No. 109 / Mayo 2018
Compañía de solitarios
Escuchar con los ojos a los muertos
Adalber Salas Hernández
Confieso que me siento completamente fascinado por la palabra haunting. Pertenece al inglés y, como algunos sabrán, puede funcionar como adjetivo tanto como sustantivo: a haunting puede ser algo persistente, difícil de olvidar, que se resiste a la disolución. Por ende, también puede servir para calificar ciertos fenómenos, situaciones o seres como inquietantes o incluso siniestros. A haunting también puede ser un fantasma, una aparición: un ser que se niega a desaparecer y que retorna, acechante. No en vano el verbo to haunt implica una recurrencia, un retorno. To haunt un lugar puede significar visitarlo frecuentemente; to haunt una persona, implica acecharla; uno puede hallarse haunted por un recuerdo, un afecto o, más directa y dramáticamente, un espectro.
Los derroteros etimológicos de haunt la delatan. El inglés de la baja Edad Media hace del haunt un espacio ocupado frecuentemente, una costumbre, un hábito. Como verbo, indica una práctica cotidiana. Al parecer, está vinculado al francés hanter, que desde aquellos tiempos conserva el sentido doble de obsesionar y de embrujar. Luego, los orígenes de la palabra ascienden a contracorriente por ríos inesperados: nórdico antiguo, protogermánico. En todo caso, siempre manteniéndose en el campo semántico: vocablos referidos al hogar, al escenario de las recurrencias de la vida.
Haunting me fascina porque no sabría cómo traducirla. A haunting bien puede ser un espectro; no obstante, escribo espectro y noto de manera palpable cómo se pierde la dimensión obsesiva. Junto con ánima y fantasma conforma las opciones que vienen a la mente de buenas a primeras. Ánima tiene firmes raíces latinas: se refiere al aire, al aliento. Fantasma, que proviene del griego, comparte con complicidad sus connotaciones con espectro: ambas dicen de apariciones, simulacros, imágenes. De lo que puede ser visto pero no tocado. De lo que planta sólo un pie en la realidad.
Traducir implica afinar el oído, no sólo para captar el vaivén rítmico del texto, sino también para escuchar esa corte de susurros que rodea a cada palabra, ese halo de connotaciones y murmullos. Afinar el oído para escuchar lo que obsesiona a cada palabra, sus peculiares hauntings: una palabra es una casa embrujada. Incluso si resulta imposible hallar un vocablo similar, más o menos equivalente, portador del sentido que oímos: en esas ocasiones se impone acudir a las otras palabras que conforman ese pasaje y conspirar con ellas, distribuir entre ellas ese significado que no termina de cristalizar por completo para que igual sobreviva en la traducción bajo alguna guisa. La carga del sentido, la condena del sentido, la ciega persistencia del sentido puede partirse y repartirse entre la tribu de los vocablos para que la lleven sobre sus espaldas, texto abajo.
Estas voces susurrantes que inciden y reinciden en las palabras no son sino el rastro de todos los hablantes previos, la marca que dejó en la lengua esa larga sucesión de hablantes pretéritos. Su uso de la lengua constituye su sustrato geológico, las capas de sentido que hay bajo la superficie de cada vocablo. Una metáfora recurrente para referirse a la lectura consiste en equipararla con el acto de hablar con los muertos. Está, por ejemplo, aquella célebre carta que Machiavelli le escribe a Francesco Vettori, fechada en diciembre de 1513, donde describe su peculiar práctica lectora. Habla de cómo entra “nelle antique corti delli antiqui huomini”, en las cortes antiguas de los antiguos hombres, para conversar con ellos e inquirir por la razón de sus acciones, “domandarli della ragione delle loro azioni”. Pero no basta con trabar conversación con los autores: ellos tan sólo son un fantasma más, y no los últimos, en un interminable rosario de ánimas verbosas. Junto a ellos, a través de ellos, están los sentidos que se han ido sumando a los vocablos de siglo en siglo: sentidos muchas veces perdidos pero que, sin embargo, persisten, recurren, acechan.
Al hablar, al escribir, nuestro uso de la lengua, nuestro acento y nuestro tono, las piruetas que hacemos o dejamos de hacer, conforman una suerte de firma. Al traducir, trato de atisbar ese palimpsesto de rúbricas, las asociaciones posibles, las sonoridades que retornan. Pero, ¿qué es un fantasma sino una firma? Una vida pasada que, en el presente, se manifiesta —se aparece— como la reiteración de un suceso sobresaturado semánticamente, una marca, un rastro que la cifra y la condensa. Obsesivamente. Como escribe Giorgio Agamben en Dell'utilità e degli inconvenienti del vivere fra spettri, un espectro está hecho “di segnature”, de signaturas que “il tempo scalfisce sulle cose”, que el tiempo graba en las cosas. Aquí, la materia del tiempo es la lengua.
Así, el traductor, de tanto escuchar con los ojos a los muertos —para decirlo con Quevedo—, se afantasma. Su labor le enseña a dialogar, a negociar con los hauntings de una lengua y de otra. Pero es un espectro singular, que pide ser leído a contrapelo: no como una aparición terca, sino como una desaparición interminable.