Juan Cervera
Me acuerdo Me acuerdo de los madroños; de las cerezas me acuerdo y me acuerdo que he olvidado mi memoria y tu recuerdo. Me acuerdo que hoy fue ayer, y en la rama del almendro la alondra de la mañana puebla el azul de jilgueros. Me acuerdo de un puente rojo y de un niño carretero. Me acuerdo de un verde río y de un anciano barquero. Me acuerdo de las adelfas, y de los juncos me acuerdo, y no me puedo acordar de tu rubio limonero. Me acuerdo cuando mi tía Vicenta regaba sueños de enredaderas sonámbulas y dormidos jazmineros. Me acuerdo que ya olvidé infinidad de recuerdos. Una nube sin memoria se va borrando en el cielo. Me acuerdo que me he perdido como una pluma en el viento y no sé hacia dónde voy y menos de dónde vengo.
México, D.F., 27 de nov. 1996
*Juan Cervera nació en Axati, provincia de Sevilla, Andalucía, el 24 de octubre de 1933. En 1968 llega a México, donde reside. Ha publicado más de treinta títulos, entre otros: Aguardada Aurora y El prisionero.
Gerardo Deniz
Fueradefase
a Dolores Lince los mártires indoblegables son un tanto excesivos y de ellos será mejor no hablar ahora. Más conmueven los lógicos sin esperanza, quienes comienzan aguantando dos suplicios o tres hasta empezar de pronto a proferir a voz en cuello cuanto no les preguntaban. Como son razonables, para no improvisar tonterías manifiestas (y volver a las andadas o agravadas) confiesan otros secretos, muy significativos. He aquí que los toman por taimados pues parecen evadir la cuestión. Nada de eso: lo que dicen lo saben, y es cierto —aunque ni se lo escuchen.
Demográfico a Gabriel Magaña Subes al metro cada mañana y pretendes no conocer a nadie. Pues buen, sí, claro que los conoces a todos, sí, aunque se hayan pintado quizá ojeras, lunares, quitado o puesto pelucas. Explotan tu mala vista. Echaron suertes para escoger a quien hoy no se disfrazaría de gitana —y al descubrirlo llamas en alta voz: —¡Stetson! Ahora, mientras hablas con ello, fíjate cómo no apartan rostros morbosos los demás pasajeros: son stetsons ellos también stetsons aunque disimulen. El mayo más pagarás, te lo presagio yo.
*Gerardo Deniz nació en Madrid, España, el 14 de agosto de 1934. Radica en México desde 1942. Ha publicado Adrede (1970), Gatuperio (1978), Picos pardos (1987) y Amor y oxidente (1991), entre otros.
Saúl Ibargoyen
Al sur de septiembre ¿Tendrá la nueva primavera una exacta memoria de su fecha de nacer? ¿Todo este septiembre de los aires del Sur se alzará con el color de la hierba que vuelve? ¿Será el mismo gorrión que tropieza con las usadas plumas colgantes de un perdido cielo? ¿Habrá una breve mariposa encendiendo su sombra bajo los sabores de la luz? ¿La estirada carne de aquella lombriz será alimento de los dientes sombríos que abandonó el invierno? ¿La raíz que estalla en uñas y cuchillos quebrará por fin su vaso de barro? ¿Podrá orinar la anciana araña roja en su jardín de redes desoladas? ¿Alcanzará la hora de su almuerzo verde el caracol que huye con su vientre a cuestas? ¿Habrá otro musgo otro polvo masticado sobre los huesos del padre solos como la altura de un árbol? ¿Habrá pétalos en la lengua de aquel perro que lama sin ladridos su claro costado? ¿En la última línea del río de hierro crecerán otra vez las velas negras? ¿Habrá una muchacha extranjera que beba del agua de septiembre antes de cantar?
*Saúl Ibargoyen nació en Montevideo, Uruguay, en 1930. Estuvo exiliando en México de 1976 a 1984; luego de residir en su país varios años, desde 1990 radica en el D.F. Su obra literaria llega a los cuarenta títulos, entre sus libros de poesía figuran: La última bandera (1995), Habana 3000 (1995) y Versos de poco amor (1996), además de cuento, novela y tres antologías de la poesía latinoamericana que preparó con Jorge Boccanera.
