No. 84 / Noviembre 2015


Poesía y educación

Por Luis Téllez-Tejeda

 

De la necesidad de no enseñar poesía para buscar diptongos, ni para “enseñar” poesía

 

 

Siento decir que en realidad
no entendí el poma del tigre tigre
que se enciende luz
pero al menos sonaba bien
cuando lo oí.

Sharon Creech, Quiere a ese perro.




I

educacion_84.jpgLa materia de la poesía: la palabra, la lengua, hacen a esta forma de expresión particularmente vulnerable ante la instrumentación de modelos que se valen de los textos poéticos como corpus de análisis del idioma durante la educación básica. Dentro de las aulas, en los programas curriculares y en la mente de muchos profesores, aún perduran las ideas sobre la literatura y la poesía como canon idiomático, como la forma más acabada en que la lengua puede expresarse. Y si bien hay en el acto creador una intensión de elaboración a partir de la lengua, no siempre –y sobre todo después del siglo XX−, hay una búsqueda de fijar ejemplo en el hecho literario.

Es cierto, el Diccionario de autoridades se vale de citas literarias para fijar significados y usos semánticos de las palabras, aunque generalmente dichos usos reflejan los hechos de habla que se han dado antes de que algún autor los fije en un texto, muchas veces sin reparar en ello. Pero también es cierto que la literatura se goza más allá del análisis gramatical, sintáctico o semántico, y que es en el gozo que genera el acto estético en el que el espectador dimensiona el texto en su particularidad y conoce una nueva forma de mirar el universo.

Aprender a hablar, a escribir y a leer no son tareas fáciles para ningún ser humano, claro que los miles de años que, como especie, llevamos ejecutando estas acciones nos impiden, en la brevedad de nuestro paso por el mundo, observar las dificultades que entraña acomodar nuestro pensamiento a una serie de estructuras mentales que se requieren para comprender el mundo a través de la palabra, hablada y escrita (lo que incluye la palabra leída).

 

II

Es de suponerse, entonces que el análisis de la lengua también es un tema difícil de aprender. Por ello es necesario dotar a los hablantes de experiencias placenteras con el lenguaje, que los inviten a indagar en las infinitas posibilidades que ofrece, antes que obligarlos a esquematizarlo.

Los niños, más propiamente los bebés, hallan cierta felicidad al lograr los primeros balbuceos, al pronunciar las primeras palabras y poder pedir con claridad lo que quieren y necesitan: la felicidad de ser parte de una comunidad, la felicidad de ser comprendidos.

Durante la primera infancia, los niños no solo encuentran placer en sus posibilidades de habla, disfrutan ampliamente las voces que escuchan a su alrededor y que cariñosamente les hablan, les nombran lo que ocurre en su entorno y les muestran que la lengua puede también ser un juego que toca su cuerpo y sus emociones, como las cosquillas que se les hacen en el abdomen o en las plantas de los pies.

La palabra per se va tomando sentido ante los niños como algo emotivo. Ya daba cuenta García Lorca, en una disertación sobre las nanas infantiles andaluces, de la relación que establece entre los niños y sus madres, esas pequeñas cancioncitas, al parecer ingenuas pero tan necesarias para que los pequeños aprendan a nombrar emociones, a exorcizar miedos, a arrullarse en el canto y la palabra.

 

III

Hay, pues, en la vida infantil, una experiencia importante con la lengua, con la emotividad de ésta, lo cual es muy cercano a la posibilidad estética de la lengua. Durante la educación preescolar, el acercamiento al lenguaje gira en la misma esfera en la que el niño se ha movido, idealmente, hasta este momento: lo lúdico.

El aprendizaje del vocabulario se vuelve más sencillo a través de canciones y juegos. Así, el niño se relaciona con las palabras, y descubre en múltiples ocasiones que aquellas se le presentan para continuar jugando. La repetición de palabras se convierte pronto en rimas; la relación entre objetos se transforma en adivinanzas inventadas; y el encadenamiento de frases se torna creación de canciones.

De igual manera, los niños se fascinan ante la narración que les invita a imaginar posibilidades de ser; que les habla del pasado, conectándolos con la identidad de su grupo social; que también les ayuda a nombrar emociones y a encontrar sitios seguros en los cuales experimentar temores.

Escuchar el mismo cuento una y otra vez, y regodearse en reconocer los cambios que los adultos hacen al precipitar el final, y sorprenderse de la misma forma cada que el protagonista triunfa sobre los obstáculos que el sino le impone, son placeres que no deben ser negados a ningún niño.

 

IV

No es que exista una arcadia idílica en la que los niños viven y son felices con el lenguaje, simplemente que el acercamiento a éste no se da desde la esquematización a la que obliga el aprendizaje formal de la lengua y la literatura.

Y aquí es donde una escisión entre la enseñanza de la literatura y la enseñanza de la lengua no haría nada mal a ciertas prácticas educativas, que se empeñan en ver la literatura como sola materia para el análisis gramatical y la memorización de estructuras que, dicho sea de paso, la literatura supera en cada nuevo texto –si se permite la hipérbole, claro−.

Tal como no sería lo más atinado enseñar música como el corpus en el cual se encuentra la respuesta a los problemas aritméticos, ni impartir una clase de danza pretendiendo que se analice, de entrada, el funcionamiento anatómico del cuerpo, la enseñanza de la literatura tendría que estar más ligada a la apreciación que a la dicotomía sintáctica, a la que muchas veces es condenada a ligarse, casi irremediablemente, a la asignatura correspondiente a la lengua.

 

V

Propone Gabriel García Márquez que una buena clase de literatura tendría que ser solamente una buena guía de lecturas. De pronto, el orden de las lecturas podría pasar a segundo término, mientras los niños disfruten de la lectura como disfrutaban de decir trabalenguas y de descubrir rimas; la tarea casi está hecha.

A la par, con recursos novedosos que apelen a situaciones cotidianas de habla, que inviten a buscar en el periódico o las revistas, y a prestar atención a las formas con las que los adultos se expresan, o los demás compañeros o los personajes de la televisión, los niños pueden ir aprendiendo qué es un adjetivo.

La literatura tendría que ser un momento más de comunión entre los miembros del grupo, el maestro y los libros, que de comprensión.
¿A qué alumno de primero de primaria le preguntan si entendió qué quiso decir Bach en sus piezas para cello? ¿Algún maestro se atrevería a preguntar de qué color son los fondos de las obras de Mondrian a un niño de cuarto de primaria?

Una comunicación entre espectadores de un mismo fenómeno tendría que ser el ideal de una clase de literatura entre los más jóvenes, un momento en el que se expresen más emociones que datos.

De la experiencia de utilizar la literatura como método para identificar estructuras sintácticas y formas gramaticales ya sabemos el resultado, habría que darle una oportunidad a la experiencia estética de la literatura.