No. 104 / Noviembre 2017
Tienda de fieltro
¿La condición posmoderna?
Miguel Casado
Parecería, cuando va a hacer dos décadas de su muerte, que la figura de Jean-François Lyotard ha quedado marcada por la hostil recepción que tuvo La condición posmoderna: todos los tópicos que tomaron la posmodernidad como sinónimo de pensamiento débil, relativismo blando o ejercicio lúdico del no-querer-saber lo eligieron como blanco. Es sabido que la falta de lectura produce estas deformaciones; pero es una pena que se haya simplificado así la obra de quien supo dibujar el espacio del debate posterior sobre la ciencia, la cultura y la política, con sus múltiples facetas de filósofo puro, arriesgado pensador sobre arte, lógico sutil entre los desajustes de la comunicación, militante durante largo tiempo (en Socialismo o Barbarie, en Poder Obrero, en mayo del 68). Hace muchos años escribí sobre la cualidad narrativa de Peregrinaciones, extraña y bifronte autobiografía intelectual; hoy querría volver al periodo que va del primer título citado (1979) a este segundo (1986), pasando por El diferendo y La posmodernidad explicada a los niños, porque sus análisis siguen vigentes. Y también por recordar a quien tuvo –en palabras de Derrida– “un valor y una independencia de pensamiento de los que conozco pocos ejemplos”.
No parece razonable considerar –y Lyotard, desde luego, no lo hace– que ser posmoderno sea una opción o una propuesta. Es una época. Es la época que vivimos –más allá del desuso de los nombres y las apariencias de cambio–, y La condición posmoderna describe un estado de cosas con la frialdad de un examen científico y con rabia ensordecida. Se trata de la época en que han perdido su cualidad explicativa y legitimadora los grandes relatos –del progreso de la razón y la libertad, de la emancipación del trabajo, del avance de la ciencia para el bienestar de la humanidad–, que no funcionan ya como lenguas universales, sustituidos por una lógica de eficiencia que ha dado soporte a una economía de ámbito global, caracterizada sin embargo por excluir de los bienes a la mayor parte de la población, y que se ha vuelto fin en sí misma, con leyes como la del beneficio siempre creciente, o con paradojas como el deseo de una acumulación de capital a la vez irregular y permanente. La crisis se nutre sin duda de estas raíces.
De ese modo, el saber ha dejado de proponerse la formación de la conciencia, para dar en mercancía, para ser vendido, y hacerse –en la era digital– indistinto del poder frío y desnudo al que acabo de aludir. De ello procede, según Lyotard, la demanda creciente de un desarme intelectual, la guerra múltiple contra lo que no se entiende (arte, literatura, filosofía), la exigencia de una comunicación sin obstáculos en que la lengua y las ideas se plieguen a la normalidad. Quizá nada lo muestre mejor que el mito español del consenso: nombre maquillado para la conservación de un sistema, coartada contra cualquier crítica y contra todo lugar de diferencia. No en vano, en el habla actual de los expertos el consenso supone una referencia más sólida que la realidad.
Pérdida de realidad hay, sin duda, en este estado de cosas. Lyotard llegó a la lógica y a la filosofía del lenguaje desde un doble aprendizaje en la fenomenología y el marxismo, y siempre, quizá por eso, juzgó letal que sensaciones y sentimientos fueran relegados como modos de conocer, la ceguera ante la incontrolable y maravillosa fragmentación de pequeños acontecimientos que compone la vida. Por su acento en lo perceptivo, por su atención a lo que surge en cada instante, captó cómo todas las formas de realismo dan la espalda a lo real, sustituyéndolo por códigos, sin advertir el robo de realidad que el control de la comunicación implica. Así encontraba que uno de los mayores poderes del capitalismo es el de “desrealizar los objetos habituales, los papeles de la vida social y las instituciones”.