Frédéric-Yves Jeannet
Tendría que haber seguido… Tendría que haber seguido escarbando la tierra suave, hasta alcanzar algún día el rigor, la aridez sin debilidad. En los cafés, junté estas notas esparcidas. Ya no oía las conversaciones. Los ruidos se desvanecían en la niebla. Me subí a un tren, al azar. En Barcelona, vuelvo a encontrar la noche suave, habitada y perfumada. Jacob Orfeo se está borrando en los espejos del bar donde tomamos una última copa juntos. En Marrakech, veo el desierto más allá de las palmeras. Aquí, la nieve invadió todo. Como refugio de lobos, calificó Rimbaud, el verano antes de su muerte, a la finca familiar de Roche. La nieve borra toda huella del trabajo humano en los campos. Estoy mirando estas oraciones, este archipiélago de oraciones, este simulacro de libro que me queda y es producto de más de diez años de escritura vana. Toda página, aunque sólo sea una carta, me cuesta un esfuerzo inverosímil. Cuando la vida se orienta hacia otra parte, escribir ya no tiene sentido Durante todos estos años, este libro se escribió en mí en una tormenta. En esta casa, bajo la nieve cegadora, donde sólo me salva el amor reinventado, quiero dejar por fin de torturar las palabras. Se me olvidó mi idioma. Se desvaneció en otros idiomas. Estoy caminando en el texto, en las páginas. Recorro las páginas como un desierto. Tienen la aridez del desierto y del invierno. Este idioma es extranjero. Pronto me iré, huiré de estas estaciones estériles. Buscaré el verano permanente. Tal vez me queden algunos años para aprender a callarme.
*Frédéric-Yves Jeannet nació en Grenoble, Francia, en 1959. Llegó a México en 1977. Se nacionalizó en 1987. Es licenciado y maestro en letras inglesas en la Universidad de Grenoble. Es maestro de francés y de teoría literaria. Es autor de los libros: De la distancia (un volumen de crítica, cartas y ensayos con Michel Butor) y de La luz del mundo.
Carlos Illescas
Trazan una línea blanca Tal como va produciéndose el sonido reverberante del rayo… "La liberación" I Ching a mis amigos hebdomadarios de El Búho Las golondrinas tardías transcurren río arriba de las nubes. El verano deshebra la tela de su vuelo; pero un largo eco, cuerno de caza del silencio, atempera otros sonidos como a ramos de un sol impenetrable a las llorosas lluvias de antaño. Demoran, sin duda, en riscos altos, y desoladamente yerbas, prenden el verdor y no perciben el pasar del tiempo. Son tardías al cenit y a los ocasos al perder pie cercanas de los mares desmenuzados en arenas con huellas impresas por la noche anticipada. Demoran como meditación temprana entre un hervor de labios sin cerrojos; y no la luz, sino el bozo de la sombra acude al vuelo, amnesia sin fulgor; con idea del color perdiéndose y las olas, por fin, en movimiento. Rostro de otros tiempos, son; ceños dibujados tras un lápiz suplicante; pero son, también, música del día goteados los últimos acordes. Y en su pendencia, ya raídos los luceros, ellas siguen caminos conocidos destinando en otras rutas sus pequeñas venturas. Pasan sin mi pensamiento, elegidas mutaciones de otra época acuñada en el rubor de las manzanas aún pendiendo del instante aniquilado. Verlas pasar conforma simultáneos aspavientos para el alma; más sueño en vivo que realidad despierta, ellas, las golondrinas, inquietan la estación, el ínfimo peldaño sin escalas abierto ya un arcón de sutilezas, ruegos de ánimas celestes arpegiadas sobre un piano, ataúd llamando el tedio. Dejarán su huella en frutos grises al madurar en la ribera del frutero; ni más acá ni más allá de la pintura gemida por un impresionista instado a ser otoño de incansables primaveras. Pasan en silencio, en retrato anónimo, sorbidas en las libaciones de un bostezo y sólo referencia son, lo auguran, pobladas horas de otras golondrinas tempraneras a la hora del íntimo nadir, la luna, las mareas altas, las doncellas suspirosas recortadas en los quicios. Si pertenecen al más cercano olvido, si dejaron el sentido en el tramonto, si domicilio son de culpa sin pecado, algo dicen irreferible en los portales añejados por el perpetuo retornar de sus puntuales compañeras. Ruinas, encarnación del musgo, de la pelvis de la muchacha adolescente, rigor al mediodía, su parpadeo persistente durante el rezo de los peregrinos incitados por sus queridos epitafios. Son