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La incurable locura: Entrevista con Francisco Hernández

 

Aunque la cita en el departamento de la plaza Río de Janeiro estaba pactada a las 5 de la tarde, son casi las 6 y el poeta aún no aparece. “Se le habrá olvidado”, comentamos y, a manera de consuelo, pensamos en laproverbial distracción de los poetas. Esperamos en una banca de la glorieta, sentados frente a la reproducción del David de Miguel Ángel. El cielo luce a medias nublado y en la plaza los paseantes descansan o caminan con sus perros. Nosotros fumamos, nerviosos. En algún momento, después de dos o tres cigarros, nos levantamos sin decir nada y caminamos hacia el moderno edificio de departamentos. Desde el interfón la voz de un hombre extramadamente serio y lacónico nos invita a pasar. Finalmente ha llegado, es Francisco Hernández. Al entrar en el departamento, decorado con la elegante sobriedad que le confieren algunos clásicos de la plástica mexicana contemporánea, Francisco nos comenta que está preocupado por el resultado del partido de futbol que, como esta entrevista, está a punto de comenzar, pues su equipo, el Veracruz, se juega su permanencia en Primera División frente a los Pumas de la Universidad. Entendemos que la charla no deberá prolongarse demasiado. Una vez instalados en la sala, comienza la charla.
                                                             
VC: Francisco, déjame empezar por una pregunta tal vez muy obvia, pero que nos servirá de punto de partida: ¿Cómo te volviste poeta? ¿Cómo y cuándo descubres esa vocación?

Yo creo que por la lectura: un día lees algo que te llega más, con lo que te sientes más identificado, con lo que incluso puedes fantasear. En mi caso apunté muy alto desde mis primeras lecturas: Rubén Darío, Díaz Mirón, Juan Ramón Jiménez, Bécquer, pretendí conectarme con estos gigantes, y no precisamente con la narrativa. Yo no podría escribir una novela como Salgari o como Julio Verne, quizá porque ahí no se da para mí ese proceso de identificación, de mimetismo. Escogí lo que consideré más fácil para mí, o al menos con lo que yo podía sintonizar un poco.

VC: ¿Recuerdas a qué edad ocurrió esto?

Yo creo que desde la adolescencia. Empecé a jugar con las rimas en sexto de primaria o primero de secundaria… por ahí.

VC: Hace un momento mencionaste un proceso de mimetismo que es muy evidente en buena parte de tu obra. A la consigna rimbaudiana “Yo es otro” te has adherido mediante una especie de travestismo poético a través del que enmascaras tu voz en la de otros personajes: escritores, poetas, artistas a los que admiras. Háblanos de este método en el que has trabajando varios años y una buena cantidad de libros.

Ese mimetismo parte desde la secundaria y las primeras serenatas que todavía se estilaba llevar por allá (San Andrés Tuxtla, Veracruz). El único que no sabía hacer nada era yo. No sabía tocar ningún instrumento ni cantar. Entonces cargaba las cervezas. Ahí descubrí que algunos tríos intercalaban poemas en el requinteo, como el trío de El Negro Peregrino. Así que me aprendí los poemas que recitaban y los repetía en las serenatas que llevábamos. Luego, un día se me ocurrió escribir mis propias coplitas y decirlas en el requinteo. Así se cumplía, a fin de cuentas, ese mismo proceso de enmascaramiento o de mimetismo del que tú hablas. Después pasó mucho tiempo hasta que puede llegar a esa parte donde ya aparecen Schumann, Hölderlin, Trakl, Charles B. Waite y ahora Emily Dickinson. Eso es ya, digamos, más o menos reciente, pero pasé mucho tiempo tratando de escribir lo que a mí se me ocurría, pensando en eso que algunos llaman encontrar tu voz. Tienes que escribir para que encuentres tu voz, me dijeron alguna vez.

VC: Entonces, ¿cada una de estas voces representa, digamos, la búsqueda de la tuya propia?

Sí, pero además, y por fortuna, deja de importar si vas a encontrarla o no. Llega un momento en que ya no te preocupa. Al menos a mí dejó de preocuparme el estilo y empecé a escribir sin ponerme a pensar jamás que le iba a dar la voz a gente como Trakl, Schumann o Hölderlin. Nunca me puse a medir esa estatura de personajes. Lo tomé como algo muy inmediato, me dije “lo voy a hacer” sin preocuparme —como te decía— de la distancia que podía haber entre mi voz y la de ellos. Simplemente lo hice y ya.

