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¿Joan Baez en Buenos Aires
o Nana Mouskori en Las Vegas?
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Música y poesía |
Por Jorge Fondebrider |
La discoteca de mis compañeros de escuela secundaria constituye un fuerte recuerdo de mi adolescencia. En realidad, debería hablar de las discotecas de los padres de mis compañeros de la secundaria, ya que a los 13 años, difícilmente uno se compraba discos los Solistas de Zagreb haciendo Las cuatro estaciones de Vivaldi, de E. Power Biggs haciendo Bach electrónico, de los uruguayos Alfredo Zitarrosa o Daniel Viglietti, de los chilenos de Violeta Parra o Quilapayún, del Modern Jazz Quartet, de Peter Seeger, de Joan Baez. Esos eran los discos que estaban en todos los hogares de clase media que se pretendían ilustrados. Por supuesto que los Beatles y todos los que vinieron con ellos desbancaron a muchos de esos intérpretes. Qué bueno que fue así. |
No. 68 / Abril 2014 |
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La discoteca de mis compañeros de escuela secundaria constituye un fuerte recuerdo de mi adolescencia. En realidad, debería hablar de las discotecas de los padres de mis compañeros de la secundaria, ya que a los 13 años, difícilmente uno se compraba discos los Solistas de Zagreb haciendo Las cuatro estaciones de Vivaldi, de E. Power Biggs haciendo Bach electrónico, de los uruguayos Alfredo Zitarrosa o Daniel Viglietti, de los chilenos de Violeta Parra o Quilapayún, del Modern Jazz Quartet, de Peter Seeger, de Joan Baez. Esos eran los discos que estaban en todos los hogares de clase media que se pretendían ilustrados. Por supuesto que los Beatles y todos los que vinieron con ellos desbancaron a muchos de esos intérpretes. Qué bueno que fue así. Por alguna razón, Joan Baez quedó asociada al rock. Esto se reconfirmó cuando todos la vimos en Woodstock, explicando ya no me acuerdo qué cosa sobre su marido preso por ser objetor de conciencia y cantando “Joe Hill”, ese himno sindical francamente popular. Pero después empezó a incorporar a otros compositores. Algunos de ellos, de lengua castellana. De hecho, la primera vez que vino a la Argentina, cantó exclusivamente en castellano. Con acento inglés, claro. En esos años de violencia política, no la vi. Y después la perdí definitivamente de vista. Por eso, la noticia de que venía a Buenos Aires a cantar en un gran teatro me entusiasmó y decidí ir a verla. Pero antes de seguir con mi relato, un poco de historia. En 1950, los hermanos Seymour y Maynard Solomon fundaron Vanguard Records. Ambos, además de contarse entre los primero en aprovechar el entonces flamante formato del LP para grabar música clásica, supieron aprovechar el más importante de los renacimientos del folk y del blues, haciendo que muchos de los más destacados e importantes artistas del género firmaran para la compañía. Y cuando contrataron a artistas como Paul Robeson o The Weavers, sindicados como comunistas, no se sintieron intimadados por las huestes del senador Joseph McCarthy. Es en esa estela de música tradicional, el folk e izquierda estadounidense, asociada a la lucha por las libertades civiles, donde aparece Joan Baez. De padre estadounidense, hijo de un español emigrado, y madre escocesa, Joan Chandos Baez nació en Staten Island, Nueva York, en 1941. Por el trabajo de su padre, vivió su infancia y primera juventud en Inglaterra, Francia, Suiza, España, Canadá, Irac y el Medio Oeste norteamericano. Dotada naturalmente para el canto, luego de asistir a un concierto de Pete Seeger, quedó prendada de la música folklórica y empezó a practicar ese repertorio y a transitar el circuito de los clubes. Y en 1960, los hermanos Solomo la hicieron firmar un contrato para Vanguard Records. Entre año y 1971, Joan Baez grabó 11 álbumes para la compañía. Los primeros tres –Joan Baez, Joan Baez Vol. 2 y Joan Baez in Concert–, alcanzaron por su ventas el disco de oro y permanecieron en los rankings de la época por dos años. ¿Qué tenían esos discos interpretados por una de las más bellas voces de soprano de las que se tenga memoria en la música popular? Básicamente, baladas tradicionales anglo-escocesas, sus versiones estadounidenses, canciones de vaqueros, alguna melodía española o mexicana. Poco a poco, en discos posteriores, fue incorporando a los nuevos compositores de folk, por entonces, a la orden del día. El primero y más importante de ellos, Bob Dylan, a quien había conocido en 1961, en Greenwich Village, la meca de todo folklorista de ese entonces. Hubo un promocionado noviazgo y una serie de patéticas apariciones que lo documentan. La más notoria, Don’t look back, la película de D.A. Pennebaker, que documenta la gira de Bob Dylan por Gran Bretaña, en 1965, donde en numerosas escenas aparece Joan Baez, sin que resulte especialmente claro qué cuernos hace ahí. Esa misma sensación, pero con un grado de desconcierto mayor, se repite casi en No direction home, el documental en dos partes de Martin Scorsese, que