Marco Antonio Campos en Bellas Artes

Por Ana Franco Ortuño

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En la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes se llevó a cabo la presentación del libro Forastero en la Tierra, de Marco Antonio Campos (ciudad de México, 1949). En palabras de Víctor Manuel Mendiola, editor, crítico y poeta; el volumen, además de reunir obra del autor entre 1970 y 2004, incluye el libro inédito en México Viernes en Jerusalén, premio Casa de las Américas 2005.

Los invitados a la mesa fueron Hugo Gutiérrez Vega, Eduardo Lizalde y Juan Gelman: grandes poetas, amigos entrañables (más tarde, subió a Alí Chumacero). Fue una agradable sorpresa el que decidieran no leer el típico y farragoso comentario crítico, que optaran por algún breve comentario personal y la lectura de poemas. A fin de cuentas, como se dice, toda presentación es una fiesta y qué mejor que celebrar con una lectura en distintas voces, leyendo alguno de sus poemas favoritos. Así, de paso, entre la amistad que se declara, las dedicatorias y el gusto personal por tal o cual selección, descongelamos la presencia de los autores y miramos sus cariños, sus gustos, sus personalidades.

macamposbellasartes.jpg Mendiola hizo breves intervenciones entre uno y otro participante. Primero dijo que le sorprende la alianza entre el desdén del artificio y el rigor de Campos; la dureza autocrítica, vital y refinada, “quizá en contra de sí mismo”.

Hugo Gutiérrez Vega introdujo la lectura, hablando sobre la condensación poética y el dominio de la forma como vías de desahogo emotivo. Apeló a la comunión espiritual, indispensable en lo poético, entre lo hermético y lo transparente; dicotomía que en un mal poeta ocasiona una mala forma para el autor, que resulta peor para el lector.


Gutiérrez Vega leía: “sólo la muerte y el amor desdichado no tienen regreso”. No sé si la cita es exacta; yo borroneaba mis notas y escuchaba, pero la poesía se nos escapa en su literalidad y nos envuelven la fuerza y la sensación de las palabras. Entre su rostro colorado y las sibilantes tomó forma un viajero que surgió como figura errante en un “cielo de pájaros” y “Buenos Aires”. El Forastero es uno de los caracteres predominantes en Campos quien ha recorrido buena parte del mundo, y que en su libro nos lleva, como diario de viajes, por España, Argentina, México, Francia, Galilea...

El editor retomó la palabra para acotar el asunto de lo claro y lo oscuro que para él, representan un falso problema: existen las poéticas claras y difíciles o las oscuras sin rigor, dijo.

Luego Lizalde, con su voz fuerte, leyó Los rebeldes: “algo faltó, de veras, algo nos faltó”. Hablaba de ellos mismos. Cuestionó si a su edad (octogenario, dijo, y lo corrigieron) Valió la pena, y leyó el último poema del libro: “lacayos que conducen el carro de los grandes”. La duda atravesaba el sentido de haberse dedicado a la poesía. Era, por supuesto, una duda seria, existencial. Una forma de confesión en público. Entonces, sacó unos manuscritos de su saco y leyó un texto suyo sobre el que trabaja hace poco y que casualmente, dialoga con el citado de Campos: “uno de estos perros y brumosos días, nos vamos a creer que somos poetas de los buenos, como lo dicen los amigos”; “Ignoro cuánto hemos robado y no me lo creeré si Dios no me lo dice un día, mirándome de frente, con ojos de extranjero” (de nuevo mi cita es una aproximación).
La respuesta era que la poesía valía la pena, le(s) dio “una manera de mirar la mirada de los pájaros migratorios” (cita de Campos).

En la nueva intervención de Víctor Manuel Mendiola, resaltó la labor de difusor cultural y viajero del autor de Forastero en la tierra.

El tercer invitado era Juan Gelman que leyó varios textos breves. Entre ellos, Atardecer en Sorrento, con su voz vibrante y acentuada: “la poesía es memoria de la música que tocaron los dioses”. Leyó también alguno de los poemas que hablan de la ciudad de México “pese a su trajín sin alma, amé su sol”. La voz se aclara en el recinto, el poema parece iluminarla. Las mujeres, en las obras seleccionadas, son sólo hermosas imágenes distantes.

Finalmente habló Campos que comenzó por agradecer al Tucán de Virginia la publicación y resaltó la importancia del pequeño editor que da vida al libro y al autor. Comentó que a todos sus amigos (los presentes y muchos otros) ha dedicado poemas. A cada uno le agradeció sus obras favoritas: La trilogía griega a Gutiérrez Vega, El tigre de las cosas a Lizalde (lo conoce de memoria y es de esos libros que hubiera querido escribir); y Casa Mayor, por sosegado y profundo. Versos que minan poco a poco en el alma, dijo.

Con Gelman conversa a menudo; su poesía humana le toca el alma. Reconoce los neogelmanismos que no caen en el vacío de algunas vanguardias, más bien pasan por Trilce o por Celán (descuadramiento que se vuelve vida intensa). Lo considera un poeta “mexicanísimo, el más premiado en los últimos años”.

Chumacero ha sido un padre en la carrera de la poesía y le agradece como hijo, su ser inmortal. Celebró sus epigramas y el caminante hiperenergético que es en su biblioteca.

Marco Antonio Campos cerró la presentación con Viernes en Jerusalén. Una impactante biografía religiosa, poema político y social que comprende lo que ha sido. El autor mueve las manos complementando sus versos. Conoce el ritmo y el corte, y los danza. Hace una relación corporal con el poema que va y viene entre la historia y el presente. Es un poema violento, irónico, doliente. Se refiere a un dios triste que ha perdido la dicha. La impresión que queda se ajusta a lo leído: obras que celebran lo mejor de lo humano, que lloran lo incomprensible; autores que lo encarnan desde su experiencia vital: experiencia en contraste del ángel terrible y maravilloso de vivir poesía.

 



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