La poesía y la traducción
Alberto Blanco
La poesía se halla unida inexorablemente a las palabras y solo encarna y cobra vida propia en el cuerpo del poema y, por lo tanto, en el seno de un lenguaje: un idioma en particular. Y es que, al revés de lo que generalmente mucha gente piensa —que la poesía es el más cosmopolita de los géneros literarios, y hasta la más cosmopolita de todas las artes— es relativamente fácil ver que, si tomamos en cuenta sus limitaciones en el seno de un lenguaje, un idioma específico, y una lengua en particular, la poesía es, en realidad, la menos cosmopolita e internacional de todas las artes. Casi podríamos hablar aquí de un arte provinciano.
Una exposición itinerante de pintura china, rusa o italiana puede ser apreciada en cualquier país sin necesidad de intermediarios con tal que el público sea capaz de verla con los ojos abiertos. Asimismo un concierto de música alemana, árabe o brasileña es accesible a los oídos de un auditorio de cualquier parte del mundo con cierta sensibilidad. Y la fuerza del teatro-danza Buttoh o la infinita gracia de las bailarinas hawaianas o balinesas no sufrirá menoscabo alguno por presentarse en cualquiera otra latitud. Sin embargo, tenemos que aceptar que un poema escrito en chino o en ruso o en italiano, en alemán, árabe o portugués o en cualquier otro idioma que no sea de nuestro dominio, requiere, por forzosa necesidad, de un puente adecuado y firme, tendido por uno o por varios traductores —y hasta por una o por varias traducciones— para que un lector o un auditorio que no hable el idioma en el que originalmente éste fue escrito pueda disfrutarlo cabalmente, si no con todo el poder expresivo y aún cognoscitivo que se manifiesta en la lengua original, si al menos en un grado significativo.
Bien es cierto que se podrían esgrimir como argumentos de un abogado del diablo casos raros como el de aquella inolvidable lectura que Evgueni Evtuchenko ofreció en el parque de La Alameda, en pleno corazón de la Ciudad de México, ante un nutrido público de azorados paseantes dominicales, ignorantes de la lengua eslava, que poco o nada sabían de los alcances de la obra del poeta ruso, o de la poesía rusa, o de la poesía contemporánea en general (si no es que nada sabían de la poesía y hasta de la literatura en su conjunto) para demostrar que la verdadera poesía no reconoce barreras lingüísticas ni raciales y que no necesita pasar a fuerza por el penoso trámite de la traducción. Sin embargo, para cualquiera que haya estado allí presente, debió resultar obvio que el inmenso impacto que el poeta ruso tuvo en aquel improbable auditorio se debió, antes que nada, a su voz y a su presencia, expresados en la fuerza de su lectura; y —en un segundo plano— a que la música implícita en sus poemas pudo ser captada, al menos en parte, por un público sensible y abierto a manifestaciones artísticas que no por alejadas, le resultaron menos entrañables. Lo mismo se podría decir de las fabulosas lecturas que Allen Ginsberg ofreció en las ciudades de Morelia y México en 1981. Y es que, lo repito, la música, a diferencia de la poesía, no necesita traducción.
Sin embargo, siempre que hablemos de la literatura —y no se diga de la poesía— tendremos que padecer el mal necesario de la traducción. Este es nuestro sorprendentísimo patrimonio después de Babel. En palabras de George Steiner: "La traducción existe porque los hombres hablan distintas lenguas. Esta verdad de Pero Grullo se funda en una situación que puede ser considerada no solo enigmática, sino causante de problemas de una extrema dificultad."
Hay mucha gente que ha dedicado toda su vida y un esfuerzo inmenso para que conozcamos a poetas de otras lenguas. Por más que, como decía Robert Frost, "la poesía es aquello que se pierde al traducir un poema", este esfuerzo no ha dejado nunca de ser hecho por los poetas. En este sentido, toda la poesía es hija de Babel.
