No. 100 / Junio 2017
Enrique Juncosa
Sueño (Arcano 18)
En París, en el año 2018,
corro por la calle
con André Breton,
disparando al aire
balas de fogueo.
Nos cruzamos con poetas
estallando lunas
de cristal,
para romper el hielo,
ante doncellas poco impresionables.
Otros poetas pasean crustáceos
por los bulevares
como si fueran mascotas,
o se besan en los palcos
de terciopelo rojo,
o danzan, incluso,
vestidos de lamé dorado,
imitando a Salomé,
la perversa,
antes de perderse
en la búsqueda de lo invisible
en áridos paisajes etíopes.
Breton y yo nos detenemos,
de noche,
ante un edificio racionalista
que vibra
de forma casi
imperceptible
en si bemol.
Entramos en un salón vacío
que tiene algo de templo.
Sándalo e incienso.
Al fondo hay dos sillones,
cómodos:
Nos inventamos a Novalis,
pensando en druidas y chamanes,
y toda emoción se vuelve imagen.
Pijamas de seda
Duermo desnudo.
Información que te parecerá inútil
e innecesaria.
Así que voy a mentirte.
Duermo con pijamas de seda,
estampados de rayitas
marinas y celestes,
y comprados en boutiques
espléndidas
en la Quinta avenida y las cuarentas.
Pijamas para leer
a Francis Scott-Fitzgerald.
La seda suena
al desplazarse
bajo sábanas
y requiere música de cámara
impresionista.
Y cuando no me duermo,
tal vez porque estoy solo,
la seda me acompaña.
Recuerdo un viaje en barco
por el Mekong
hasta la ciudad más bella del mundo:
Luang Prabang.
Villas racionalistas
y templos de madera
lacada en oro
bajo palmeras perfectas,
medias lunas
lentas
y herbívoras,
e implacables ocasos.
Hubo también un tiempo
de safaris,
o de ruidosos loros de colores
sobre glaciares azules.
Sí, duermo con pijamas de seda,
ahora,
cuando el viento ha arrasado la jungla,
y solo puedo acordarme
de ese otro país
en el que están también Kioto,
y Katmandú,
y las laderas de los Andes.
Los cipreses
Los recuerdo siempre en Delfos,
salpicando el paisaje
en la ladera
de una montaña sagrada.
También en la Toscana,
y en un célebre poema.
Luego fueron ornamento
de jardín
al límite de una piscina.
Son árboles que son pliegues
herméticos
y llamas estilizadas,
como personajes
de películas lentas y francesas
de los años cincuenta,
piezas de un damero
sobrenatural.
Los cipreses
siempre nos dan la espalda,
como los muñecos de nieve
sin zanahoria.
Creo que son,
en algunas culturas,
símbolos de la muerte.
En la nuestra se refieren,
lo he leído en algún lado,
a la insatisfacción sexual.
Estatua helenística
La encontraron en Hierapetra, Creta,
en una expedición en los años treinta,
y es la representación del cuerpo de un atleta,
desnudo, hecho con el metal de una raza
de hombres brutales y violentos
que nacían de los fresnos, el bronce.
Metal que bautizó toda una era
cantada por los más grandes poetas épicos.
Pero es éste un atleta
de expresión cansada, sudoroso,
a la vez heroico, divino y cotidiano,
que tiene arrugas en el rostro
y parece estar vivo y respirando,
cercano en su belleza realista.
Se quita de la cabeza,
para ofrecérsela a los dioses,
una guirnalda de olivo o de laurel.
La belleza de la verdad
será entonces un nuevo canon
que ha perdurado hasta nosotros.
Alba
Lirios blancos y temblores,
dos ángeles perezosos,
que yo veo el alba y el día claro.
Cálida noche sin sueño
y un gran cansancio gozoso,
que yo veo el alba y el día claro.
Azulada visión del tacto
la luz que emana del cuerpo,
que yo veo el alba y el día claro.
Las horas destruyen flores
fundando un imperio helado,
que yo veo el alba y el día claro.
Memoria de tatuajes
y los besos más incendiarios,
que yo veo el alba y el día claro.
Te huelo en mi cuerpo esclavo
y eres bruto animal salvaje,
que yo veo el alba y el día claro.
Vuelve a mis brazos, y ríe,
para concertar el orden del mundo,
que yo veo el alba y el día claro.
Adiós al amor
En la edad de oro,
entrelazados siempre,
un puzle de torsos
y lenguas imantadas,
demorándose
en la espuma.
Vibrantes seres acuáticos
con pieles de dinamita.
Mucho más tarde,
y creciente,
un persistente tedio simétrico
de arrebatos histéricos,
y crisis ridículas:
la guerra de los pies
sobre las butacas.
La velocidad de las flores
nos hace llorar
sabiendo el paraíso imperfecto:
ni los crisantemos pálidos,
ni los reflejos de la nieve,
ni la luz helada sobre los jarrones blancos
son remedio eficaz:
palabras tercas
que resultan inadecuadas.
En este mismo instante
me he perdido,
en el sofá,
y la alfombra frente a mí
es un laberinto
sin minotauro.
Pendo del precipicio
del respaldo,
gastado y sucio,
sobre ese mar
oriental
que siento
inmenso,
y quisiera ser un cuadro
de Lorenzo Lotto,
una forma de geometría simbólica.
Inmóvil,
sin embargo,
invento un remo,
y poco
a poco,
toda una flota
de trirremes
persas.