VC: Y salió…

Así es.

LP: Ahora que estamos hablando de estos personajes tan importantes para tu escritura y tu visión de la poesía, observo en ellos un rasgo común: todos han tenido una vida muy tormentosa. Esa recurrencia, ¿responde a una obsesión particular? ¿Por dónde va esa afinidad hacia personajes como los de Moneda de tres caras, o Sylvia Plath, César Vallejo, entre otros? ¿Por qué tienen un peso tan grande en tu obra?

Esto viene desde la depresión con la que crecí. Yo he sido un depresivo desde que tengo uso de razón y quizá eso me hizo encontrar ciertas similitudes con dichos creadores. No creo que puedas meterte a un mundo de alcoholismo sin ser alcohólico o depresivo sin saber lo qué es eso… Creo que me conecté inconscientemente y entendí más o menos cómo era la vida de ellos, qué es lo que pudieron haber dicho. El último ejemplo es un libro inédito sobre Emily Dickinson. Si te pones a pesar cómo fue su vida te das cuenta de que fue muy similar a la de los otros que has nombrado. Simplemente piensas en la familiaridad que tienes con esas vidas.

LP: Cuando son personajes muy desesperados, que sufrieron mucho, tú te enmascaras para externar lo que tú piensas, lo que imaginas que sintieron, que es, a la vez, un sufrimiento parecido al tuyo. No obstante, ahora recuerdo un  par de libros donde hay una relación muy directa con esa depresión o con una especie de demencia, de locura; pienso, por ejemplo en Soledad al cubo o en Mi vida con la perra, donde me parece que, sin enmascararte, estás tratando esos mismos temas ¿qué nos dices acerca de eso?

Soledad al Cubo viene de la película El cubo (Vincenzo Natali, Canadá, 1997). Entré a verla y empiezo a ver de qué se trata. Ahí mismo pensé en qué pasaría si yo de pronto me encontrara encarcelado de la misma manera y me dijeran “tienes aquí papel y lápiz para escribir, y  vas a estar aquí encerrado no sé cuánto tiempo”. Y así, en el cine, me di cuenta de que… Bueno ni siquiera me di cuenta, sólo saqué mi libretita. Lo escribí muy rápido, una vez más fue buscar la similitud con una situación y luego fantasear qué pasaría si a mí me sucediera. Por otra parte, Mi vida con la perra se debe, nuevamente, a la depresión. Ya lo había puesto anteriormente, como un chiste, en el Diario invento, una columna que escribía para Milenio. Había modificado unos refranes como el que dice: “De que la perra es brava hasta a los de casa muerde”. Cuando tenía la beca del Fonca no sabía qué libro hacer, pero luego se me ocurrió contar una especie de diario con una perra auténtica que se llamaba Depresión. Conforme avanzó, el libro se iba desdoblando. Efectivamente, a veces era una perra, un animal que se alimentaba de lo que comen todos los perros, y de pronto ya no lo era. De pronto se transformó en ese ser fantástico que me acompañó, incluso, a un viaje a Bogotá. Me la llevé como se lleva a los perros en los viajes: en su caja gris de plástico. Pero sí, ahí el que escribe, el que viaja, el que sube, soy yo. Ahí ya no traté de mimetizarme con nadie.

LP: Soledad al cubo fue escrito casi como por una iluminación, pues empezaste a escribirlo en el cine. Sin embargo, Mi vida con la perra, me atrevería a decir, si no me traiciona la memoria, que ya venía desde Óptica la ilusión, me parece que ahí hay un texto donde hablas de la perra.

Sí. Ya no me acuerdo cuál es en Óptica la ilusión… creo que voy a Cuernavaca, a visitar a Vicente Gandía, el pintor…

LP: Y cuentas que está como muy contenta…

Sí, que hay una alberca y se tira; ya desde ahí andaba la perra dando vueltas. Te decía, cuando ya no se me ocurría nada, digo “qué hago”, y ¡pum!: un libro donde la Perra abarque todo el libro.

LP: Por otra parte, algo que me llama la atención es esta relación y esta línea muy delgada entre amor y erotismo. A veces el erotismo en tus poemas es tratado de una manera muy violenta, muy explícita, y en otros no lo es tanto. Me gustaría que hablaras un poco acerca de esta relación del amor y el erotismo en tus poemas.