Si, en su análisis de la posmodernidad, destaca la anticipación de lo que las décadas siguientes han traído, quizá el núcleo decisivo de su pensamiento esté en lo que él llamó diferendo: cuando la inabarcable trama de géneros de discurso y modos de habla que constituye la lengua social establece una heterogeneidad insalvable, cuando no hay ningún tipo de discurso común al que puedan traducirse los demás. Ni siquiera podría serlo el discurso del capital, aunque parezca indistinto de la comunicación misma y sus cauces: la dinámica de exclusiones y la distancia respecto a la percepción –a los hechos– que le son constitutivas, le niega este papel. El diferendo surge de esta inconmensurabilidad de las hablas, y es especialmente agudo en el caso de quienes más padecen el daño del sistema, pues se ven forzados a testificar en la lengua de quien les causa ese daño. En el diferendo quiebran los mitos del consenso y el diálogo: es el nudo del conflicto social en un mundo armado por lenguajes. “El objeto de una literatura, de una filosofía y tal vez de una política sería señalar diferendos y encontrarles idioma”.
Esta clase de conflicto –decía Lyotard– “no se puede resolver por medio de la especulación o en el terreno de la ética; debe resolverse en la práctica crítica, en una incierta lucha contra aquella parte que afirma ser el juez”. Obsérvese que le asigna a esta tarea crítica algo que ha definido como imposible: una lengua común, una regla de traducción de hablas, en definitiva, un nosotros desaparecido: “Escribimos contra la lengua, pero necesariamente lo hacemos con ella. Decir lo que ella sabe decir, eso no es escribir. Queremos decir aquello que ella no sabe decir pero que, según suponemos, debe poder decir. Cuando el totalitarismo ha vencido y ocupa todo el terreno, no puede afirmarse que esté plenamente consumado si no ha eliminado la contingencia incontrolable de la escritura”. Me parece que este desafío es lo que singulariza el pensamiento de Lyotard; lo coloca ante un imposible que se desdobla en impugnación, y que en el rechazo se hace experiencia. Y resulta inseparable de su abierta defensa del arte de las vanguardias, cuya muerte ha sido y es una obsesión de todas las operaciones normalizadoras. No este o aquel rasgo vanguardista, sino su “trabajo largo, obstinado”, su arañar en las entrañas de lo establecido.
No parece razonable considerar –y Lyotard, desde luego, no lo hace– que ser posmoderno sea una opción o una propuesta. Es una época. Es la época que vivimos –más allá del desuso de los nombres y las apariencias de cambio–, y La condición posmoderna describe un estado de cosas con la frialdad de un examen científico y con rabia ensordecida. Se trata de la época en que han perdido su cualidad explicativa y legitimadora los grandes relatos –del progreso de la razón y la libertad, de la emancipación del trabajo, del avance de la ciencia para el bienestar de la humanidad–, que no funcionan ya como lenguas universales, sustituidos por una lógica de eficiencia que ha dado soporte a una economía de ámbito global, caracterizada sin embargo por excluir de los bienes a la mayor parte de la población, y que se ha vuelto fin en sí misma, con leyes como la del beneficio siempre creciente, o con paradojas como el deseo de una acumulación de capital a la vez irregular y permanente. La crisis se nutre sin duda de estas raíces.
De ese modo, el saber ha dejado de proponerse la formación de la conciencia, para dar en mercancía, para ser vendido, y hacerse –en la era digital– indistinto del poder frío y desnudo al que acabo de aludir. De ello procede, según Lyotard, la demanda creciente de un desarme intelectual, la guerra múltiple contra lo que no se entiende (arte, literatura, filosofía), la exigencia de una comunicación sin obstáculos en que la lengua y las ideas se plieguen a la normalidad. Quizá nada lo muestre mejor que el mito español del consenso: nombre maquillado para la conservación de un sistema, coartada contra cualquier crítica y contra todo lugar de diferencia. No en vano, en el habla actual de los expertos el consenso supone una referencia más sólida que la realidad.