Existen dos textos dedicados a penetrar los laberintos de Babel sobre los que quisiera llamar la atención desde un principio y que me parecen —en su disparidad de tono, extensión, forma y contenido— tan importantes el uno como el otro para aproximarnos al arduo tema de las viejas relaciones, entrañables y necesarias, entre la poesía y la traducción. El primero, es el célebre libro de George Steiner titulado precisamente Después de Babel, dedicado a reflexionar en torno a los problemas y los misterios de esta labor ingrata e indispensable, aleccionadora y frustrante a la vez: la traducción. El otro texto es un breve relato de Chesterton, titulado La Pagoda de Babel, y que fue recogido en la legendaria Antología de literatura fantástica que recopilaron Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.
El libro de Steiner toma como punto de partida el mito de Babel para intentar un asalto al puente que toda traducción supone; es obvio que si el castigo al orgullo de los hacedores de Babel fue la confusión de lenguas, allí surgió por primera vez la necesidad de traducir de un idioma a otro. El alma mater de los traductores es Babel. El texto de Chesterton, por su parte, da cuenta de una idea singular: a la construcción de la Torre de Babel le correspondió, como si se tratara de una imagen invertida en un espejo de agua, la excavación de un pozo. Aquí ofrezco el texto completo de La Pagoda de Babel:
La Pagoda de Babel
_ Ese cuento del agujero en el suelo, que baja quién sabe hasta dónde, siempre me ha fascinado. Trata del sultán Aladino; no el de la lámpara, por supuesto, pero también relacionado con genios o con gigantes. Dicen que ordenó a los gigantes que le erigieran una especie de pagoda, que subiera y subiera hasta sobrepasar las estrellas. Algo como la Torre de Babel. Pero los arquitectos de la Torre de Babel eran gente doméstica y modesta, como ratones, comparada con Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo. Aladino quería una torre que rebasara el cielo, y se elevara encima y siguiera elevándose para siempre. Y Dios lo fulminó, y le hundió en la tierra, abriendo interminablemente un agujero, hasta que hizo un pozo sin fondo, como era la torre sin techo. Y por esa invertida torre de oscuridad, el alma del soberbio Sultán se desmorona para siempre.
A esta imagen invertida de la Torre de Babel yo le he asignado, mediante el simple recurso de invertir el orden de las letras de Babel, el nombre de: El Pozo de Lebab. Y para justificarla, empezaré por remitirme, antes que nada, al texto bíblico donde se cifra el mito de Babel. El pasaje aparece en el Génesis, justo después de la enumeración de las familias de Noé, y del relato de su alegre dispersión sobre la tierra tras el diluvio:
La torre de Babel. 11. 1. No tenía entonces la tierra más que un solo lenguaje y unos mismos vocablos.
2. Mas sucedió que al desplazarse los pueblos hacia oriente hallaron una vega en tierra de Sennaar, donde hicieron asiento.
3. Y se dijeron unos a otros: Venid, hagamos ladrillos y cozámoslos al fuego. Y se sirvieron de ladrillos en lugar de piedras, y de betún en vez de argamasa.
4. Y dijeron: Vamos a edificar una ciudad y una torre, cuya cima llegue hasta el cielo: y hagamos célebre nuestro nombre antes de esparcirnos por toda la faz de la tierra.
5. Y descendió el Señor a ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de Adán.
6. Y dijo: He aquí, que el pueblo es uno solo, y todos tienen un mismo lenguaje; y han empezado esta fábrica, ni desistirán de sus ideas hasta llevarlas al cabo.
7. Ea, pues, descendamos y confundamos allí mismo su lengua, de manera que el uno no entienda el habla del otro.
8. Y de esta suerte los esparció el Señor desde aquel lugar por todas las tierras, y cesaron de edificar la ciudad.
9. De donde se le dio a ésta el nombre de Babel, porque allí fue confundido el lenguaje de toda la tierra: y desde allí los esparció el Señor por todas las regiones.
Esta es la historia de la Torre de Babel tal y como se relata en la Biblia. Quisiera hacer notar que la historia de la torre en tierra de Sennaar comienza con una aseveración rotunda: "No tenía entonces la tierra más que un solo lenguaje y unos mismos vocablos." Es decir, a pesar de que el hombre había perdido ya su condición original de inocencia paradisiaca —al ser expulsados Adán y Eva del jardín del Edén— todavía conservaba una visión unitaria del universo que se expresaba a través de un lenguaje único "y unos mismos vocablos".