tardías como la esperanza y las uvas cuando someten al paisaje al solo color de los racimos de cantarle a faunos invisibles, en espera, siempre, de sorprender al gladiolo de la ninfa. Si no lo fueran, el vuelo cambiaría el curso del celaje en su lujuria de fuego parpadeando otros amores. Ellas prefieren solamente geometrías, el vuelo recto, el decimal inscrito en el cuaderno de niños tartamudos. Son exhalación. Tardíos raudales de pequeñas naves impulsadas a crueles horizontes sin salida y a la magia del cálamo que llora; largo en su fatiga tranco de las garzas el impedirle al río su corriente repetida con espejos de inconsciencia sosegada. ¿Y de dónde volverán sumisas a los trenzados dedos memoriosos? ¿Quién sacude los cabellos de los ángeles en la división de monte y vuelo, cielo y ola liberados de su viaje? Allá van con las formas de otros tiempos metidos en las casullas hacia el marfil de linajes esculpidos en pechinas ampulosas bajo el coro de templos sumergidos, pero en alto, a ras del éter taraceado en infinito. Golondrinas tardías cuyos nombres nos ignoran, exilio del balcón donde un día uncioso profesaron la fe sin cautiverio. Vuelven. Vuelven. Vuelven. Y al hacerlo somos otros nombres del gemido y el mirar con uñas y cabellos nunca con los ojos. Yo os saludo, puntos infinitos con mis alegrías de Centauro sordo cercano al pasto sin verdura. Del pañuelo, ya borroso el monograma. Un día me llevaréis sin despertarme hacia el tardío sol que aún alumbra.
México, D.F., noviembre de 1996
*Carlos Illescas, nació en Guatemala en 1918, reside en México desde 1944. Poeta, narrador y artista plástico. Es autor, entre otras obras, de Modesta contribución al arte de la fuga, poesía; y del libro Diez cuentos difíciles.
Hernán Lavín Cerda
La espiral de los cóndores (fragmentos) Allí están las moscas volantes que zumban, zumban y zumban en el abismo de tus ojos, pero no, Dios ha dicho que no son moscas que van zumbando por encima de las nieves eternas, ¿no ves que son abejas de color ámbar muy oscuro, no ves que son abejorros con locura de atar y nunca desatar, no ves que son abejas que van y vienen zumbando por encima de las nieves eternas, a las de 3.000 metros de altura sobre las aguas umbilicales, las frías aguas del océano Pacífico?, pero no, Dios dice que las moscas no son abejas, y las abejas no son abejorros ni son abejas, y aquel zumbido viene del corazón de las flores convertidas en frutos, esos dedos que zumban entre los cactus de color ámbar muy oscuro. los dedos con sus espinas, como higos llenos de agua roja. * Milenaria, la tortuga levanta los ojos, observa los dedos del cactus y muerde las espinas de color sangre, la sangre más antigua, las espinas por donde caen las gotas de agua de los higos, la más antigua miel translúcida. Tres cóndores vuelan en una espiral de humo, ceniza y humo, tres cóndores dibujan su vuelo sobre la cabeza enrojecida de la tortuga: tres cóndores con el collar de plumas blancas, todas las plumas del mundo alrededor del cuello, las plumas en espiral, las plumas eternas en el vuelo de tres cóndores igualmente milenarios. Ahora tiemblan los crótalos de la víbora de cascabel, ceniza y humo, la víbora se estremece junto a dos iguanas de ojos de color ámbar muy oscuro, como los dedos del cactus, los dedos con sus espinas, y el sonido intermitente de los crótalos, el miedo y la sospecha en espiral, el sonido de los crótalos como higos llenos de agua roja. Milenaria, la tortuga levanta los ojos, observa los dedos del cactus y de pronto descubre los anillos de una boa de siete metros que también muerde las espinas de color sangre, la sangre más antigua y más ambigua, las espinas por donde caen las gotas de agua de los higos, la más antigua miel translúcida: por detrás de la boa cutos ojos han perdido casi la visión, fluye el veneno de la yarará, esa víbora que tiembla, ceniza y humo, bajo el vuelo en espiral de los tres cóndores. El ñandú más antiguo ve cómo fluye el veneno de color ámbar muy oscuro, y a lo lejos aparece y desaparece la sombra del Aconcagua con sus 6.959 metros de altura: por debajo del vuelo de los cóndores, hacia el abismo, en la región umbilical del mundo, aparecen y desaparecen las aguas torrenciales, el sonido de los crótalos en las aguas de color sangre, la sangre más antigua del río Mendoza.
