No. 102 / 2017
Transhumanar y organizar
La serenidad no será, esto es seguro, fuente de ninguna poesía política.
Por comodidad, llamamos poesía política a toda aquella que hace mención expresa de lo político, tenga éste la forma que fuera, la de las instituciones o la de su negación, cuando en realidad poesía política es —diría Pasolini— el ansia que habla para alcanzar la realidad (la mia lingua si crepa nell'ansietà che io devo soffocare parlando: mi lengua se quiebra en la ansiedad que debo sofocar hablando). Un poeta, en tanto militante, ha de ser dual: dos personas, una de las cuales se apaga cuando crece la otra, que a su vez se multiplica en personas, en tanto a cada vacilación sigue un resurgimiento, un renacer.
Es curioso que Pasolini, que concebía la poesía de esta forma —una ansiedad—, hablase en el sentido más convencional cuando políticamente debía hablar de poesía. Esto es, poniendo a la poesía entre las posibilidades que se le niegan al ser humano. En su celebrado poema "Al príncipe" dice:
Para ser poetas, hay que tener mucho tiempo:
horas y horas de soledad son el único modo
de que se forme algo, que es fuerza, abandono,
vicio, libertad, para dar estilo al caos.
El poema concluye equiparando esa negación de un tiempo esencial con la falta de pan: el "mundo humano" y no solo la vejez "a los pobres quita el pan, a los poetas la paz". Esto es, Pasolini parece ver aquella poesía de la ansiedad como una anomalía. Su poesía, de hecho, deriva cada vez más hacia la conversación, el apunte, o, como define en Transhumanar y organizar, su último libro, el "artefacto"; y artefacto escrito por encargo.
Un duro núcleo trascendente —no dentro de lo que se entendía por trascendentalismo en el siglo XIX, sino ubicado en el "decadentismo" de la literatura italiana a fines del XIX— alentaba en ese modo de ver de Pasolini. Y su poesía se movía entre la armonía, el abandono y la contemplación, por un lado, y la ansiedad que agrieta la lengua (el verbo crepare se puede traducir también por "estallar", "reventar"), por el otro. Precisamente el título de su libro último es el que señala la manera en que podría resolverse la contradicción: transhumanar es un verbo inventando por Dante Alighieri cuando debe explicar cómo ascendió al Paraíso con Beatrice, esto es, dónde estaba su cuerpo y dónde su alma, o si ambos estaban juntos. Dante dice que ese "transhumanar" —trascender lo humano, elevarse de la tierra real a un Empíreo o suma experiencia que se sostiene solo en las formas del espíritu— es imposible de explicar per verba, esto es, con palabras. Por su parte, la palabra "organizar" era un imperativo leninista, por lo tanto, terrenal: no hay revolución sin organización. A lo largo del libro, y específicamente en el poema que da título al conjunto, Pasolini se pregunta si organizar es el medio actual para transhumanar. De algún modo se responde cuando declara que siente en su espalda la "mano untuosa" de San Pablo que lo empuja a regresar al Partido. Y es que San Pablo fue, para la Iglesia (o para las iglesias que componían en su tiempo la Iglesia Católica) una suerte de Lenin, un organizador terrenal del espíritu. Pasolini diría por esa época, en un reportaje, que estaba admirado de la capacidad de los santos, Pablo en primer lugar, de unir la vida contemplativa a la vida activa.
El problema no se resuelve: Pasolini parece seguir pensando que lo que escribe, incluyendo el poema en que dice esas cosas, no es ya poesía en términos clásicos. De este modo, su reflexión se inclina más bien hacia lo que el poeta debe hacer en su vida práctica, en su vida política: adherir al Partido, donde no está aún la verdad, que significará permanecer callado en la vida pública mientras contribuye a crear las nuevas instituciones; la poesía quedaría para su otra vida, su vida espiritual, que al mismo tiempo es crítica. Y allí uno comprende que una poesía a la vez metafísica y crítica en realidad no cabía en su mundo humano, en el mundo político. El milagro era que con todo esto —con su ansiedad y su ideal eugénico— hacía Pasolini un discurso, una poesía. La armaba con su propia vacilación, entre el cielo y el infierno, por así decirlo.
La lectura crítica de aquella concepción estribaría hoy en que nunca la poesía fue contemplativa ni pudo en modo alguno compararse a la experiencia mística. Esto es, no es, ni siquiera en la subida al Monte Carmelo, extática. Si la poesía fuese el resultado de la experiencia extática, de la visión, sería un producto pobre. Pero, además, no es imaginable que quien ha podido levitar o alcanzar el satori quiera regresar para escribirlo. Dante lo hace porque en realidad no llega a estar seguro de si ha visto a Dios, o porque en verdad está obligado a regresar; San Juan lo escribe porque la experiencia de la "noche oscura del alma" (noche en el sentido de negación de toda realidad no trascendente) no ha sido completa o se ha alcanzado y se ha perdido. Quien vive en beatitud, diríamos, no escribe poesía. La poesía es producto del error, del ascenso y del descenso. Se mueve entre aguas de relatividad y absoluto, de mera contemplación y de acción cotidiana. Y su lengua, aun la de Dante que se expresa en tercetos bien medidos, no es equilibrada: el infierno pesa enormemente en el total de la Divina Comedia. La "casa sosegada" parece a su vez un accidente en la poesía de San Juan de la Cruz. Con el agravante de que la narración del mundo trans-humano en términos vulgares no es un inevitable fallo sino un propósito explícito en Dante.
Así pues, se admitirá que digamos que toda poesía se agrieta, se cuartea: toda es lengua reventada. Pero esto es tan fácil como decir "toda poesía es política". Yo diría que más política es, en todo caso, la que se mueve por la pregunta sobre cómo congeniar el príncipe de abajo —el Estado, su organización o putrefacción— con el del reino que "no es de este mundo".
Aquella bíblica declaración del Cristo humano, aquel problema, ha movido la pluma de César Vallejo en el "Himno a los voluntarios de la República":
El mundo exclama: “¡Cosas de españoles!” Y es verdad.
Consideremos,
durante una balanza, a quemarropa,
a Calderón, dormido sobre la cola de un anfibio muerto,
o a Cervantes, diciendo: “Mi reino es de este mundo, pero
también del otro”: ¡punta y filo en dos papeles!
Y se convirtió, a mi ver, en la piedra en el camino de Carlos Drummond de Andrade:
No meio do caminho tinha uma pedra
Tinha uma pedra no meio do caminho
Tinha uma pedra
No meio do caminho tinha uma pedra
Nunca me esquecerei desse acontecimento
Na vida de minhas retinas tão fatigadas
Nunca me esquecerei que no meio do caminho
Tinha uma pedra
Tinha uma pedra no meio do caminho
No meio do caminho tinha uma pedra.
Caída, ya en el medioevo, no solo la regla áulica de la forma, sino la simetría y convivencia entre el mundo humano y el mundo divino, la maravilla de un decir incompleto asoló la poesía. Ésta ha sido desde entonces su política. Y dejar que el faltante lo llene todo tipo de voces, de los más diversos reflejos del mundo humano, parece su función, su inaceptado lugar en este mundo; aquel por el cual a los poetas se les niega la paz y se los coloca en el papel de no siempre cómodos compañeros de ruta. Cuya pretensión es, para colmo, la de organizar, la de poner de acuerdo. Una impertinencia y una impertenencia.