No es una mera casualidad que todas las civilizaciones cuenten con un mito análogo al de Babel que busca dar una explicación al enigma de la diversidad de las lenguas, así como a la fe sostenida en la existencia de una lengua única, original, que subyace a todas las demás. En Lenguaje y Gnosis, George Steiner lo expresa bellamente de la siguiente manera: "La lengua del Edén era como un cristal translúcido; la atravesaba una luz de comprensión absoluta. Babel fue como una segunda caída, en algunos aspectos tan desoladora como la original."
Fue a raíz de que los hombres se propusieron edificar una ciudad y una torre, cuya cima llegara hasta el cielo, que el Señor decidió darles un escarmiento castigándolos con la pluralidad de lenguas, y despojándolos de esa luz de comprensión absoluta de la que habla Steiner, de manera que el uno no entendiera el habla del otro. El castigo, para decirlo claro, fue la incomunicación. Ahora bien, si atendemos al relato bíblico y a las complejas implicaciones del mito de Babel, resulta en apariencia evidente que fue en ese instante que surgió la necesidad de la traducción. Y digo que solo en apariencia, porque si bien antes de la construcción de la Torre de Babel no existía la necesidad de traducir de un idioma a otro, ya que "no tenía entonces la tierra más que un solo lenguaje", no cabe duda que sí existía la necesidad de comunicación entre los hombres. Y por supuesto comunicar es, en más de un sentido, traducir. Más aún: todo lenguaje es, en sí mismo, un intento de traducción.
"Aprender a hablar es aprender a traducir" —dice Octavio Paz en la primera línea de su penetrante ensayo Traducción: literatura y literalidad, "cuando el niño pregunta a su madre por el significado de esta o aquella palabra, lo que realmente le pide es que traduzca a su lenguaje el término desconocido". A partir de la expulsión del Paraíso y, todavía antes, a partir de la escisión de la primera pareja, habría surgido ya la necesidad de una primera traducción: aquella que todos efectuamos de continuo al traducir lo que vivimos, lo que nos pasa, lo que nos ocupa y lo que nos preocupa, nuestras necesidades, nuestros deseos, nuestros sueños, seguidos de un largo etc., a un lenguaje que pueda ser articulado, dicho, comunicado y luego interpretado por otra persona. Este es, en más de un sentido, el principio de la poesía.
Porque si realmente todos estuviéramos viendo y viviendo lo mismo, no habría necesidad de decirlo. No habría necesidad del habla ni tampoco de la poesía. Pero vemos en el relato bíblico que ya en el mismo Paraíso había surgido la necesidad de comunicarse. Y es que para que se dé el fenómeno de la comunicación se necesita que por lo menos existan dos. Es evidente que solo puede haber comunicación allí donde hay diferencia, distancia, separación. La escisión y la pérdida es la tierra prometida de la traducción. Y de la analogía. Y de la poesía.
"El ser humano se entrega a un acto de traducción, en el sentido cabal de la palabra, cada vez que recibe de otro un mensaje hablado." Esto afirma George Steiner que ya antes había hablado del episodio de Babel como la encarnación de una segunda caída. Sin embargo, yo creo que, siguiendo la secuencia del relato bíblico y atendiendo a una de las lecturas simbólicas que se puede hacer del mismo, en realidad deberíamos hablar del desastre de Babel como del momento infausto de una tercera caída. ¿Por qué? Porque la primera caída —para no apartarnos de la terminología bíblica— habría sido, nada más y nada menos, que la creación.
El momento de la creación es el inicio mismo de la dualidad: Creador y creatura. En un sentido ontológico, cabe decir que antes de la creación no puede haber separación. Así pues, no es absurdo pensar que la primera traducción del mundo —en su sentido más esencial— haya sido precisamente la creación del mundo: Dios "habló", "profirió" el mundo. Dijo: "¡Hágase!", y se hizo. El mundo —nosotros— es —somos— la traducción de su deseo. Más aún: nosotros somos su primer poema. El primer poema. Una orden que inaugura una serie infinita de creaciones, y, por contra, de expulsiones y sucesivas destrucciones. Un poema que ya prefiguraba la dispersión de lenguas de Babel.
