Víctor Sosa
(Uruguay, 1956; vive en Ciudad de México)
Las bailarinas ciegas. Danzan en sus tutús sobre cornisas, sobre los corroídos voladizos. Facsímiles de enanas gesticulando, absurdas, silogismos. Habitan rascacielos. Como vivientes gárgolas sus muecas, sus remedos kimonos, sus en la dermis aftas. Lutero las execró mas ellas ríen, reatas insurgentes. Las bailarinas ágrafas, anoréxicas, vértigos. Sus vacuos ojos cuencas donde cuervos. ¿Cumpliendo qué destino? ¿Qué dios sin culto o nada en ese noh? Minúsculas danzantes sobre los pretiles art decó. Tentaleando, descalzas. Hipan castañuelas entre dientes. Y en sus tutús de vidrios en añicos, los muslos siempre en ciernes de la sangre. Álgidas meninas tan terribles bajo solsticio o lluvia e invisibles para los presurosos transeúntes. Sólo un perro las ve y al cielo ladra; solo, erizado, inane, un can del mundo. Un chucho que agitando enclenque cola, pero en sus ojos y en subyugo, danzan.
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La gota de sudor rota del padre contra la hija en la ceniza, muerta. Su esperma in vitro quieto como un grito. Roto el collar de la voz, el bulbo raquídeo de la voz, calloso cuerpo seminal cayendo, de la voz. Y la hija, qué trampa. Qué en sedición sus garfios como dedos, sus estentóreos clítoris, la hija, ahí en ceniza inane como si a herida crótalos los dedos. Muertas las piernas, danzan. El paladar enorme de la hija, como infértil matriz en hueca edad. Abierta matriz el paladar que entre las piernas, como un grito, danza. “Mi padre envuelto en su ceniza” –dice–, en espiral hundiéndose en los dientes, contra los dientes, entre las dentaduras de su padre. “Envuelto en su sudor”, dice la muerta. Y el esperma inconcluso, in vitro roto que cayendo quieto, de su padre. Las gotas como templos, las rocosas gotas como cuerpos callosos que cayendo, contra la ceniza de la hija, contra el grito del tótem, como estentórea tos sobre los clítoris que de la inane hija en sudor danzan.
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Sacar ámpula. Con incesante roce en la epidermis hasta la seda o ángel saca ámpula. Sácala hacia las nerviosas terminales. Ámpula o frontera –le espetaron a bocajarro un día y él, a quemarropa, acotó ámpula. Entre el cuerpo calloso y la tropósfera rozó hasta que ese rojo izó frontera. Rozó tanto al armiño que hasta el hueso se asó en la pelambrera. ¡Ámpula, armiño! –le dijo él en el tracto al animal, mas el euroasiático en su frío, en níveas madrigueras, inmutable. Tocar no es fácil. Es entelequia de fisión el ámpula. Es un deseo que, como Teresa, no muere mientras arde. Ámpula, ángel, contra el epitelio de la afasia, contra impermeables asmas, contra estupor y a contrapelo el poro que en incesante roce izase en ámpula.
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In memoriam México sismo 1985
Debajo del derrumbe, debajo de los tezontles y antracitas, aún las uñas, creciendo para nada, de los muertos. Sobre pálidos dígitos –dedos en yemas ya apagadas–, entre cutículas las uñas, el suave calcio impúber de las uñas contra el torcido retruécano del hierro. Ante las tapiadas dentaduras los dedos son que cantan. Ante los trisados cristales en la tráquea –punzante estalactita al paladar–, los dedos son que en réquiem se derraman hacia una luz difusa, hacia ese resplandor que el polvo espesa. Cuerpos abrazados al basalto. Desmembrados pezones y prepucios y entre los cascabeles Coyolxauhqui. Debajo de los siglos y en la sima, en las raíces sísmicas del Templo –jade que en jaguar jadea lava–, latentes, homicidas, alzando luna uñas contra el sol.
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