto dramático de Ibsen, y en caso contrario, debió elegir otro título más significativo.
Hay similitudes entre ambos libros, al menos en el título; quizás haya también un intento de correspondencia; sin embargo, noto ciertas limitaciones que salen a relucir. En este poemario Lastra intenta, en apariencia, escribir a dos voces. Es el poemario una matriz en la que se conjugan hombre y mujer. Este sujeto poético padece, es víctima de una falta de condición individual. Habría que poner atención en la dicotomía de lenguajes (hombre y mujer) para hacer más claros los momentos de tensión entre una y otra voz. Es por ello que serán pocos los momentos en los que el lector sabrá con certeza a quién pertenece cada verso. Esto pudiera interpretarse de dos maneras, como una búsqueda de la verdad o como un intento fallido por iniciar un diálogo entre padre y madre, que en este caso son la misma persona. El yo poético versa un poema de largo aliento donde se explora la maternidad y la paternidad, a decir del autor, hecho que en apariencia no se logra en su totalidad.
Este poemario necesita otra estructura para ser comprendido, para leerse con agrado. Por ejemplo, la falta de signos de puntuación, en este caso, entorpece la lectura, ya que por momentos se percibe una falta de sentido. Asimismo, el empleo de cursivas, que en este caso está destinado a la determinación de las diferencias entre voces, resulta incómodo, pues, pareciera que jamás se cambió de voz. Aquí un ejemplo de lo que menciono: "¿imaginabas que el tiempo es un bebé que no nacerá?/ sé que tu placenta como las paredes de tu cocina/ es del tamaño del cosmos". Habría que definir aún más el sentido de los versos para diferencias entre masculino y femenino. Es por eso que la superficie del poemario muestra una profunda ambigüedad, no sólo al tropezar en la forma, sino en sendas ocasiones al plagar de imágenes huecas el texto: "los hijos nos buscan en las paredes/ recién pintadas/ examinan una mesa para charlar/ sobre las ardillas doradas del aura/ (de los ojos que los miran por la noche)"; a pesar de esos momentos, hay otras partes en las que la misma forma salva y no condena. Es aquí donde uno puede discernir el diálogo que el sujeto pretende entablar con su otredad, es aquí donde las ideas toman rumbo; donde la claridad se hace presente sobre las páginas: "no es la noche el silencio/ ni el día la luz/ no es la muerte el puerto/ ni la vida el sentido/ no es la suerte el giro/ ni la casa un verso/ no soy yo el padre/ ni tú la mujer que parirá". Aquí, el poema de Gilberto destaca por su redondez, aunque el cierre de los dos últimos versos reste fuerza al poema en su extensión.
El círculo es una constante en el poemario de Lastra. Y no propiamente porque haga mención de ello, sino al estar presente en las metáforas que logran emitir esa sensación de redondeo a lo largo de la obra: "nos vamos a encontrar en el lugar/ [...] y en su eterno retorno/ no regresaremos más". Como bien menciona Gilberto, en estos versos se puede mecer a un niño mientras duerme, aunque hay partes en las que el ritmo no es constante, y pierden el equilibrio: "debes estar orgullosa/ de conocer su mundo como propio/ porque es celoso/ de lo que suceda con la vía láctea". Por el contrario, veamos el siguiente par de versos. Aquí hay un claro ejemplo de armonía entre fondo y forma: "sé que preparas papillas/ con huracanes dentro de una licuadora".
No es nueva, claro está, la intimidad que demuestra todo poeta y todo poema. Pero es necesario decir que no todo poema es íntimo. Entiéndase por íntimo aquello que es propio de la identidad, del espacio interior de uno mismo. En Casa de muñecas, de Lastra, encontramos rastros muy profundos de su intimidad como hombre y poeta: "tengo una cruz que llora por su secreto/ será una buena cabecera en la cama del bebé/ no sabe que en una cruz se encuentra/ el eterno peregrinar".
En estos versos se cumple aquello que José Emilio Pacheco promovía en su poesía: el anonimato, la colectividad; reconocernos a nosotros mismos en la intimidad universal: "no temas a los designios de la muerte/ no es tuya/ tuya es la vida/ cualquier vida".
El descubrimiento de nuestros espacios más íntimos puede revelarnos, aunque de modos ciertamente distintos, el conocimiento de una intimidad colectiva, a ese saber del mundo que todo hombre y mujer llevamos dentro. Verifiquemos cómo la dicotomía (hombre y mujer) que Gilberto busca desvanecer, es parte de esa redondez a la que me he referido con anterioridad. Veamos otra clara manifestación de lo redondo, del círculo: "¿te has fijado que los niños/ y los ancianos son los polos del cielo?". Y a destacar: "¿el caracol dará la vuelta al mundo en ochenta siglos/ como tú desde hace ochenta vidas?".
Los versos transitan sobre un yo que tanto puede ser un desdoblamiento del hablante como un tú realmente distinto de sí. Es más: "hay que decirle a tu bebé/ que la muerte es un puente colgante/ entre la memoria y Dios/ entre el sueño y la realidad/ entre tú/ y yo".
El empleo del quiasmo y la enumeración facilita la actividad de redondez, como método de pensamiento poético y como elemento didáctico, pero no por ello menos reflexivo: "te conozco desde que tengo alas/ y esas alas son empresas/ de un trabajo misionero/ que es un abrir un yo que sea un tú/ y un tú que sea un yo repetido en todos/ esas alas son el horizonte".
Por último, leamos un verso que nos revela renuncia al acto de fe, a ese fuego que Gilberto nombra silencio, contrario a lo que Albert Einstein pensaba al aseverar que "Dios no juega a los dados". Quizás aquí también haya un efecto de redondez que se concentra en la respuesta misma y se impone siguiendo la norma opuesta. Así leemos: "hay veces que debo quitarle los dados a Dios".
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