*Hernán Lavín Cerda nació en Santiago de Chile en 1939, vive en México desde 1974. Ha publicado más de una treintena de libros de poesía, ensayo y narrativa, entre los cuales destacan: El que a hierro mata (1974), Nueva teoría de la evolución (1985), Al fondo está el mar: figuraciones de España (1990), Por si las moscas: galas del trovar (1992), La inmortalidad y otras provocaciones (1996).
Francis Mestries
La diadema de la luna Nos paramos a la sombra del Tepozteco del lado de las milpas. El verano hervía de insectos ebrios y de estiércol de vaca. Comulgábamos en silencio en espera del prodigio. Los acantilados eran la nave gótica puesta a vibrar para los esponsales de la luna y el sol. El silencio empezó a subir como una marea y se apoderó del valle. El sur se tiñó de oro. Lentamente se oscurecía el cielo y las nubes se cargaron de presagios de tormenta. En los patios se acurrucaron las aves, los pájaros del monte enfilaron a sus nidos. Un asno enloquecido perforó el silencio morado con su queja alucinada. Las luciérnagas prendieron sus focos en los matorrales. En la cinta de asfalto los autos daban pasos de ciego a la luz de sus linternas. Se respiraba una amenaza de tinieblas. El día se iba poniendo la careta de la noche. Hormigas voraces carcomían la faz del sol, sus rayos se empañaron como una estrella lejana soplada por vientos cósmicos. La luna iba devorando al sol como la manta hembra se alimenta del macho luego de ser poseída por él: se iba tragando al sol para coronarse con los fulgores agónicos de su amante real. Nos penetró el crepúsculo como un puñal. Una pausa se hizo en el fluir de la vida, un sueño despierto, un ominoso presentimiento, una paz de sepulcro. Nos miramos y callamos. De repente las lanzas del sol tronaron como trompetas sobre nuestras cabezas, el disco áureo emergió de su limbo de brumas, y el corazón de la tierra recobró su palpitar, su creciente estruendo de ladridos, rugidos de motor, cantos, risas, gritos y llantos. El aire parecía más puro y brillante, limpio de escorias, a nuestros ojos y piel, como el primer destello del alba. Nos sumergimos en él como en un agua lustral.
Julio de 1991
*Francis Mestries Benquet nació en 1949 en Casablanca, Marruecos. Desde 1978 vive en México, donde trabaja como sociólogo rural en la Universidad Autónoma Metropolitana. Ha publicado en las revistas La Palabra y el Hombre, Vía Libre, Verdehalago y Fuentes (UAM). Es coautor de la antología poética Pandilla de Nubes (UAM, 1990) y autor del poemario Suelas de viento (UAM, 1996).
