No. 109 / Mayo 2018
Todo bosque es un bosque encantado. Y su voz más profunda, la que viene de más hondo, anida en el oído como un fantasma, como una presencia ausente, como el suaje de un sonido… Es una palabra monda…
Todo bosque es sagrado. Y su voz es el silencio. No el silencio primigenio, el que viene antes de la palabra, sino el silencio del que calla… Un silencio que cunde en el pabellón de la oreja como un ritmo hueco, como la idea de un ritmo: ése que mece y entrevera las hojas, el que “trashoja las ramas”; ése que se urde como un laberinto subterráneo, una raíz, en el complejo laberinto de la oreja… Y allá, al fondo, si uno sabe oír, ve… Ve un fresno enorme, ve el cuerpo encapuchado de un tuerto que cuelga de sus ramas, y ve también un lobo…
En todo bosque hay esto: un colgado, un fresno, un lobo… Si a quien lo mira le parece que está soñando, es sólo porque está despierto a otro mundo —o a la verdad, al sentido de este mundo… No sé si sueña… En todo caso, mira la oscura hondura del bosque…
Todo bosque es este mismo bosque, este corazón de las tinieblas donde un dios se da como ofrenda a sí mismo. No en nombre de los otros: en su propio nombre… Es el corazón del mundo este bosque —todo bosque—, donde Odín se ofrece a Odín en sacrificio. El dios sabio, el dios tuerto, el dios de la guerra y la poesía, se cuelga del único fresno que tiene nombre propio, Yggdrasil… Lo mira turbiamente la torva mirada del lobo que al final devorará al universo…
Todo esto es mitología. La versión germánica —diría Georges Dumézil— de los mitos que cuentan todavía, sin saberlo bien a bien, los europeos. Y no sólo ellos: todos los que de algún modo hemos adoptado (o adaptado) el sentido de sus viejas leyendas; es decir, todos los que podemos sentir el misterio que se arropa en “La Caperucita Roja” o en los cuentos del Rey Arturo; los que entendemos que el lobo es “un fiero y torvo animal”. Y no solo nosotros, los que hemos asimilado las tradiciones europeas, sino también todos los demás hombres, pues todos vemos al árbol sustancial del arquetipo hundir las raíces en la tierra, alzar el tronco en mitad del aire y sostener al cielo en su fronda… Odín es sólo uno de los nombres del dios sacrificado; Yggdrasil es sólo uno de los nombres del axis mundi; el lobo Fenrir es uno más entre de los monstruos que encarnan el fin del mundo…
Ángel Cuevas no menciona ninguno de estos nombres en su libro, pero —excepto uno— todos sus epígrafes provienen de la Völuspá —es decir, del poema con que arranca la Edda Poética o Edda Mayor—, y buena parte de su imaginería provine de ella. La Völuspá es un poema profético, adivinatorio; lo pronuncia la völva, la adivina, a instancias de Odín, que quiere saber de boca suya el principio y el fin del universo. La imagen es notable: en el primer poema de la Edda Mayor, el dios de la poesía no habla: escucha. Honra de este modo la cara contemplativa de su personalidad, la del sabio, la que se contrapone normalmente a la del otro Odín, el dios de la guerra. Pero ¿son de veras contrarias estas dos caras? No lo creo. El furor guerrero de Odín es una suerte de trance, como lo es también la inspiración poética. Por eso no es común que el dios de la guerra decida las batallas echando mano de sus armas materiales (la lanza, el venablo, la flecha) sino de las inmateriales (la magia, el conjuro, la palabra). Después de todo, el nombre germánico de Odín, Wothan, está relacionado etimológicamente con nuestro vate. Odín es el poeta…
Creo que todo esto está en el subsuelo del libro de Ángel Cuevas. Y que si él mismo no lo saca a la superficie abiertamente sino que lo deja apenas insinuado en los epígrafes, es porque no le hace falta hacerlo. Porque, a decir verdad, son pocos los pasajes que se nos quedan a oscuras sin un comentario mitológico. Por ejemplo, estos dos versículos del último poema, “Olla de lodo”:
Mis dedos remueven huesos ancestrales, desentierran anillas indelebles, copas en las que bebieron labios sagrados, puntas de lanza, pedazos de cuerda, raíces podridas, terrones con historia, restos de olicornio.Hay aquí sin duda una alusión al ojo que Odín ofreció a cambio de la sabiduría, un tema que refrendan las leyendas de los poetas ciegos —el griego Homero o el irlandés Raftery, ambos legendarios, ambos también indoeuropeos. Y hay además otra cosa, un bicho raro: el olicornio, Siendo mexicano, el olicornio pertenece y no a la mitología indoeuropea. He aquí cómo lo define el Diccionario Enciclopédico de la Medicina Tradicional Mexicana (que puede consultarse en http://www.medicinatradicionalmexicana.unam.mx):
Y al fondo de la olla, tus dedos extraviados buscan con ansia el ojo que perdiste entre la hierba y que los mira impávido…
olicornio: Nombre usado en la región de los Tuxtlas, Veracruz, para referirse a las astas o huesos de venado calcinado. El polvo resultante se utiliza para tatuar un punto negro sobre la piel de la muñeca izquierda, como contra para las comidas envenenadas, bebedizos y todo tipo de embrujos.La definición no es buena, pero es suficiente. Nos detenemos en ella sólo por señalar que, tratándose de magia, es lo mexicano lo que nos resulta más extraño; no lo germánico, ni lo céltico, sino justamente lo local. Y Ángel Cuevas lo subraya con toda intención (con toda mala intención). Si hubiera escrito unicornio, nadie se habría extrañado, nadie habría tenido que abrir el diccionario. Los unicornios no son raros. Raros, de veras raros, los olicornios… Lo digo porque, gracias a Juan Almela, los mexicanos podemos leer mucho de lo que Dumézil escribió sobre los dioses de los germanos, pero ¿sabrá algún europeo en qué libro ir a buscar la palabra olicornio?