documenta, fundamentalmente en base a entrevistas, el período 1961-1966 de Bob Dylan. En varios momentos la que responde a las preguntas es una desorientada Joan Baez que no parece haber entendido qué fue lo que le pasó y, mucho peor, quién es Bob Dylan. Ésa, al menos, fue mi impresión las dos veces que vi esa película. Y tal vez tendría que haber considerado esas señales antes de asistir al concierto que Joan Baez brindó en Buenos Aires la primera semana de marzo de este año. A los casi 73 años, Joan Baez tiene una prestancia envidiable. A eso se suma que su voz redujo naturalmente su rango y se volvió más grave, ganando en profundidad. Superado ese primer impacto, el segundo: apenas empezó a cantar demostró seguir siendo una cantante superlativa y una intérprete de primer nivel, sobre todo porque arrancó sola con la guitarra, cantando “God is God”, un buen tema de Steve Earle. La primera sombra de inquietud vino con el segundo tema, una versión folk de “Don’t Cry for Me Argentina”, por cierto, una muy curiosa elección para la Argentina. La desconfianza, con todo, se disipó enseguida cuando vinieron en sucesión el tradicional Lily of the West, Farewell Angelina (de Bob Dylan) y un tema hillbilly que, incluso, se animó a bailar con Dirk Powell, el multinstrumentista que la acompañó (el otro músico era su hijo Gabriel Harris, en percusión). Vino entonces “Joe Hill” y, a continuación, la pesadilla. Ésta se materializó en una serie de horribles versiones en castellano de La llorona, Mi venganza personal, Te recuerdo Amanda, El preso número nueve y Gracias a la vida, a lo que se sumó Calice, de Chico Buarque, en portugués, “porque la estaba ensayando para su gira por Brasil”. Como si hiciera falta, ahí nomás entró León Gieco, un muy flojo cantante argentino y un pésimo letrista infatuado dispuesto a escribir sobre todas las injusticias que existen en la tierra hasta pasar el límite de la caricatura (sólo Bono, siempre dispuestoa fotografiarse con Mandela, vivo o muerto, y el retardado de Manu Chao parecen superarlo). Con Gieco cantó, como si hiciera falta, “Sólo le pido a Dios”, una de las canciones más ramplonas que existen contra la guerra, cuyo análisis difícilmente soportaría una valoración positiva. A esa altura, viendo al público que había a mi alrededor completamente exaltado porque Joan Baez cantaba a Chavela Vargas y a Roberto Cantoral, al nicaragüense Tomás Borge, a los chilenos Víctor Jara y Violeta Parra, me di cuenta de que no era tanto el público lo que me molestaba, sino la mismísima Joan Baez. ¿Por qué? Porque no había necesidad alguna de que nos viniera a cantar en castellano las canciones que otros intérpretes de nuestra propia lengua hacían con mayor gusto y originalidad. Me dije: “Esta mujer es muy poco inteligente al haber planeado la gira en estos términos y con ese repertorio. Es lo que uno ya veía en esas películas sobre Bob Dylan. Por eso la debe haber largado”. ¿Qué fue lo que me molestó tanto? ¿Que no cantó lo que realmente hace muy bien, lo que forma parte de su propio patrimonio como estadounidense, lo que casi nunca podemos escuchar en esta parte del mundo? ¿Que se apropió de algo ajeno y que no lo hizo especialmente bien? ¿Qué pasaría si un intérprete argentino o mexicano fuera a Nueva York y les cantara a los yankis Shenadoah, Old Blue o Banks of Ohio? ¿Les importaría? ¿Se sentirían halagados? ¿Reaccionarían con el entusiasmo del público argentino que no parecía inmutarse de la confusión del tango con el pasodoble? Conversando más tarde sobre esas reacciones y sobre la forma en que el rechazo profundo que el público manifestó contra la prensa por la cobertura del show (hubo, de hecho, un mal artículo que, sin embargo, consideró justamente que el concierto fue “un museo de la revolución”, con el consiguiente enojo de los lectores), un amigo me dijo: “¿Estaba lleno? ¿Facturó? Entonces la tipa hizo su negocio. Es yanki, pero las canciones tradicionales del principio de su carrera son apenas una parte ínfima de su trayectoria. Nosotros nos quedamos ahí, pero es posible que para la mayoría del público la verdadera Joan Baez sea la otra, la que les canta en mal castellano lo que quieren oír los que corean ‘Imagine’ a 160 dólares por cabeza. De ese modo adquieren entidad. La gente está pendiente de esa mirada ajena que viene de lo que mal o bien se considera el centro del mundo. El público piensa que si ella elige nuestras canciones es porque somos bueno y valemos mucho. Y nosotros, no sólo lo permitimos, sino que la admiramos venialmente, previo pago de la entrada. Vale decir, somos unos pelotudos”. Más tarde, otro amigo, a partir de mi relato, me sintetizó su imagen del concierto: “¿Qué querés que te diga? Fuiste a ver Nana Mouskori en Las Vegas”. La imagen es buena, sólo que Nana Mouskori no vende buenas conciencias. Se limita a cantar y tanto da que sea en Las Vegas como en Kuala Lumpur. La ventaja es que no habla del “hombre nuevo” ni incita a “desalambrar”. Es honesta. |
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