Ted Hughes |
No. 81 / Julio-agosto 2015 |
Poetas británicos Kathleen Jamie Alexander Hutchinson Gwyneth Lewis Owen Sheers Ted Hughes Ted Hughes (1930-1998) (Traducción de Argel Corpus) Red Red was your colour. If not red, then white. But red Was what you wrapped around you. Blood-red. Was it blood? Was it red-orchre, for warming the dead? Haematite to make immortal The precious heirloom bones, the family bones. When you had you way finally Our room was red. A judgement chamber. Shut casket for gems. The carpet of blood Patterned with darkenings, congealments. The curtains – ruby corduroy blood, Sheer blood-falls from ceiling to floor. The cushions the same. The same Raw carmine along the window-seat. A throbbing cell. Aztec altar – temple. Only the bookshelves escaped into whiteness. And outside the window Poppies thin and wrinkle-frail As the skin on blood, Salvias, that your father named you after, Like blood lobbing from a gash, And roses, the hearts last gouts, Catastrophic, arterial, doomed. Your velvet long full skirt, a swathe of blood, A lavish burgudy. Your lips a dipped, deep crimson. You revelled in red. I left it raw – like the crisp gauze edges Of a stiffening wound. I could touch The open vein in it, the crusted gleam. Everything you painted you painted white Then splashed it with roses, defeated it, Leaned over it, dripping roses, Weeping roses, and more roses, Then sometimes, among them, a little bluebird. Blue was better for you. Blue was wings. Kingfisher blue silks from San Francisco Folded your pregnancy In cruciable caresses. Blue was your kindly spirit – not a ghoul But electrified, a guardian, thoughtful. In the pit of red You hid from the bone-clinic whiteness. But the jewel you lost was blue. Birthday Letters, 1998 Rojo El rojo era tu color. Si no el rojo, entonces el blanco. Pero el rojo era con lo que te envolvías. Rojo sangre. ¿Era sangre? ¿Era rojo ocre para calentar a los muertos? Hematita para hacer inmortal la preciosa herencia de huesos, los huesos de la familia. Cuando finalmente te saliste con la tuya nuestro cuarto fue rojo. Un juzgado, cofre cerrado para gemas. La alfombra de sangre con un diseño lleno de oscuridades, coágulos. Las cortinas: sangre de pana rubí. Del techo al piso cascadas de sangre, también los cojines. El mismo crudo carmesí en todo el sillón. Una celda palpitante. Altar azteca, templo. Sólo los libreros se refugiaron en el blanco. Y afuera de la ventana amapolas delgadas, frágiles arrugas, como la piel sobre la sangre; salvias, cuyo nombre te dio tu padre, borbotones de sangre desde una herida; y rosas, últimas salpicaduras del corazón, catastróficas, arteriales, malditas. Tu larga falda de terciopelo, una faja de sangre, un encendido borgoña. Tus labios un profundo carmesí. Te regocijabas en el rojo. Lo sentí crudo: como las tiesas orillas de un herida que se endurece. Podía tocar la vena abierta, el brillo seco de una costra. Todo lo que pintabas lo pintabas de blanco, después lo salpicabas con rosas, lo derrotabas, te inclinabas sobre él, goteando rosas, llorando rosas, y más rosas, luego, a veces, entre ellas, un pequeño pájaro azul. Te iba mejor el azul. El azul era alas. Y, desde San Francisco, un martín pescador, azules sedas envolvían tu embarazo con caricias de crisol. El azul era tu espíritu protector, no un demonio carnívoro, sino electrificado, un guardián considerado. En el infierno del rojo te escondiste de la blancura óseo-clínica. Pero la joya que perdiste era azul. |
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