Esta nuez
partida
es la división exacta
en hemisferios
de su cráneo,
(cortesía de aquel remo primero).
Que le regalen una peluca.
por los bulevares
como si fueran mascotas,
o se besan en los palcos
de terciopelo rojo,
o danzan, incluso,
vestidos de lamé dorado,
imitando a Salomé,
la perversa,
antes de perderse
en la búsqueda de lo invisible
en áridos paisajes etíopes.
Breton y yo nos detenemos,
de noche,
ante un edificio racionalista
que vibra
de forma casi
imperceptible
en si bemol.
Entramos en un salón vacío
que tiene algo de templo.
Sándalo e incienso.
Al fondo hay dos sillones,
cómodos:
Nos inventamos a Novalis,
pensando en druidas y chamanes,
y toda emoción se vuelve imagen.
Pijamas de seda
Duermo desnudo.
Información que te parecerá inútil
e innecesaria.
Así que voy a mentirte.
Duermo con pijamas de seda,
estampados de rayitas
marinas y celestes,
y comprados en boutiques
espléndidas
en la Quinta avenida y las cuarentas.
Pijamas para leer
a Francis Scott-Fitzgerald.
La seda suena
al desplazarse
bajo sábanas
y requiere música de cámara
impresionista.
Y cuando no me duermo,
tal vez porque estoy solo,
la seda me acompaña.
Recuerdo un viaje en barco
por el Mekong
hasta la ciudad más bella del mundo:
Luang Prabang.
Villas racionalistas
y templos de madera
lacada en oro
bajo palmeras perfectas,
medias lunas
lentas
y herbívoras,
e implacables ocasos.
Hubo también un tiempo
de safaris,
o de ruidosos loros de colores
sobre glaciares azules.
Sí, duermo con pijamas de seda,
ahora,
cuando el viento ha arrasado la jungla,
y solo puedo acordarme
de ese otro país
en el que están también Kioto,
y Katmandú,
y las laderas de los Andes.
Los cipreses
Los recuerdo siempre en Delfos,
salpicando el paisaje
en la ladera
de una montaña sagrada.
También en la Toscana,
y en un célebre poema.
Luego fueron ornamento
de jardín
al límite de una piscina.
Son árboles que son pliegues
herméticos
y llamas estilizadas,
como personajes
de películas lentas y francesas
de los años cincuenta,
piezas de un damero
sobrenatural.
Los cipreses
siempre nos dan la espalda,
como los muñecos de nieve
sin zanahoria.
Creo que son,
en algunas culturas,
símbolos de la muerte.
En la nuestra se refieren,
lo he leído en algún lado,
a la insatisfacción sexual.
Estatua helenística
para Juan Antonio González Iglesias
La encontraron en Hierapetra, Creta,
en una expedición en los años treinta,
y es la representación del cuerpo de un atleta,
desnudo, hecho con el metal de una raza
de hombres brutales y violentos
que nacían de los fresnos, el bronce.
Metal que bautizó toda una era
cantada por los más grandes poetas épicos.
Pero es éste un atleta
de expresión cansada, sudoroso,
a la vez heroico, divino y cotidiano,
que tiene arrugas en el rostro
y parece estar vivo y respirando,
cercano en su belleza realista.
Se quita de la cabeza,
para ofrecérsela a los dioses,
una guirnalda de olivo o de laurel.
La belleza de la verdad
será entonces un nuevo canon
que ha perdurado hasta nosotros.
Alba
Lirios blancos y temblores,
dos ángeles perezosos,
que yo veo el alba y el día claro.
Cálida noche sin sueño
y un gran cansancio gozoso,
que yo veo el alba y el día claro.
Azulada visión del tacto
la luz que emana del cuerpo,
que yo veo el alba y el día claro.
Las horas destruyen flores
fundando un imperio helado,
que yo veo el alba y el día claro.
Memoria de tatuajes
y los besos más incendiarios,
que yo veo el alba y el día claro.
Te huelo en mi cuerpo esclavo
y eres bruto animal salvaje,
que yo veo el alba y el día claro.
Vuelve a mis brazos, y ríe,
para concertar el orden del mundo,
que yo veo el alba y el día claro.
Adiós al amor
En la edad de oro,
entrelazados siempre,
un puzle de torsos
y lenguas imantadas,
demorándose
en la espuma.
Vibrantes seres acuáticos
con pieles de dinamita.
Mucho más tarde,
y creciente,
un persistente tedio simétrico
de arrebatos histéricos,
y crisis ridículas:
la guerra de los pies
sobre las butacas.
La velocidad de las flores
nos hace llorar
sabiendo el paraíso imperfecto:
ni los crisantemos pálidos,
ni los reflejos de la nieve,
ni la luz helada sobre los jarrones blancos
son remedio eficaz:
palabras tercas
que resultan inadecuadas.
En este mismo instante
me he perdido,
en el sofá,
y la alfombra frente a mí
es un laberinto
sin minotauro.
Pendo del precipicio
del respaldo,
gastado y sucio,
sobre ese mar
oriental
que siento
inmenso,
y quisiera ser un cuadro
de Lorenzo Lotto,
una forma de geometría simbólica.
Inmóvil,
sin embargo,
invento un remo,
y poco
a poco,
toda una flota
de trirremes
persas.
Esta nuez
partida
es la división exacta
en hemisferios
de su cráneo,
(cortesía de aquel remo primero).
Que le regalen una peluca.