No. 75/Diciembre 2014-Enero 2015 |
En alabanza de la muerte 1 Qué intimidad rezuma entre aves y aire. Se congregan sobre el agua, apenas en la superficie: se arrebatan el pan, se hacen daño o miran fijamente al habitante de otros reinos. 2 Desde el muelle, punto medio, vi nacer el rayo, abrirse en triángulo y cerrarse, con brillos cada vez mayores, como una estrella sobre fondo luminoso. Un pato atravesó esa línea sin que hubiera el menor cambio. 3 No es mi ojo el que abre y cierra este escenario. 4 De regreso de la costa, el canto del gallo me recorre. Aquel día, al despertar, sentí la muerte cerca: una sirena muda, sin boca, a principios de la juventud, de la primavera, de la femenina flor. Al sentirse tocados, los pétalos se cerraron de inmediato con el estruendo de un portón de hierro. Alguien me susurró al oído: “Ofrécele tu pena a Dios”. Era una voz que hablaba por la piel. Le hice caso de manera maquinal, pensando en el camino de santidad de quien lo ignora todo. Con los ojos cerrados, miraba mi alma, sus máculas pequeñas, crueldades para con el amor. Cuando el portón terminó de sellarme los oídos, ya había olvidado aquella ofrenda. Mi perdón de entonces duró lo que una frase, y lentamente cayó al pozo. Hoy, ante un triángulo de luz sobre las aguas, me supe dentro de la cifra, parte de una huella entre las olas. Un canto del gallo, duelo distante. Bienaventuranza Se ha cumplido el plazo en el umbral. Nunca su nombre cruzó tus labios, habitante, ni te pasó por la cabeza. Nunca probaste su sabor a almendras a punto de secarse. Hoy termina el exterior encierro y nace el manantial como la sangre.
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