La poesía como herramienta de lucha
Entrevista con Santiago Espel


Por Augusto Munaro

santiago-espel.jpgPocos poetas nacionales viven la poesía con la franqueza y dedicación con que Santiago Espel. Nacido en Capital Federal, Buenos Aires, en 1960, a los 28 publicó rapé, que le valió la Faja de Honor de la SADE. Dos años más tarde sacó Pavesas & Muelles, seguido en 1993 por Misas en Harlem (Primer Premio de Poesía Nacional Ramón Plaza). Los 90, fueron años de profusa labor; no sólo continuó publicando poesía Cantos bizarros (1998), sino que además incursionó en la novela con  La Santa Mugre o El País de Cucaña; y dirigió la revista bilingüe (castellano-inglés) de poesía La Carta de Oliver. Simultáneamente y desde entonces, dirige la colección de libros de poesía del mismo sello y cuenta en su catálogo entre otros, con Fernando Kofman, Andrea Gagliardi y Emiliano Bustos.


La poesía como herramienta de lucha
Entrevista con Santiago Espel

 
Por Augusto Munaro
 
santiago-espel.jpgPocos poetas nacionales viven la poesía con la franqueza y dedicación con que Santiago Espel. Nacido en Capital Federal, Buenos Aires, en 1960, a los 28 publicó rapé, que le valió la Faja de Honor de la SADE. Dos años más tarde sacó Pavesas & Muelles, seguido en 1993 por Misas en Harlem (Primer Premio de Poesía Nacional Ramón Plaza). Los 90, fueron años de profusa labor; no sólo continuó publicando poesía Cantos bizarros (1998), sino que además incursionó en la novela con  La Santa Mugre o El País de Cucaña; y dirigió la revista bilingüe (castellano-inglés) de poesía La Carta de Oliver. Simultáneamente y desde entonces, dirige la colección de libros de poesía del mismo sello y cuenta en su catálogo entre otros, con Fernando Kofman, Andrea Gagliardi y Emiliano Bustos.

Su período de madurez coincidió con el de la crisis argentina al aparecer La claridad meridiana (2001). Un opúsculo reflexivo potente, cuyo tono conciso es una apuesta a la poesía sin pompa, exenta de la hojarasca insustancial y vacía. Cada verso contiene una verdad irreductible que denotar: “Escalar hacia abajo –sin vértigo-/ es el principio de todo ascenso.” Así Espel abrió un camino que solidificó con Isoca (2004), una poética antirromántica, en la que el equilibrio entre forma y contenido alcanza la perfección y fluctúa rítmicamente a través de las tres partes del libro. Aquí tampoco –como en toda su obra- hay poemas impostados. En Vulgata (2006) predomina una mirada más comprometida con los avatares de su tiempo. Según el propio Espel, en ella utiliza el sarcasmo, la ironía y el humor para contraatacar el gran mal de nuestra época: el Poder y sus desagradables síntomas como el engaño, la puerilidad y la estupidez.

La poesía se debe comprender entonces como un modo legítimo para resistir a los vapuleos morales de la injusticia y la farsa. Sin caer en la grandilocuencia, en sus libros se impone la franqueza como motor de sus poemas. La sinceridad de trazar un camino hacia la Verdad, sorteando el fingimiento de tema y de sentimiento. Su  último libro 100 Haikus (La Carta de Oliver, 2008) es otra muestra más de un intento por la poesía en estado puro.

Esta paciente labor solitaria de lucha nos recuerda, en cierta forma, a la de un anarquista que fabrica en su taller/biblioteca su arma de guerra que en este caso es la palabra poética. Sus libros son bombas que estallan en versos inobjetables, despabilando al lector de su adormecido marasmo. Tras toda explosión, la lucidez lentamente germina a través de sus hojas, difundiendo deseos de cambio. El primer y decisivo paso ha sido consumado. Espel considera a la poesía como una “herramienta de guerra”; un  arma que sabe utilizar con pericia.


¿Por qué escribe poesía?, ¿qué siente que ella le depara?
A diferencia de otras profesiones, lo que parece una pregunta sencilla y en extremo directa, en el caso de la poesía resulta más compleja, porque la materia poética es extremadamente compleja. Raúl Gustavo Aguirre decía algo así como “hablamos de esto que nos apasiona y que no sabemos bien qué es”, refiriéndose a la poesía. Contestar entonces, ¿por qué escribo poesía? me lleva a pensar en algo ligado a la utilidad, o a lo utilitario. Ese “por qué” está pidiendo una explicación, esa pregunta en principio inocente contiene otras, tales como: “para qué”, “cómo”, “hasta cuándo”, etc. Es evidente que hay una dificultad, y una inevitable asociación que nos remite a los resultados y no a sus propósitos. Es difícil comprender cómo uno insiste, se mantiene escribiendo poesía a lo largo de toda una vida, sabiendo que se trata de una actividad que no reditúa, ni permite a la mayoría de los poetas vivir de su trabajo. La poesía es un trabajo que aún hoy no se reconoce socialmente como “un trabajo”, y de ahí su estar en los márgenes de cualquier mercado hipotético. En un plano más epidérmico, más visceral, podría decir que escribo poesía porque nada me ha interesado más en la vida que tratar de entender qué es un poema. Pocas cosas me hacen tan feliz como leer o escribir un buen poema. La poesía me ha permitido conocerme muy profundamente, y creo también que es el camino, el atajo más verdadero para que los otros me conozcan. La archiconocida diatriba que Gombrowicz lanza contra la poesía y los poetas -considerando el indudable talento del escritor polaco-, habla a las claras de la condición “distinta” que tiene la poesía.