Sin embargo, queda claro que una vez creado el mundo, y Adán con él, privaba, según lo relata el Génesis, una lengua adánica que fue la lengua con la que Adán dio nombre a todos los seres y que —es lícito suponerlo— fue la misma que siguió utilizando después de la segunda caída, cabe decir, de la segunda traducción: aquella que le llevó a comunicarse con su mujer primero y luego con todos los demás seres humanos: su progenie. Porque no debemos olvidar nunca que la traducción, entendida en el sentido más elemental y estricto, no es más que un segmento especial del arco de la comunicación que todo acto verbal efectivo describe en el interior de una lengua determinada.
El castigo, pues, en vistas al desatino de la construcción de la Torre de Babel viene a ser así un tercer peldaño que el ser humano ha tenido que descender en su condición de criatura desasosegada por el lenguaje: a partir de Babel el arco de la comunicación no solo ha de cumplirse dentro de la misma lengua sino entre lenguas diferentes. Y aquí, por fin, llegamos al meollo de todo este asunto pues estamos hablando de la traducción tal como se entiende entre escritores: como traducción literaria.
Dijeron los constructores: "Vamos a edificar una ciudad y una torre, cuya cima llegue hasta el cielo: y hagamos célebre nuestro nombre antes de esparcirnos por toda la faz de la tierra." Pensando en este paralelismo entre la Torre de Babel y un texto literario —mejor aún: un poema— ¿cómo restablecer el pacto, el equilibrio roto por la desmesura del intento de los seres humanos por emular a su Creador? ¿Cómo balancear el orgullo del buen trabajador y la humildad que su trabajo por fuerza requiere? ¿Cómo conciliar ese tesón desaforado y la minuciosa paciencia que toda obra de arte implica para su realización?
La respuesta que a estas interrogantes hemos dado los poetas es muy simple: cavando un pozo. Participando en la construcción del Pozo de Lebab. Y aquí vuelvo a Kafka, pues sin duda alguna el tema de Babel era una de sus preocupaciones más asiduas (y conste aquí que muchas veces parece estar más preocupado por los cimientos de la Torre de Babel que por el edificio mismo). Lo cual, por supuesto, no es sino otra forma de decir que con frecuencia le preocupaba más el lenguaje, el fenómeno del lenguaje, que lo que pudiera decirse con el lenguaje. Le importaba más La Poesía que el sentido último de las construcciones literarias. Así, pues, no es de extrañar que en los Diarios de Kafka se diga: "Estamos cavando la Fosa de Babel."
La Fosa de Babel de Kafka es lo que yo llamo el Pozo de Lebab. Pero, ¿qué es exactamente el Pozo de Lebab? Y, a final de cuentas, ¿qué tiene que ver con el trabajo de la traducción? Aquí voy a citar en extenso el brillante ensayo de Paz sobre la traducción:
El poeta, inmerso en el movimiento del idioma, continuo ir y venir verbal, escoge unas cuantas palabras —o es escogido por ellas. Al combinarlas, construye su poema: un objeto verbal hecho de signos insustituibles e inamovibles. El punto de partida del traductor (el énfasis es mío) no es el lenguaje en movimiento, materia prima del poeta, sino el lenguaje fijo del poema. Lenguaje congelado y, no obstante, perfectamente vivo. Su operación es inversa a la del poeta: no se trata de construir con signos móviles un texto inamovible, sino de desmontar los elementos de ese texto, poner de nuevo en circulación los signos y devolverlos al lenguaje.
Todo poema a traducir es una construcción —la Torre de Babel— y el Pozo de Lebab es ese movimiento inverso del que habla el poeta: toda torre en la tierra es un pozo en el cielo.
Desmontar los elementos que forman un poema no puede ser sino la primera parte de esa empresa total que es la traducción. No resulta difícil comparar de un modo metafórico este primer paso con el dragado de un pozo: una inmersión total en la materia del texto, del poema que se quiere traducir. Se trata de un buceo a profundidad en el agua de su lengua: un recorrido minucioso por sus articulaciones, sus movimientos, sus enigmas, hasta llegar a una fusión con el poema y estar así en posibilidad de iniciar la segunda parte del trabajo de la traducción.