Es muy probable que el término olicornio sea una deformación de la palabra unicornio, animal mítico tradicional europeo a cuyo cuerno se atribuían poderes mágicos como antídoto frente a cualquier tipo de envenenamiento.
Con todo, esto no es más que un guiño popular para estremecer eruditos en medio de un libro culto. Un guiño para bajarle los humos al que crea que es necesario haber leído las Eddas y a Dumézil para entender este libro. Porque, aunque ayuda, no hace falta. Aun si el libro de Ángel Cuervas no fuera sino un eco de la Völuspá, aun así sus palabras estarían completas y el conjunto cumpliría cabalmente su sentido, Lo muestra, por ejemplo, el texto de la contraportada, firmado por José María Espinasa. No dudo que Espinasa haya leído las Eddas, y me consta que ha leído a Dumézil en la traducción de Almela, pero no alude ni a las unas ni al otro en su texto, quizá porque nada se los trajo a mientes. Sin embargo, dice del libro de Ángel Cuevas: Su tono, a la vez legendario —venido del pasado— y actual —vivido por el personaje inserto en el poema— lo vuelve poseedor de un tiempo mitológico, un tiempo sin duración, en cierta manera absoluto; ese tiempo del viaje iniciático, cercano a la aparición de lo divino en una época en que lo divino abandonó a los hombres.
Sí, de eso se trata. Ese tono legendario que viene del pasado es la voz de la adivina que escucha el poeta Odín. Ella le cuenta lo que fue y lo que será, como si todo cupiera en un mismo instante; en el instante de ese relato, que en el poeta es inspiración, furor divino. Este es un libro donde el poeta oye, más que el libro donde el poeta habla. Y es por eso un libro sobre la inspiración, sobre el nudo con que el mago ata las cosas del mundo y sus momentos en el tiempo; sobre el nudo del tiempo antes del tiempo, o detrás del tiempo, o al fondo del tiempo. Un libro que resuelve el mundo del sentido a la manera del mito; es decir, diciendo que en el principio era el pasado; sentando al primer poeta a oír lo que dice la adivina, la primera poetisa, que sin embargo viene después de él, de Odín, “el padre de todo”. Desde ahí habla este libro, desde ese lugar que es un más allá de ese mismo lugar, como la mirada de la que habla el mismo Ángel Cuervas: “Una mirada cazadora [que] atraviesa el ojo y se interna en la espesura”…
No sé si esto puede decirse de mejor manera. La mirada no es obra del ojo sino que lo atraviesa. ¿A dónde va? ¿Hacia adentro, hacia afuera? Y ¿dónde queda la espesura? Las palabras salen al ser dichas; entran al ser oídas. Pero el dueño de la palabra oye. ¿Qué oye? Eso que se dice. No hay emisor y receptor: son lo mismo. En el nudo que ata el dios de la poesía, las cosas son las cosas y sus nombres; su significado y su sentido, “enigmas siendo formas” —como decía Darío. Por eso el libro de Ángel Cuevas es la voz del bosque, pero sobre todo el oído del bosque, su silencio.
Una última cosa. He dicho que El silencio del bosque se apoya en la mitología que nos han legado algunos textos vikingos de la Edad Media, noruegos e islandeses. Y es sin duda verdad que lo mismo pudo haberse apoyado en los mitos griegos o hindús —al cabo también indoeuropeos—, pero no es indiferente que haya elegido lo que eligió. Si Ángel Cuevas echa mano de la imaginería nórdica es seguramente porque conoce bien el bosque. Vivió muchos años en la frontera que divide los municipios de Cuernavaca y Huitzilac, en los cerros húmedos y boscosos, más allá de Huayamilpas, por Monte Cristo y Monte Casino, tomando el rumbo de Tres Marías. Poco a poco, como Zaratustra, ha ido bajando a sitios más tibios y poblados; primero a Santa María Ahuacatitlán, ahora al centro de Cuernavaca. Pero al centro del valle de Cuauhnáhuac ha llegado aún con la humedad y el fermento de las hojas que se pudren en la tierra de los cerros, con la oscuridad del humus y los hongos, con el caldero y la bruja y el ojo y el lobo y el colgado. Ha bajado a Cuernavaca después de haber hallado, si no al unicornio, al rarísimo olicornio… Ya veremos si en su tercer libro éste sigue atado al árbol de su imaginación, como Fenrir sigue atado al tronco de Yggdrasil. Ya veremos si un clima más templado les da nuevos andamios a sus versos; si recoge ahora el aire tibio de Eneas, de Gilgamesh, de Ruy Díaz… Si los duendes y los elfos se le convierten en aluxes y chaneques… Ya veremos, digo, qué cosas lee ahí, qué cosas oye ahí…Porque, cuando las oiga él, las oiremos también nosotros…