No. 100 / Junio 2017


ESPEJUELOS


 

Para el Periódico de Poesía de la UNAM,
celebrando su número 100



Eduardo Moga

 

Tendemos a pensar que los periódicos, como las casas, como las ciudades, son cosas. Pero no: como las casas, como las ciudades, son personas. Uno –yo, al menos– no puede establecer relaciones emocionales ni intelectuales con las piedras ni con las paredes; ha de hacerlo con labios, con pechos, con temores, con deseos: con cuerpos y consciencias. Los periódicos ofrecen cabeceras y manchetas. Pero eso es solo su atavío. En realidad, si lo son de verdad, ofrecen cabezas y manchas: las de quienes los hacen y las de sus colaboradores. Cabezas pensantes (o no) y manchas sintientes (o tampoco): la turbulencia algo cenagosa, pero vívida, candente, de sus juicios y polémicas: de su latido. Los periódicos, si duran lo suficiente, ofrecen también historia y, en algunos casos, prestigio. Pero, de nuevo, la historia y el prestigio no son sino la cristalización de una acción humana, o de una sostenida multitud de acciones humanas. No hay acontecimiento ni fama que se expliquen como meras abstracciones, sin la intervención de esas criaturas humildísimas, semejantes a insectos, pero insectos laboriosos y hasta inteligentes (algunas: otras son soberbias o/e imbéciles), que son las personas: toda notoriedad arraiga en el ejercicio de una sensibilidad incisiva o una razón paciente. En el Periódico de Poesía de la UNAM he encontrado siempre una pluralidad selvática de gustos y peritajes, en la que radicaba esa agudeza encumbradora. También he dado con contradicciones y absurdos. No podía ser de otra manera: quien dice verdad, dice sombra, escribió Celan. Si la opinión es auténtica, asentada en el sentir desembarazado de quien la sostiene, no puede sino suscitar la discrepancia o el fervor. El Periódico de Poesía de la UNAM ha canalizado, desde hace 30 años, el inacabable bullir de la poesía en español (y en muchas otras lenguas, traducidas al castellano) y de la reflexión que suscita: un hecho tan insólito como asombroso. En el primer número, de mayo de 1987 –yo tenía 24 años y ni siquiera sabía aún que me quería dedicar a la poesía–, leo a algunos de los que son hoy mis poetas tutelares: Saint-John Perse, el recreador del mundo, Gonzalo Rojas, que lo hojaldra y taracea, y Antonio Colinas, cuyo Sepulcro en Tarquinia sigue acompañándome; en el último, de abril de 2017, a Miguel Casado –el mejor crítico español de poesía–, Yves Bonnefois, Haroldo de Campos, Anne Carson y Ana Franco Ortuño, a la que tanto quiero. El Periódico de Poesía de la UNAM ha dibujado a lo largo de tres décadas el panorama de un siglo, un mapa borgiano, es decir, infinito, porque es la misma realidad que cartografía, o aun más. En esa topografía innumerable de personas e ideas andan también algún poema mío y algunas reseñas sobre mis libros: de Andreu, de Ana. Mis colaboraciones son solo accidentes minúsculos, salientes apenas en el dilatado continente de la literatura, pero me complace que estén ahí: dan cuenta de un pálpito, acaso de una debilidad, pero de una debilidad creadora, que demuestra que he existido. Gracias al Periódico de la Poesía por permitírmelo, y por regalarme tanto tiempo la casa, la ciudad que es, siempre llena de gente, siempre bulliciosa y encendida.