Esa mañana tomé un café con Saúl Yurkiévich, luego de haberlo visto en la facultad Sorbonne Nouvelle de París y entregarle mi trabajo final sobre Julio Cortázar. Empezaba el verano, era el último día de clases, Saúl me dio para leer durante vacaciones la antología de poetas norteamericanos que hizo Eliot Weinberger, traductor de Octavio Paz al inglés. Al final de nuestra charla, Saúl me comentó que Octavio estaba en París, que esa mañana habían hablado largo por teléfono sobre los árboles de la ciudad y que se encontrarían alguno de esos días de inicios de junio de 1996.
Tomé el metro de la estación Censier-Daubeton a Saint Germain des Près, para devolver algunos libros que había sacado en préstamo de la biblioteca del Instituto de Altos Estudios de América Latina (IHEAL). Cuando iba en el metro, recordé las anécdotas que Saúl me contaba a propósito de Julio Cortázar y su relación con la ciudad parisina. Le gustaban los viajes por el subterráneo durante los cuales creaba historias y luego le divertía ir descubriendo objetos a medida que salía lentamente a la luz en las escaleras eléctricas. Cerraba los ojos e imaginaba lo que vería, hasta abrirlos para constatar que una vez más le había ganado al azar. Yo, pensativa por la presencia de Paz en París, jugué el juego cortazariano e imaginé encontrarlo en los cafés que frecuentaba cuando vivió en París: Les Deux Magots y el Café de Flore. Lo imaginé tan claramente que en realidad mi idea se convirtió en deseo. Salí del metro, entre las luces y las sombras de mi soñar y de la realidad de la avenida Saint Germain des Près, una de las avenidas más bellas de París en uno de los barrios más viejos de la ciudad, donde en el año 543 el hijo de Clovis mandara construir una basílica (ahora la iglesia más antigua) en las afueras que entonces eran campos: prados (près) cubiertos de flores.
Caminé decidida hacia Paz, a quien nunca había visto salvo en el periódico, revistas o televisión. Pasé frente al Café Les Deux Magots, donde otrora se reuniera —junto a Elena Garro— con Carlos Fuentes, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, José Bianco, Enrique Creel, Leonora Carrington, Luis Buñuel, Blanca Varela y Fernando de Szyslo, Carlos Martínez Rivas, Julio Cortázar, Joseph Palau i Fabre, Rufino Tamayo, Monique Fong, Jean-Clarence Lambert, Arturo Serrano Plaja. También con Benjamin Péret, André Breton, André Pieyre de Mandiargues y Georges Schehadé, Julian Graq, Henri Michaux, en esas enriquecidas y acaloradas charlas que vivían en París artistas e intelectuales, hacia los años 30’s y 40’s.
Octavio Paz y Marie José, sentados mirando el flujo de transeúntes por la acera. Cuando los vi pasé de largo por timidez, un temblor que más bien era estremecimiento me embargó de pies a cabeza: era el mismísimo Octavio Paz. Me quedé en la esquina casi tiesa, sin decidirme a ir a hablar con él, pero tampoco podía seguir así de largo como si nada sucediera. Me parecía que el destino actuaba en ese momento; largos instantes de zozobra y dubitación. Tomé aire y caminé hacia el Café. Ya con pasos seguros me abrí paso entre las otras mesas y llegué frente a Paz para decirle que era mexicana, escritora, estudiante de un doctorado, discípula y amiga de Saúl Yurkievich.
Paz me miró con un azul tan profundo y una mirada tan intensa, que nunca voy a olvidarla. Había en ella un decir múltiple y un desprendimiento de lo terreno, era su expresión de amabilidad pero también de comprensión, casi de ternura, diría. Fue incluso cálido, me dio la mano y me dijo algo inesperado: —Perdone que no me ponga de pie, pero me cuesta mucho trabajo. Entonces me pidió que le enseñara los libros que llevaba en la mano, los tomó y me comentó: —Eloit es mi traductor y ésta es una muy buena antología de la poesía norteamericana. Una traducción al francés del Infierno de Dante Alighieri de Jacqueline Risset: —Tiene usted en las manos a la mejor traducción que se ha hecho de Dante, la traductora es amiga mía. Y finalmente: —André du Bouchet es uno de los mejores poetas franceses actuales, también amigo mío. Al despedirme, me dio la mano, apretándome me miró con una mirada aguda como de rayo lunar: —La felicito, usted va por muy buen camino. Siga así. Salí temblando, sonriendo, y casi gritando de alegría.
A finales de 1997 regresé a México. Dejar París fue demasiado, se quedó mi pasión y el ímpetu para la escritura. Ya en Guadalajara no pude —durante meses— lograr ningún texto. En la madrugada del 20 de abril de 1998 —de pronto— comenzó a fluir un verso y luego otro, y el siguiente. Escribí un poema sin saber cómo ni por qué. Minutos después de que había puesto punto final, sonó el teléfono y era mi hermana: — ¿Ya supiste? me dijo, —Murió anoche Octavio Paz. De nuevo el mismo estremecimiento. ¿Sería él entonces?
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