Pérdida de realidad hay, sin duda, en este estado de cosas. Lyotard llegó a la lógica y a la filosofía del lenguaje desde un doble aprendizaje en la fenomenología y el marxismo, y siempre, quizá por eso, juzgó letal que sensaciones y sentimientos fueran relegados como modos de conocer, la ceguera ante la incontrolable y maravillosa fragmentación de pequeños acontecimientos que compone la vida. Por su acento en lo perceptivo, por su atención a lo que surge en cada instante, captó cómo todas las formas de realismo dan la espalda a lo real, sustituyéndolo por códigos, sin advertir el robo de realidad que el control de la comunicación implica. Así encontraba que uno de los mayores poderes del capitalismo es el de “desrealizar los objetos habituales, los papeles de la vida social y las instituciones”.
Si, en su análisis de la posmodernidad, destaca la anticipación de lo que las décadas siguientes han traído, quizá el núcleo decisivo de su pensamiento esté en lo que él llamó diferendo: cuando la inabarcable trama de géneros de discurso y modos de habla que constituye la lengua social establece una heterogeneidad insalvable, cuando no hay ningún tipo de discurso común al que puedan traducirse los demás. Ni siquiera podría serlo el discurso del capital, aunque parezca indistinto de la comunicación misma y sus cauces: la dinámica de exclusiones y la distancia respecto a la percepción –a los hechos– que le son constitutivas, le niega este papel. El diferendo surge de esta inconmensurabilidad de las hablas, y es especialmente agudo en el caso de quienes más padecen el daño del sistema, pues se ven forzados a testificar en la lengua de quien les causa ese daño. En el diferendo quiebran los mitos del consenso y el diálogo: es el nudo del conflicto social en un mundo armado por lenguajes. “El objeto de una literatura, de una filosofía y tal vez de una política sería señalar diferendos y encontrarles idioma”.
Esta clase de conflicto –decía Lyotard– “no se puede resolver por medio de la especulación o en el terreno de la ética; debe resolverse en la práctica crítica, en una incierta lucha contra aquella parte que afirma ser el juez”. Obsérvese que le asigna a esta tarea crítica algo que ha definido como imposible: una lengua común, una regla de traducción de hablas, en definitiva, un nosotros desaparecido: “Escribimos contra la lengua, pero necesariamente lo hacemos con ella. Decir lo que ella sabe decir, eso no es escribir. Queremos decir aquello que ella no sabe decir pero que, según suponemos, debe poder decir. Cuando el totalitarismo ha vencido y ocupa todo el terreno, no puede afirmarse que esté plenamente consumado si no ha eliminado la contingencia incontrolable de la escritura”. Me parece que este desafío es lo que singulariza el pensamiento de Lyotard; lo coloca ante un imposible que se desdobla en impugnación, y que en el rechazo se hace experiencia. Y resulta inseparable de su abierta defensa del arte de las vanguardias, cuya muerte ha sido y es una obsesión de todas las operaciones normalizadoras. No este o aquel rasgo vanguardista, sino su “trabajo largo, obstinado”, su arañar en las entrañas de lo establecido.
Lecturas.–
—Jean-François Lyotard, La condición posmoderna. Traducción de Mariano Antolín Rato. Madrid, Cátedra, 1984.
—, La diferencia [título original: Le Différend]. Traducción de Alberto L. Bixio. Barcelona, Gedisa, 1988.
—Jean-François Lyotard, La condición posmoderna. Traducción de Mariano Antolín Rato. Madrid, Cátedra, 1984.
—, La diferencia [título original: Le Différend]. Traducción de Alberto L. Bixio. Barcelona, Gedisa, 1988.
—, Peregrinaciones. Ley, forma, acontecimiento. Traducción de María Coy. Madrid, Cátedra, 1992.
—, La posmodernidad (explicada a los niños). Traducción de Enrique Lynch. Barcelona, Gedisa, 1995.
—Jacques Derrida, Cada vez única, el fin del mundo. Traducción de Manuel Arranz. Valencia, Pre-Textos, 2005.
—, La posmodernidad (explicada a los niños). Traducción de Enrique Lynch. Barcelona, Gedisa, 1995.
—Jacques Derrida, Cada vez única, el fin del mundo. Traducción de Manuel Arranz. Valencia, Pre-Textos, 2005.