Siguiendo con los símiles que he utilizado hasta este punto, se podría decir que en una buena traducción lo que se obtiene al cavar el Pozo de Lebab es un molde, lo más aproximado posible al original. Este molde habrá de servirnos para la construcción de una nueva torre —con otros materiales, en otras condiciones y en otra tierra— que haga justicia a la primera, a la original. Y no perdamos ni por un momento de vista que un molde es una forma: aquí están las guías, los lineamientos que habrán de presidir la construcción de un nuevo aparato verbal en otra lengua.
Esta forma va a resultar absolutamente esencial en el segundo paso de la actividad del traductor, pues sabe bien que el nuevo poema ha de reproducir con nuevos materiales los efectos provocados por la forma original. En este sentido, el trabajo creativo del traductor, si bien es un esfuerzo paralelo al del autor y de índole semejante, es, al mismo tiempo, algo radicalmente distinto. Y es que, por una parte, el traductor ha de poner en juego toda la creatividad de la que pueda echar mano al servicio del genio de la lengua a la cual traduce; pero, por otra parte, ha de ceñirse siempre con humildad a su modelo y al conocimiento de la lengua original. Imagen y espejo.
La creatividad del traductor está al servicio de la creatividad de otro, y en este servicio deben destacar las indispensables condiciones de humildad que toda buena traducción requiere. Sin dejar de ser quien es, el traductor ha de ser otro. El "Yo es otro", de Rimbaud, podría ser el lema de los traductores. En este sentido, toda labor de traducción es un trabajo devocional. Más que Torre de Babel, Escala de Jacob. Esto es asumir la traducción como un trabajo interior.
Que la traducción es un trabajo de orden devocional lo sabemos todos cuantos hemos dedicado incontables horas a esta empresa. Y no solo por la exigua paga. Es un trabajo devocional en un sentido más profundo por el gesto de humildad que requiere: que pase primero el autor, el amo; yo, traductor, estoy a su servicio.
Y aquí me gustaría apuntar un par de paralelismos que pueden resultar esclarecedores: el que existe entre la traducción como ejercicio literario y los arduos ejercicios que durante siglos hicieron los pintores y los escultores copiando las obras de los grandes maestros de otro tiempo antes de emprender a la creación de las propias; y el que existe entre la traducción y la actuación: la interpretación.
Por lo que toca al primero, que gozó de gran prestigio durante siglos (y que todavía algunos cuantos osados pintores y escultores intentan en nuestros días), vale la pena decir que muchas de las obras maestras de la antigüedad clásica —por solo poner un ejemplo— nos serían completamente desconocidas de no ser por las buenas copias que de ellas hicieron algunos esforzados "traductores" plásticos. No se me ocurre mejor recompensa, desde el punto de vista artístico, al callado mérito de los traductores, que la conservación de muchos de los grandes textos de la antigüedad gracias a sus traducciones.
Por lo que toca al segundo, al paralelismo entre la traducción y el trabajo del actor o, si es que quisiéramos hablar de música, del intérprete, queda claro que la humildad y la paciencia que han de ponerse en práctica para lograr llevar a cabo con éxito sus tareas, implican grandes peligros en el trayecto: no resulta remota la posibilidad de que el trato constante y abusivo con las grandes obras creadas por otros artistas pueda llegar a secar el venero de la creatividad del actor o del intérprete. Vale decir lo mismo del traductor. Sobre todo si se trata de una creatividad escasa, mal nutrida o menguada por el descuido. En este sentido la traducción como un trabajo interior ha de verse más bien como una magnífica posibilidad de mantener viva la propia creatividad, a fin de ponerla al servicio no solo de las obras de otros, sino del propio temperamento, y aun de la propia obra.