Eduardo Mosches
Siempre efímera La dulzura de la vida es siempre efímera. Sorbo a sorbo desciende el nivel de líquido arrugas del anciano se divierten sonrisas acompañan recuerdos. Hamaca moviéndose brisa de cuerpos sudor desplazando piel coquetea al cálido aire recuerdan amores estrellados sobre la acera furtivas lágrimas congeladas tras la mueca prohibiciones de lo expresable uñas mordidas hasta la raíz del pan duro el presente: el recuerdo gastado de lo que pudo ser. Dar vuelta al revés de las agujas todo pasado fue mejor. Sorbo a sorbo la arena se desliza montañas escaladas sin llegar atrás de la cúspide húmedo oasis vilipendiado por el sol azúcares de lo no vivido y de aquello que casi alcanzamos revuelve la cucharita el fango beber calcinante arde la lengua hasta el tuétano del furor. Manos arrugadas acarician piel de otras manos memoriando recuerdos hurgar amoroso instante pariendo presente cintura retomada al ritmo de un baile susurrado los años cuelgan como monos de las arrugas brincan de rama al torrente evocación. Nadar cara al viento del momento placer de vivir luz atravesando el ojo de tiniebla acción redonda aterrizaje en la pasión miedosa de existir. Esperar el agua móvil de la mortalidad. El río no llega a caber dentro del vaso que bebemos.
Soplar al tiempo La enredadera de los años va tejiendo con humildad y cierta displicencia este gobelino a colores la enramada de vivencias se enreda entre los ojos para vislumbrar con ternura candente la vida haciéndose y deshaciéndose alumbrando los rincones que queremos ocultar o desconocemos. Alumbrarnos en las velas de los cumpleaños que ya no se prenden pero deseamos que nos reconozcan reconocer. Sentirse unido a la tristeza melancolía de los años que pasan propios y ajenos ininterrumpidamente desfilan como nubes deshiladas bajo las montañas plagadas de senderos bosques e incendios por sequía para seguir existiendo bajo la temperatura del sol. La acera quebrantándose con los temblores el parto prematuro de una vida desaparecen los caminos construidos camiones que avanzan sin chofer sólo creando rutas en la inmensidad de lo desconocido. Es posible navegar formar puertos movibles que deseen anclarse a las naves para uncirse a los vientos inflar el velamen perdido mientras el deseo de amar se una al sendero de los arcoíris. El asombro de lo inestable llena la pérdida de los ritos amorosos. Buscar la permanencia es la ilusión en estos tiempos. Los años seguirán marchando en su raída caminata.
*Eduardo Mosches nació en Buenos Aires, Argentina en 1944. Reside en México desde 1976, está naturalizado mexicano. Dirige la revista literaria Blanco Móvil y ha publicado los poemarios Los lentes y Marx, Los tiempos mezquinos y Cuando las pieles riman.
Angelina Muñiz-Huberman
Oído desatento fue el claro dentro de la isla abandonada lo que me hizo añorar una y otra vez lo llamé isla en la isla con la alta palma real y los cocos a punto de caer. fue el claro y el brillo del machete en el cañaveral. a plena luz del día, agobiante sin agobio para mí: otoño del trópico que no es otoño entre el rumor de insectos zumbido de la cigarra canto del pájaro totí un círculo de piedras marcó el lugar de la confesión niña entonces, olvidé la confesión: mi madre hablaba, hablaba, no paraba de hablar: todo me lo dijo: nada guardé sólo quedó la luz hiriente del claro la enorme sombra de la palma real y el destello irisado del machete en el cañaveral el círculo de piedrecillas pulidas como arena de mar espejeaba rostros sin forma pieles sin tono de color: imperturbable calma alrededor el círculo gris piedra el reflejo plata de agua la sombra y el tronco acero ni siquiera el tiempo recordaban en el claro era el claro en el círculo era el círculo en la sombra era la sombra precisa confesión de palabra no escuchada ¿de qué sirvió el esmero en oído desatento? cuchillos que no blandieron agua de río campanas que no tocaron a rebato plaza que no emprendió su defensa el sol se ponía y era mayor el descuido antiguos guerreros de lanza y espada borraban con su paso el círculo herido no llegó la hora del retorno ni la almohada anunció el reposo de niña, en el claro, no supe guardar la historia ¿serían sus sueños de infancia? ¿la aceituna que no supo varear? ¿las sendas que mancilló? ¿las rutas por las que no marchó? ¿el error, el desacierto? ¿la caricia que no recibió? ¿el dolor más grande que el dolor? ¿qué era aquello que mi padre me contaba? ¿por qué en el claro ocurría la confesión? y yo, ¿por qué dejé de escuchar? historias que no pudieron ser historias luz apretada, luz envolvente, luz de isla si era la hora de regresar el camino cintilaba en breves trechos había que apartar los altos matorrales desbrozar una nueva claridad hiriente eran nuestras las marcas y de nadie más lugar recóndito, perfecta secreta sagrada morada en lo escondido del monte, donde solos, no sabíamos que un padre y una hija en ese iluminado momento caminaban al largo paso de su impensada separación.