Esa sí es una pregunta difícil porque no sé calibrar de qué manera es a veces violenta y a veces no, cómo a veces se trata simplemente poemas de amor que aparecen también en las coplas, pero no de una manera tan violenta como tú lo adviertes. En este momento no tengo —no sé si tú lo tengas— un ejemplo preciso de esa violencia.

LP: Por ejemplo en “Por amor a Fosca”.

Sí, es cierto. Yo creo que ese fue el último poema de amor que he escrito como producto de una pasión, y cuando es así, cuando la pasión tiene mucho que ver con el sufrimiento, es muy probable que el texto tenga esta naturaleza. Además, no hubo forma de acomodarse a pensar cómo lo iba a escribir. Simplemente se dio, salió, fue algo que viví durante tres meses con esa misma pasión. No he vuelto a escribir nada bajo ese influjo maravilloso y terrible a la vez. 

¿Vieron la película donde salía ese personaje llamado Fosca?

VC: Passione d´amore, de Scola…

En la película un personaje se llamaba Fosca.

VC: Una mujer horrenda…

Sí, espantosa... La palabra fosca a mí se me quedó desde una traducción de “El cuervo”, de Poe, incluida en El Declamador sin maestro, y de ahí se me ocurrió. Curiosamente, el poema empezaba con esa palabra: “En una fosca media noche, lúgubre, terrible”. Ya desde ahí me había quedado la palabrita y luego la encuentro como nombre en esa película tremenda.

Alguna vez fui con mi psicoanalista a unas pláticas a vendedores en un  laboratorio. Él les pasó primero la película y luego yo leí el poema. Hubo una conferencia alrededor de eso, sobre la película misma y los fragmentos de los poemas.

VC: Como un comentario al margen, ahora que mencionas al psicoanalista, es asombroso cómo, a través de la propia escritura, se pueden traslucir rasgos muy profundos de nuestra propia identidad.

No sabe uno a donde va a parar…

VC: Uno no se imagina cuánto de nosotros hay ahí, piensas que estás escribiendo de otras cosas, de películas, de autores, cuando en realidad siempre estamos hablando de nosotros mismos… Ahora que has escogido al personaje de Emily Dickinson para este libro que nos dices que has terminado ya, mi pregunta es: ¿Por qué una mujer? Si no recuerdo mal, nunca habías escogido un personaje femenino para un poemario completo. Me interesa saber, por otra parte, a qué problemas te enfrentaste al hacer esta elección.

El problema principal era el desconocimiento del inglés. Entonces tuve que basarme en otras versiones. Empecé a buscar todas las traducciones posibles de Emily Dickinson. Me conseguí luego un libro en inglés donde vienen muchas fotos de su familia, de su casa, de su pueblo. No de ella, porque curiosamente sólo hay una foto de Emily Dickinson, que es la que aparece en los libros, de cuando ella tenía 14 o 16 años. También conseguí un libro que se llama Los jardines de Emily Dickinson que habla de esos jardines que aún están en su casa, de su pasión por la botánica y por las flores que se dedicaba a cultivar. Pero te digo, el problema fue la lengua. No tuve acceso, debido a las dificultades del idioma, a mayor información. Eso me llevó a imaginar muchas cosas a partir de sus poemas y de su reclusión en casa, de sus dos amoríos absolutamente fallidos, de su agorafobia, de su hermana que tenía las mismas medidas que ella y era la que iba a la modista para que le hicieran los vestidos que serían para Emily, todo con tal de que ella no saliera a la calle. Un personaje así me parece sumamente misterioso. ¿Qué hacía Emily Dickinson en su casa? Escribir más de mil quinientos poemas.

VC: Entre otras cosas...

Y de los que sólo le publicaron cinco, seis o siete en su vida.

VC: Entonces tú imaginas lo que pudo haber hecho esta mujer en su encierro y a partir de eso es que escribes este libro…

Exacto, además del enamoramiento de un par de locos. El libro se llama Los vigilantes de Miss Dickinson. Parece el título de una novela policiaca. También —no se cómo— me llegó dando vueltas esa idea y ese título. ¿Qué pasa si dos tipos que están enamorados de Emily Dickinson van, rentan una casa frente de la de ella y se dedican a observarla?: Uno le dicta al otro todo lo que está viendo hacer a la poeta, que es casi nada porque casi no sale. Alguna vez les tocó verla salir al jardín a cuidar sus flores o a jugar con un perro, verla pasar de noche con una velita rumbo a otro cuarto, nada más. Pero el que le está dictando al otro se está quedando ciego, y eso es parte de su enamoramiento y su despedida de la vida, “quiero, al menos de esta manera, ver al motivo de mi pasión y de mi amor”. Esa es la primera parte.

