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portada-cartografia.jpg Cartografía
del fuego

Natalia
González
Gottdiener
Ed. Fósforo,
México, 2009

Por Raquel Huerta-Nava

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Desde su título, el segundo libro de poesía de Natalia González Gottdiener nos habla de una delimitación, de la búsqueda de una ruta o camino bajo el signo del elemento ígneo. La elección de este título hermana de inmediato a la obra con de un poderoso linaje dentro de la poesía contemporánea, que se vincula desde luego con el fuego. La referencia inmediata, no sólo por su estirpe sino por su temática erótica, es Pasaje de fuego de Elsa Cross, en donde al igual que en el libro de Natalia, el fuego se asocia con la sexualidad femenina. En El reposo del fuego de José Emilio Pacheco, se lee: “Y el reposo del fuego es tomar forma/ con su pleno poder de transformarse./ Fuego del aire y soledad del fuego./ Al incendiar el aire que es de fuego./ Fuego es el mundo que se extingue y prende/ para durar (fue siempre) eternamente.” Versos que aclaran el poder de la transformación que inherente acompaña al fuego, pues quien lo atraviesa, quien se atreve, cambia esencialmente.

El poema como fuego es el don de Heráclito, en la pluma nominativa de la poeta. Para los habitantes de la ciudad de México, como me lo confirmó Elsa Cross durante una charla de café, los volcanes son nuestra primera asociación con el fuego en su forma natural; la posibilidad de una erupción y la constante presencia del vestigio ígneo en el humo son un recordatorio constante de la fuerza que yace bajo nuestro andar, fuerza que en cualquier momento puede estallar y devorarnos. La posibilidad del fuego y su potencial violencia, su capacidad destructora que todo lo transforma, descifradas en una “gramática del fuego” (título de un libro de Carlos Isla), sería la clave para ingresar en el mapa que Natalia nos propone en este conjunto de poemas de deslumbrante vitalidad.

El bautizo de fuego era el habitual entre los antiguos romanos. El ritual de purificación era un verdadero pasaje de fuego, en que se pasaba rápidamente a los bebés por una suave cortina ígnea para consagrarlos al dios Apolo. Encontramos también los círculos de fuego en que Jesús se encerraba en el desierto para protegerse de las acechanzas de Luzbel y que tienen la función de combatir al propio fuego. Hallazgo esotérico que utilizan los bomberos forestales para frenar el avance irracional del incendio, quemando previamente el campo, pues el fuego ya no avanza en donde ya ha estado. Los ciclos del fuego, marcados por las ceremonias del fuego nuevo que celebraban los antiguos mexicanos, y que los actuales católicos representan como un pasaje; el principio y fin de un lapso temporal.

Carro de fuego, el sol, afán prometeico, elemento devorador, fuente de pureza. En el libro de Natalia, el fuego es definición y es límite. Arde su palabra en la búsqueda del centro del fuego, de lo ígneo que habita nuestra piel.

En el ámbito del cuerpo, el fuego devorador es el sexual y existen diversas fuentes de la llama al interior del ser humano, pero el que marca o sella al rojo vivo las páginas de este libro, es el chacra de la creación con su energía transformadora, brutal, genésica y calcinante. Lo que no arde no se purifica, lo que no nace del fuego no renace en plenitud. Ave Fénix. Es la absoluta potencia de la semilla que brota del caos, del montón de escombros y cenizas, con una nueva esencia: el poder del fruto, la cadencia de la piel que recorre las rutas trazadas en este mapa.

En momentos de una intensidad erótica deslumbrante, la poeta pronuncia labio, menor, mayor, labia, besos, frutos desbordantes de lujuria. Labios umbral de fuego interno, sutil instrumento musical el cuerpo humano, tocado con el amoroso talento de la búsqueda del placer. Cuerpo tambor estremecido, piel de tambor que resuena al centro del pecho. Corazón ardiente que clama, que arde en llama interna desde la dolorosa conciencia de sí, del estar en el mundo.