El buen traductor ha de estar alerta. El mejor de los mundos posibles sería aquel donde el traductor tuviera la libertad de elegir de corazón aquello que quisiera traducir. Sobre todo si hablamos de traducir poesía. Y si podemos pensar en un mundo así, qué nos cuesta pensar en un traductor que contara con un conocimiento muy profundo tanto de la lengua en que ha sido escrita la obra original, como de la lengua receptora de la traducción; que tuviera una empatía necesaria con el texto que va a traducir, así como un ojo avizor a la calidad y la velocidad de las imágenes; y un oído fino, aguzado y entrenado para captar las entretelas más sutiles del sonido original. Un traductor que fuera capaz no só¿olo de conservar las cualidades esenciales de la obra madre, sino que incluso, allí donde esto fuera posible, incrementara las cualidades en la obra traducida. Lo repito: el mejor de los mundos posibles.
Un buen ejemplo de lo que acabo de proponer sería el admirable conjunto de traducciones que algunos maestros franceses hicieron en el siglo XIX de la obra de Edgar Allan Poe. Como dice T.S. Eliot en su ensayo De Poe a Valéry: "La verdad es que, al traducir al francés la obra de Poe, Baudelaire la mejoró sorprendentemente; transformó lo que era, con mucha frecuencia, una prosa inglesa descuidada y vulgar en un francés admirable. También Mallarmé, que tradujo al francés, en prosa, cierto número de poemas de Poe, los mejoró en forma análoga." ¿Qué mejor prueba se podría ofrecer de los poderes de la traducción, y del exigente trabajo del traductor como un acto creativo de la más alta especie?
La relación entre la poesía y la traducción apuntan hacia un trabajo interior en la medida en que implica una lectura y un estudio de la obra que se va a traducir que no se detiene en el mero goce, y en un primer entendimiento, sino que exige en el último término —y aquí me atengo al mejor sentido de esta palabra— una recreación: una auténtica e íntima participación en la aventura que propone el autor, y a cuyos riesgos se atiene, y cuyas riquezas pueden ser compartidas de manera inmejorable a través de la aventura paralela de la traducción. Quienes hemos emprendido aventuras semejantes sabemos que, quizá, no hay mejor forma de leer una obra que admiramos, que traducirla.
Ezra Pound recomendaba de continuo la traducción a los jóvenes poetas como parte de su trabajo de formación, y creo que demostraba con ello tener una gran lucidez. En esta misma línea, vale la pena citar del libro Experimentos con la verdad, de Paul Auster, el siguiente párrafo de su texto dedicado a la traducción (y que es parte de una entrevista con Stephen Rodefer):
Es necesario comenzar despacio. La traducción permite elaborar las herramientas básicas de este arte, aprender a intimar con las palabras, tener una visión más clara de lo que uno hace; ésas son las ventajas de la traducción. Pero también tiene desventajas. Traducir elimina las exigencias de la creación. No hay necesidad de ser brillante y original, de intentar cosas que uno no es capaz de hacer.
La traducción es un trabajo interior en la medida en que requiere una humildad constante a fin de guardar fidelidad a las intenciones del autor. La traducción literaria es, además, un trabajo interior en la medida en que obliga a un sondeo minucioso de la lengua de la cual se traduce, pero, y sobre todo, porque nos obliga a hacer otro tanto con la lengua materna: un sondeo de los medios de los que nos valemos para pensar.
La traducción es un medio precioso para acercarse a observar el misterio de la realidad que late detrás de las palabras. Un atisbo, si se quiere, de aquel lenguaje único, Adánico, del que disfrutaba la humanidad antes de la construcción de la Torre de Babel. "La lengua humana es la esencia espiritual del hombre —dice Walter Benjamin— y solo por ello la esencia espiritual del hombre, el único entre todos los seres espirituales, es enteramente comunicable."
En la ambigua labor del traductor se cifra la salud y la historia del lenguaje. Y si somos muy afortunados, y nuestro destino así lo quiere, a través de las contradicciones del trabajo de la traducción podemos llegar a vislumbrar esa unidad que, muy anterior a las palabras, constituye nuestra propia vida, sin oposición a nada, sin distancia, sin comunicación ni traducción posible: la vida, nada más.
**Este ensayo forma parte del primer volumen de mi poética, El llamado y el don, publicado por Marco Perilli en AUIEO en 2011.