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portada-poesia.jpg Poesía completa
José Watanabe,
Ed. Pretextos,
España, 2008.

Por Víctor Hugo Piña Williams

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Al represar el caudal de poemas de un autor en la convención editorial de “obra completa”, se gana en panorama lo que se pierde en ciclorama. La vastedad de la obra en aprecio se apaisaja y se apacigua para el lector gracias al dato cierto del poema compendiado y fijo con los alfileres tecnicoides de la crítica especializada o con los broches adhesivos de la crítica empática. Pero se desdibuja el excurso natural de cada ciclo, de aquello que aún no se constituía en obra sino en escritura, según tendencia de tiempo abierto, con intervalos menos de continuidad que de contigüidad.

La publicación de la Poesía completa del poeta peruano José Watanabe (1945-2007) bien puede ponernos en la inquietud de tal razonamiento. Ocurre que la lectura de sus poemas manifiesta concienzudamente pero sin obsesión el trazo de ciclos diversos y cerrados en los límites de ciertos grupos de poemas, que a la vez se entrecruzan sin tocarse, también en los límites de un mismo libro y, simultáneamente, de un libro a otro, calibrando equidistancias y modos de tándem. 

A decir verdad, al captar la relación ciclorámica que se anuda entre algún apartado intermedio de El huso de la palabra (1989) y otro de Cosas del cuerpo (1999), y otro más de Banderas detrás de la niebla (2006), uno empieza a echar en falta el concepto de “obra incompleta”, un concepto que auspicie la publicación de libros de poemas cuya tendencia de tiempo abierto se revele en su desnudez de caminos sin retorno, o con innumerables retornos a cuenta de su naturaleza circunvalar. Es decir, se trataría de publicar no todos los poemas de un autor ni los mejores con arreglo al gusto más reactivo, sino aquellos que componen el ciclo o los ciclos vertebrales de un trabajo de años, con prescindencia de las fases que, con todo y su calidad, se configuran, en esa tendencia de tiempo abierto, como caminos de atajo para llegar más pronto a la indefinición de una escritura que se quiere búsqueda y no obra, pero sin alcanzar el peso de los pasos que discurren por los otros caminos abiertos, los de los atajos contrariados por la voluntad del rodeo tenaz mediante el que se sugiere un centro sin meta, una concentración.

En efecto, detrás de la gama temática más bien reducida en que se produjo Watanabe en el plazo de cuatro décadas (el regazo rural de los mitos familiares, el bestiario canónico y el bestiario personal del cuerpo agónico, las figuras de la pasión cristiana y pagana), el lector asiduo va reconociendo las claves de un camino abierto, de visos multipolares y periféricos, aunque de emplazamientos concéntricos. Entre los libros antes mencionados, se organiza un tándem oculto que conforman unos cuantos poemas en seguimiento de esa trascendencia concéntrica.

Este movimiento de profundidad y esencialización, como algunos de los lectores del poeta han visto, mantiene una deuda con el hai ku. Sin embargo, en mi opinión, precisamente en esa deuda acaba por encontrar el capital magnífico de su propia vía de concentración trascendente: la narratividad de su poesía. Se diría que Watanabe resolvió desenvolver su expresión siguiendo la senda contraria del hai ku. Para decirlo con la figura de Xenius, fue desde la categoría hasta la anécdota, cuando pareciera que el camino radical de la trascendencia es el inverso. Y tal vez así sea, incontestablemente. De cualquier manera, Watanabe descubre con notable lucidez la eficacia de ese mecanismo, el del hai ku, y no duda en ponerlo en marcha, pero a la inversa. Los poemas pivotales de su obra construyen historias que de antiguo ha contado la poesía, desde luego lejos de la noción de entretenimiento que hoy se asocia a lo narrativo. Estas historias, como el golpe contemplativo del breve poema oriental, no tienen otro motor aparente (sólo aparente) que el azar sorprendido en la construcción de un orden superior. Ejemplo deslumbrante de este pergeño de azar y coherencia insondable, lo tenemos en Los encuentros, en donde Watanabe refiere, a partir de un “Y de repente éramos dos hormigas en la vereda/ casual,/ él y yo/ así moviendo las antenas, intercambiando datos, cordialidades, diez años./”, la historia de todo, y por modo justo y ceñido, la historia del hombre. Por eso, hacia el final del texto, el poeta previene: “Estaba yendo hacia el poema/ y me abstuve:/ ese hombre está en juego, dije”. Quizá, a veces, el límite liminar de la poesía sea el ciclo, no la suma.


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