*Angelina Muñiz-Huberman nació en Hyères, Francia, el 29 de diciembre de 1936. Vivió en Caimito del Guayabal, Cuba, de 1939 a 1942. Llegó a México en marzo de 1942. Ha escrito, entre otros libros, Huerto cerrado, huerto sellado (1985), Hacia Malinalco (1986) y El ojo de la creación (1992).
Carmen Nozal
Ámbar Dijeron nube y las torres se avergonzaron y se inclinaron los colores grises: se hicieron arcos; las piedras se llenaron de rubor, dieron a luz un parpadeo, dijeron la palabra amanecía. Las piedras son las nubes de la tierra, las nubes, recuerdos del cielo. Llovizna y en los campos florece la memoria. Una muchacha la contempla, la corta, la vuelve margarita, deshoja un libro, vuelan poemas, se pierden versos. Otra muchacha los encuentra y el mundo cambia sus imágenes: el día se llena de invocaciones, el día se derrama en las palabras, el día se jicarea.
*Carmen Nozal nació de Gijón, Asturias, España, el 30 de noviembre de 1964. Reside en la Ciudad de México desde 1986. Ha publicado entre otros libros: Aquamor, Visiones de piedra, Viaje al fondo de la o, El espejo de Luzbel, Vagaluz, y Acueductos del sueño.
Ramón Xirau
Presència Què cerco en aquest món, sinó la teva veu silenciosa que en el mar posa amor i troba amor? Però les llums de la cíutat especulen amb el níquel de les finestres y no hi ha vida que ni tingui algún principi pur, ni naixença sense mort, ni esclat sense escuma, ni negació total sense presencia. Què cerco en les coses, sinó la teva petjada flamejant, la teva ferida lluminosa en les fulles tremoloses dels ocells? Naixença sense mort, vida que em cerca, em mura, on és la teva mar secreta, inmòbil com el temps de la sageta? Una veu de desert vibra en les faunes diminutes de l'abre.
Presencia ¿Qué busco en este mundo, sino tu silenciosa voz que en el mal pone amor y encuentra amor? Pero las luces de la ciudad especulan con el níquel de las ventanas y no hay vida que no tenga algún principio puro, ni nacimiento sin la muerte, ni estallido sin espuma, ni negación total sin la presencia. ¿Y qué busco en las cosas, sino su huella llameante, tu herida luminosa en las hojas trémulas de pájaros? Nacimiento sin muerte, vida que me busca, me enmuralla, ¿dónde tu mar secreto, inmóvil como el tiempo de la saeta? Una voz de desierto se estremece en las faunas diminutas del árbol.
V
Mesa, madeira posta próximo dos homens: pero corte da plaina, a lixa ríspida, a cera sobre o betume, os nós; e dedos tacteando as últimas rugosidades; morosamente; com o amor do carpinteiro ao objecto que nasceu para viver na casa; no sítio destinado há muito; como se fosse, quase, uma criança da familia.
V
Mesa, madera puesta cerca de los hombres; por el corte del cepillo, la lija áspera la cera sobre el resanador, los nudos; y dedos tocando las últimas rugosidades; lentamente; con el amor del carpintero hacia el objeto que nació para vivir en la casa; en el sitio destinado hace mucho; como si fuese, casi, un niño de la familia.
