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portada-poesia.jpg Poesía completa
José Watanabe,
Ed. Pretextos,
España, 2008


 
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El maestro de Kung Fu

Un cuerpo viejo pero trabajado para la pelea
madruga y danza
frente al mar de barranco.

Se mueve como dibujando
una rúbrica antigua, con esa gracia, y
sin embargo, está hiriendo, buscando el punto
de muerte
de su enemigo, el aire no, un invisible
de mil años.

Su enemigo ataca con movimientos de animales
agresivos
y el maestro los replica
en su carne: tigre, águila o serpiente van sucediéndose
en la infinita coreografía
de evitamientos y desplantes.

Ninguno vence nunca, ni él ni él,
y mañana volverán a enfrentarse.
—Usted ha supuesto que yo creo a mi adversario
cuando danzo— me dice el maestro.
y niega, muy chino, y sólo dice: él me hace danzar a mí.



La serpiente

Aquí fue donde la serpiente
deshizo su rosca y se deslizó velocísima
bajo el cerco de laureles.

Con el alma aún suspendida, dudé:
¿había visto una serpiente
o me había asaltado una vibración, un vértigo antiguo
que dormía sobre la hierba y se había despertado
a mi paso?

Aquí fue,
junto a esta bocatoma, donde vislumbré
hace tantos años
la posibilidad de un mundo de movimientos remanentes
que quedan a flor de tierra: el aleteo
inútil de la torcaza quemada por el fuego de la zafra,
el correr errático de lagartijas y ratas
perseguida por el mismo fuego unánime,
la cojera del zorro herido por una escopeta de sal,
la fuga de aquella serpiente.

Aquí fue,
y aún despiertan como espectros entre mis pies.



Riendo y nublado

La meningitis mató en su cama al hijo del carnicero.
Tanta sangre hubo en esa casa
que una muerte limpia sólo fue aceptada
ante un espejo brillante, sin la opacidad de un resuello.

Desde entonces, los muchachos
empezamos a asomarnos con incredulidad a los espejos.
Nada pagaba
la luz que veíamos bailando en nuestros ojos
y la satisfacción de la veladura en el cristal
tras echarle nuestro aliento, el mejor gesto de los vivos.

Mirándome en los espejos
y soplándoles tontamente mi hálito
he persistido hasta hoy.
Sí, ese señor entrecano en el marco dorado
soy yo.
Grito: ¡Soy yo! ¡Soy yo!
Y me da un enorme place verlo, riendo y nublado. Soy yo
y si no lo fuera también diría que soy yo
porque quiero ser (y seguir siendo) en cualquier rostro vivo
con tal de no ser, como el hijo del carnicero, el muerto.
 
 

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