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menguante-yolanda-aguirre.jpgMenguante
Yolanda Aguirre
UANL
Nuevo León, 2008.

Por Adán Echeverría

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Ven a mí: ¡Cuerpo a cuerpo!

Delmira Agustini

Se abre el poemario Menguante de Yolanda Aguirre (Monterrey, 1975) como se abren los labios antes del beso, como se abre la boca antes del sexo derramado, las piernas en la embestida del eros. Y uno no puede quedarse callado repasando el suspiro. He aquí la intención de la autora: desbordarse hacia el verso, viciar la hoja blanca con algo de su ser. Entregarse en la noche a los ojos del lector, tan necesario y tan necesitado de la luz que enaltece los sentidos de alcoba: “a prueba de error tu lengua me recorre”.

Sin embargo yo estaría confundido si solamente me detuviera a pensar en ese candoroso romance erótico de la hembra poderosa que le pide a su macho (amazona) que la monte; si definiera el poemario como los versos de una mujer entregada al placer, me equivocaría. El truco está (o la lectura permite al menos esta interpretación) no en esa mujer florero, sino en la mujer cuchillo, la hembra del filo lunar que abre las alas, extrae el néctar de la palabra y se deshace viento, polvo, río caudaloso.

Uno descubre las intenciones de la autora cuando se detiene, y es necesario respirar hondo ante la pregunta que la define: “¿Acaso desconfías porque sangro?” Entonces la visión se completa: hay una mujer (hablante lírico) que expresa su sexualidad, su historia de vida y su tiempo con la fortaleza de las equidades. Porque las equidades en cuestión de género están equivocadas. La mujer no anda en busca de ocupar el lugar del varón (¿quién ha creado una barrera entre los sexos?, ¿a qué eso de tu lugar y mi lugar y su lugar?); más bien anda en busca de identificar su nicho ecológico total, su verdadero sino: Ser y no tratar de ser.

El poemario Menguante puede leerse en unos minutos. Y en este poco tiempo uno repasa la excitación, palabra por palabra, imagen por imagen, ideas atravesadas de humo rojo. Uno lee el verso final y se contempla emocionado. Claro que son ciertas las carencias, puede uno descubrir la “novatez”, el primer poemario que vislumbra la voz del poeta, y aún así uno logra deleitarse a través del verso: “Me sorprende cuando dices/ me gusta tu olor suave” con la simpleza de lo cálido. Y uno disfruta verse descubierto al mirar nuestras propias relaciones, los recuerdos de rostros y pieles que nos han formado, que ahora nos miran desde atrás y nos encuentran “bobos por el amor, estúpidos por el romance”. “Llovizna tu cuerpo/ (…)/ mojada te recibo”.

Lo universal en los versos de Aguirre nos reflejan. Y somos entonces la imagen del espejo, la voz de piel en que nos extasiamos, la hambruna de la paz que brinda el amor y la entrega: y todos somos el mismo, a través de la pasión que destilamos. Hemos nacido para la entrega del cuerpo, somos el placer que nos arroja la carne sobre los sabores y los sabores para la nostalgia. En los aromas nos reconocemos y nos sabemos capaces de decir con ella: “tú eres mi fiesta privada”.

Así, el amor por la relación homoerótica, por el compenetrarse en pareja, es revisado al igual que se revisa el goce de la masturbación. Y es que en un mundo de violencia y desenfreno donde las enfermedades (sexuales y mentales) se encuentran en cada beso, uno sabe, aprende y enseña, que no hay mejor relación que la de uno consigo: “prefiero comerme los higos/ (…)/ y a media noche/ hacerme el amor”.

Es de esa forma como se lee Menguante, con la carne y los sentidos alertas, porque desde la voz de Yolanda Aguirre nos lanzamos juntos al encuentro del amor y del sexo, la penetración y la caricia, el desenfreno, el romance, y nos reconocemos sabios en el amar. Nos tenemos que reconocer capaces de sabernos mediocres, salvajes por la inteligencia de que somos amorosos y capaces de los más livianos goces, de los estruendosos encuentros, libres y sensibles para el amor: “me enamoré como se enamoran las mujeres inteligentes,/ como una idiota”.




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