En este viaje de exploración poética, la voz clama desde la inmensa soledad cósmica que habita al ser humano; la unicidad estalla en sus palabras, soñada andrógino, uroboros, autodevorante. La palabra ígnea se define, delimita al mundo, traza sus contornos imposibles en la vastedad del universo en el primer asombro de la mente ante el absoluto.

Con la intuición de lo creado, la poeta pide a la ceiba ancestral la apertura de las direcciones, que desate los elementos, los vientos y colores de la creación. Su cuerpo es el universo, como en la concepción hindú, en donde cada ámbito del cosmos se recrea en el cuerpo humano, pues a semejanza del universo, en nuestros cuerpos todo se corresponde con las esferas superiores. El ser humano cósmico es un concepto muy antiguo compartido por la religión hindú y por la religión maya, además del de los ciclos del tiempo en la creación del mundo. La iniciación solar regida por Hunab K’u y en las páginas descritas por Natalia González Gottdiner por T’ho, su personal interlocutor, son el pasaje de fuego que la autora traza en palabras, no dirigidas a K’in, la deidad solar, sino a su intermediario que las conduce para interrogar al firmamento. En esta correspondencia simbólica, cada órgano del ser humano, cada parte del cuerpo, se corresponde con una parte del cosmos; es una corresponsabilidad del humano para con el cosmos mantener su organismo en armonía porque como es arriba es abajo: una de las misteriosas máximas del esoterismo cristiano, alimentado por todas las religiones que lo antecedieron. Para los hindúes cada ser humano, de acuerdo a su oficio es una parte del absoluto, de brahma; y ningún ser humano es irrelevante gracias al ciclo de las reencarnaciones en donde todos los seres tienen abierto el camino hacia la purificación. Volviendo a la correspondencia del uno con el universo, el propio cuerpo es descrito como Pangea, lamido en su ancestral origen por las aguas primigenias.

“Lo erógeno no está en la piel sino en cómo tocarla/ embeberla en virtuoso desenfreno/ tierna locura;/ ella es recuerdo de Pangea a la que bombea Panthalassa/ océano fracturado en cinco océanos por el monolito desmembrado/ mar sanguíneo que olea tuberías”.

Con la vista en el firmamento, la poeta escribe, canta, define y explica el mundo desde ese gran escándalo y angustia que surge de la conciencia de la unicidad, del aislamiento del ser ante el mundo y sobre todo, ante el otro. Encuentro fraternas coincidencias con algunas de mis propias búsquedas poéticas (La plata de la noche, 1998) en la delimitación del espacio de la palabra, en otro ámbito por supuesto, en otro sitio que es el de Natalia. Como ejemplo veamos el poema Locus: “Formas de dividir la forma / Lugar de lugares a desenterrar tesoros. / Divisiones del cartógrafo atañen conquistas. / ¿Cabe un ovoide en un planisferio? / representación deforme de realidad deseada.”

Curioso trazo conceptual el de los mapas y los diccionarios. En este caso el cuerpo es la contención de la flama y su sombra. La poeta frente al cosmos es una guerrera: “tantas veces guerrera de mí/ de mi sombra”, “la flama titila. No la tocan,/ se agita/ vibrante/ guerrera”, “guerrera a ciegas de sombra bélica”, “mujer en sueño guerrero”. En Cartografía del fuego hallamos esta expresión radical de la dualidad, de la luz y sombra que nos conforman desde el principio del mundo. Enunciación de la guerrera y su sombra, el fuego y la oscuridad en dualidad absoluta, contrapartes de sí misma. En una de las múltiples lecturas que este libro permite, bajo el manto ígneo, la dualidad, el erotismo y el planteamiento del cuerpo, son algunos de los temas principales, tratados con una notable riqueza semántica que deslumbra con plenitud lunar en un libro de cuidadosa factura que nos deja sin duda, en espera de su próxima expresión.


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