VC: ¿O sea que la anécdota es real?

No, la vuelvo real, esto nunca pasó, aunque pudo haber sucedido.

VC: Quien me comentó la trama, si se le puede llamar así, de este libro tuyo sobre Emily Dickinson fue Jorge F. Hernández.

Sí porque se la conté.

VC: Bueno, él me dijo que Emily Dickinson sí había tenido una especie de espía, un vecino.

Pudo haber sucedido. Lo que realmente ocurre en el texto es que el que está dictando lo hace incluso con puntos y comas, como si el otro tipo fuera su amanuense. Le va diciendo: punto, coma, aparte, ahora léame. Como dictándole a una grabadora. Entonces eso es lo que hace diferente al texto. No sé qué tanto dificulte la lectura, pero tampoco me importa, lo dejé así, tal como está.

En la siguiente parte, la segunda, el vigilante 2, que era el que estaba escribiendo, se harta de hacerlo. El otro está casi ciego, entonces lo amarra a la silla, le pone una mordaza y le dice: “ya no me vas a dictar más, ahora me vas a oír a mí decirte todo lo que está pasando enfrente”. Sin embargo no le dicta nada para que escriba, simplemente le dice “ahora imagina” y le empieza a contar lo que está o no está pasando. Inventa cosas o bien ve cosas y se las cuenta. Y el otro está sufriendo porque es el enamorado de Emily Dickinson, y el segundo vigilante le inventa que ella está con el presbítero, con el juez, que hay un jardín con pavorreales y cosas que en realidad no había en el jardín de Emily Dickinson.

VC: Ahora entiendo. No tuviste qué meterte a la piel del personaje de Dickinson sino en la de los dos fisgones.

Sí, precisamente por no saber mucho de ella. Ese mismo desconocimiento me llevó a meterme más en la piel de los dos loquitos.

VC: Podríamos decir que tú eres el tercer vigilante, el otro testigo.

Sí, a fin de cuentas.

En la tercera parte aparece la hermana menor de Emily, Lavinia, que es la que le ayuda en muchas cosas. Ella empieza a darse cuenta de la presencia de los tipos que están enfrente. Ve que Emily está muy enferma, que son sus últimos días. Y en el momento en que muere Emily Dickinson todo el mundo se vuelve blanco, porque era su color favorito. Entonces ella empieza a describir un mundo blanco, la calle, los perros, los árboles, los chamacos, las pelotas, el piso… todo es blanco. Y empieza a pensar cómo a decirle a su hermana todo lo que está pasando con esa blancura externa del mundo, hasta el final, el sepelio, donde todo es blanco: el ataúd, el cortejo fúnebre, el polvo, el cielo, las casas. Sólo un tipo vestido de negro es el que viene hasta el final del cortejo, el segundo vigilante que quedó vivo después de matar al segundo. Y ahí acaba. Y eso es todo: un hombre vestido de negro en un mundo todo blanco. No hay otra solución. Caminan rumbo al cementerio y hay ahí ese tipo vestido de negro que avanza con el cortejo hasta el final.
 
VC: ¿Qué significa ese tatuaje que llevas en el brazo?

Nada, no dice más que lo que sabemos: “poesía : lo cura”: una locura que te cura. Es de un poema de Jaime Jaramillo Escobar, el poeta colombiano.

 VC: ¿De qué te ha curado la poesía?

Cuando menos del aburrimiento, del infinito tedio de la vida y de la inutilidad de estar aquí... El simple hecho de leerla ya es, en sí, curativo.

Desde el fondo del loft de la plaza Río de Janeiro llega el rumor de la narración del partido de futbol. Al final, los Tiburones Rojos del Veracruz descenderán a la Primera A (ese eufemismo con que en México se designa al infierno de la Segunda División), pero en ese momento aún no lo sabemos. El poeta nos acompaña hasta la puerta y se despide de nosotros. Ahí lo dejamos, a la expectativa del futuro de sus escualos.

 



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