VI
O pássaro; a su anatomia rápida; forma cheia de pressa, que se condensa apenas o bastante para ser visível no céu, sem o ferir; modelo doutros voos: nuvens; e vento leve, folhas; agora, atónito, abre as asas no deserto da mesa; tenta gritar às falsas aves que a norte é diferente: cruzar o céu com a suavidade dum rumor e sumir-se.
VI
El pájaro; su anatomía rápida; forma llena de prisa, que se condensa sólo lo bastante para ser visible en el cielo, sin herirlo; modelo de otros vuelos; nubes; y viento leve, hojas; ahora, atónito, abre las alas en el desierto de la mesa; intenta gritarles a las falsas aves que la muerte es diferente: cruzar el cielo con la suavidad de un rumor y desaparecer.
VII
Cavalo; reprodutor de luz nos prados; quando respira, os brônquios; dois frémitos de soro; exalam essa névoa que o primeiro sol transforma numa crina trémula sobre pastos e éguas; mas aqui marcou-o o ferro dos lavradores que o anjo ignora; e endureceu-o de tal modo que se entrega; como as bestas bíblicas; ao tétano, ao furor.
VII
Caballo; reproductor de luz en los prados; cuando respira, los bronquios; dos relinchidos de suero; exhalan esa niebla que el primer sol transforma en una crin trémula sobre pastos y yeguas; pero aquí lo marcó el hierro de los labradores que el ángel ignora; y lo endurece de tal modo que se entrega; como las bestias bíblicas; al tétano, al furor.
VIII
Outra mulher: o susto a entrar no pesadelo; oprime-a o ar; e cada passo é apenas peso: seios donde os mamilos penden, gotas duras de leite e medo; quase pedras; memória tropeçando em árvores, parentes, num descampado vagaroso; e amor também: espécie de peso que produz por dentro da mulher os mesmos passos densos.
VIII
Otra mujer: el susto entrando en la pesadilla; la oprime el aire; y cada paso es solamente peso: senos de donde los pezones hacen caer, gotas duras de leche y miedo; casi piedras; memoria que tropieza en árboles, parientes, en un descampado lento; y amor también: especie de peso que produce por dentro de la mujer los mismos pasos densos.
IX
Casas desidratadas no alto forno; e olhando-as, momentos antes de ruírem, o anjo desolado pensa: entre detritos sem nenhum cerne ou agua, como anunciar outra vez o milagre das salas; dos quartos; crescendo cisco a cisco, filho a filho? as máquinas estranhas, os motores com sede, nem sequer beberam o espírito das minhas casas; evaporaram-no apenas.
IX
Casas deshidratadas en el alto horno; y mirándolas, momentos antes de caer, el ángel desolado piensa entre detritus sin ninguna dureza o agua, ¿cómo anunciar otra vez el milagro de las salas; de los cuartos; que crecen cisco a cisco, hijo a hijo? las máquinas extrañas, los motores con sed, ni siquiera bebieron el espíritu de mis casas; lo evaporaron solamente.
X
O incêndio desce; do canto superior direito; sobre os sótãos, os degraus das escadas a oscilar; hélices, vibrações, percutem os alicerces; e o fogo, veloz agora, fende-os, desmorona toda a arquitectura; as paredes áridas desabam mas o seu desenho sobrevive no ar; sustém-no a terceira mulher; a última; com os braços erguidos; com o suor da estrela tatuada na testa.
X
El incendio baja; del ángulo superior derecho; sobre los áticos los peldaños de las escaleras oscilando; hélices, vibraciones, golpean los cimientos; y el fuego, veloz ahora, los raja, desmorona toda la arquitectura; las paredes áridas se desploman pero su dibujo sobrevive en el aire; lo sostiene la tercera mujer; la última; con los brazos erguidos; con el sudor de la estrella tatuada en la frente.
*Ramón Xirau nació en Barcelona en 1924. Filósofo y poeta. Llega a México el mes de agosto de 1939. "Poeta del entusiasmo y de la contemplación" (Octavio Paz). Su obra poética: Diez poemas, 1951; El espejo enterrado, 1955; Las playas, 1974; Dicho y descrito, 1983 y Pájaros, 1985.
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