Sergio Pitol acerca de Monsiváis

Carlo Ricarte

 

Carlos Monsiváis escribió a propósito de El  mago de Viena, de Sergio Pitol, que en la “historia dentro de la historia dentro de la historia, los niveles de libros siempre remiten a las cajas chinas o las muñecas rusas y a las conversaciones que se diversifican sin renunciar a la unidad. Todo esto no sólo indica la pertenencia al mundo de la escritura, sino la dispersión misma del centro o de la idea central.”

Sergio Pitol en su ensayo “Monsiváis catequista”  perteneciente al apartado IV de la Pasión por la trama (Huerga y Fierro 1999) indaga sobre la necesidad de las obras literarias de afirmarse en una intensa tradición lingüística para perdurar. En los fragmentos del ensayo que a continuación presentamos, Pitol se aproxima a lo que podría llamarse un acercamiento de Monsiváis al “Lenguaje Revelado”: a la poesía.

Monsiváis catequista (fragmento)

Antes de volver al tema del creador y su filiación a una determinada tradición lingüística, me permito citar dos párrafos de una semblanza de Carlos Monsiváis, el autor de Nuevo catecismo para indios remisos:

No mucho después de conocernos, llegó Monsiváis a mi departamento en la calle de Londres, cuando la colonia Juárez no se convertía aún en Zona Rosa, para leerme un cuento terminado de escribir: «Fino acero de niebla», del que recuerdo que nada tenía que ver con lo que en su época se escribía en México. Su lenguaje era popular pero muy estilizado; y la construcción eminentemente elusiva. Exigía del lector un esfuerzo para más o menos orientarse. La narrativa escrita por mis contemporáneos, aun los más innovadores, resultaba más bien próxima a los cánones decimonónicos al lado de aquel fino acero. Monsiváis reunía en su cuento dos  elementos que definirían más tarde su personalidad: un interés por la cultura popular; en ese caso el lenguaje de los barrios bravos, y una acendrada pasión por la forma, instancias que por los general no suelen coincidir. Cuando después de la lectura le manifesté mi entusiasmo se cerró de inmediato, como una ostra que tratara de esquivar las gotas del limón.

Otra cita:

Ambos leemos en abundancia a autores anglosajones, yo de preferencia ingleses y él norteamericanos; pero se ha producido una benéfica contaminación. Hojeamos nuestros libros recién adquiridos. Yo hablo de Henry James y él de Melvilla y Hawthorne; yo de Forster, Sterne, y Virginia Wolf y él de Poe, Twain y Thoreau. Ambos admiramos el humor inteligente de James Thurber; y volvemos a declarar que el lenguaje de Borges constituye el mayor milagro que le ha ocurrido en este siglo a nuestro idioma. En ese momento Monsiváis marca una leve pausa y añade que uno de los momentos más altos de la lengua castellana se le debe a Casidoro de Reina y a su discípulo Cipriano Valera, y cuando, desconcertado ante aquellos nombres, le pregunto: ¿Y ésos quines son?, me responde escandalizado, que nada menos que los primeros traductores de la Biblia al español. Aspira, me dice, a que algún día su prosa muestre el beneficio de los innumerables años que ha dedicado a leer y aprender los textos bíblicos; yo que soy lego en ellos, comento bastante encogido que la mayor influencia que registro por el momento es la de William Faulkner, y allí me da jaque mate al aclararme que el lenguaje de Faulkner, como el de Melvilla y Hawthorne están profundamente marcados por la Biblia: son una derivación no religiosa del Lenguaje Revelado.

Una tercera cita, proveniente del propio Monsiváis. La he extraído de su Autobografía precoz, escrita y publicada en 1966:

Mi verdadero lugar de formación fue la Escuela Dominical. Allí en el contacto semanal con quienes aceptaban y compartían mis creencias, me dispuse a resistir el escarnio de una primaria oficial donde los niños católicos denostaban a la evidente minoría protestante, siempre representada por mí. Allí, en la Escuela Dominical, también aprendí versículos, muchos versículos de memoria y pude en dos segundos encontrar cualquier cita bíblica. El momento culminante de mi niñez ocurrió un Domingo de Ramos cuando recité, ida y vuelta contra reloj, todos los libros de la Biblia en un tiempo récord: Génesis, Éxodo, levítico, Números, Deuteronomio, etc., etc.

Eso explica de alguna manera la excepcional textura de la escritura del autor, sus múltiples veladuras, sus reticencias y revelaciones, los sabiamente empleados claroscuros, la variedad de ritmos, su secreto fervor. […] El lenguaje bíblico tuvo que aceptar, me imagino que no sin resistencia, ritmos y palabras que en su mayor parte le eran antagónicos; su superficie se revistió con una tonalidad ajena que progresivamente lo fue permeando. La pasión ya manifestada desde entonces por la cultura popular, logró penetrar e incorporarse al majestuoso edificio construido por Casidoro de Reina. Tal vez por ello aquel inicial «Fino acero de niebla» resultaba diferente a lo que entonces se estilaba en México, de la misma manera que todo lo que después ha escrito resulta diferente a los que escribimos sus contemporáneos. Un fuego de revelación yacente en el interior de la palabra sagrada logra poner en movimiento todas las energías de su lenguaje.

  

 

 


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