¿Qué hace que un poema sea considerado como tal? ¿Su temática, su forma, su ritmo?
Lo primero que se destaca en un poema es su hondo misterio, esa cualidad que tiene de causarnos perplejidad. La posibilidad de sentir que la realidad tiene pliegues secretos que generan estados de emoción insoportablemente agradables, porque la poesía es siempre emoción, emoción y hondo misterio. Se parte de acá, y se va hacia las herramientas. Pero sin partir de este punto, en todo esencial, es imposible lograr buena poesía. Más allá del lenguaje, más lejos que las palabras, un poema nos describe siempre un hecho poético, o para decirlo de otro modo, nos plantea otra convención y otra convicción de la realidad. Creo que estas cualidades trascienden la forma, el ritmo, la temática, si bien éstos son aspectos imprescindibles en todo poema. No sabemos, por suerte, la forma que tendrá un poema dentro de cientos de años, pero sí sabemos, como lo sabemos desde la antigüedad, que será una emoción, un hondo misterio.

Fernando Kofman en una reciente antología introduce el concepto de “poesía opaca” y lo antologa a usted junto a otros poetas rioplatenses. ¿Cree acertado este modo de clasificar su poesía “sin aura”?
Si tomamos la acepción de “aura” como equivalente de “retórica”, coincido con la clasificación; se trataría de una poesía sin ornamentos, despojada de esteticismos innecesarios y huecos. De ahí el concepto de “opaco y residual” que emplea Fernando Kofman. Una lírica alejada de todo clasicismo, de toda impostación, inmersa en cambio en la realidad de la manera más cruda.

¿Una búsqueda que antepone sobre todo la sinceridad del poeta?
No creo que se pueda pensar o emparentar a la poesía con alguna forma de la especulación, me resulta imposible siquiera considerarlo. La poesía parte de una honestidad desesperada, que es esa rabia, esa corriente de vitalidad absolutamente necesaria que nos permite volver a intentar el poema, siempre desde lo que somos hacia lo que anhelamos. No puede haber mercancía entre este punto de partida y nuestro objetivo. Al final, en el fondo del vaso de la vida, el poema será el testimonio y el testamento.

¿Siente que La claridad meridiana fue su libro más filosófico?, ¿qué fue lo que lo motivó a escribirlo?
Yo venía de una etapa de mi vida muy brava y necesitaba demarcar un territorio, fijar límites, como cuando tomábamos distancia en la fila del colegio con el brazo extendido y los dedos apoyados en el hombro del compañero. Necesitaba mensurar mi realidad y superar un estado de crisis muy profundo. El resultado es un conjunto de 33 sextinas de métrica irregular, epigramática, y de tono asertivo, por momentos sentencioso. Iba como el gato, de pared en pared; “acá estoy”. Al mismo tiempo es un primer intento de trabajar con formas más rígidas; una misma cantidad de versos y una métrica silábica más regular. El libro trata de temas universales y al mismo tiempo tabúes; los temas que enumeró Shakespeare, entre otros. En ese sentido, sin duda es mi libro “más filosófico”.

¿Por qué ninguno de los poemas que lo integran, lleva título?
Los poemas no llevan título porque considero que se van encadenando, que son unidad. La claridad meridiana puede leerse como un poema unitario, dividido en 33 sextinas. El título refiere también a esa intención de conectar con un lector “profano” en materia poética, y más pegado a lo sensible o espiritual.

Con respecto a su siguiente poemario. ¿Cree que Isoca es su libro más hermético y ambicioso?, ¿por qué?
Isoca fue el intento de profundizar esa búsqueda de lo formal que mencionaba antes. En este sentido, es el más ambicioso desde su planeamiento ya que me propuse escribir una serie de diez primeros poemas, en décimas, en un ritmo determinado (de adagio), trasladarlas luego a una nueva serie de otras diez décimas con otro ritmo (andante), modificando los primeros diez poemas en lo formal y en lo conceptual, para terminar con una tercera y última serie en allegro, que terminara de transformar esas dos series de diez poemas anteriores. Es decir que hay un ritmo que cambia a lo largo de las tres partes del libro, indicado por la puntuación y el concepto de lo escrito; luego hay una reescritura de diez poemas iniciales hecha en dos etapas posteriores. El total resulta en treinta poemas que se van modificando gradualmente y conforman trípticos (están numerados de la siguiente forma: 1a, 1b; 1c; 2a, 2b, 2c, etc.). Tuve un plan previo, lo que llamé “la preexistencia del texto, o de la lectura”, y quise aplicar acá lo que yo creo de la escritura, que escribimos el libro que nos gustaría leer. Me resultó muy interesante partir de diez primeros poemas y escribir otras diez versiones, corrigiendo, completando el tríptico, y luego otras diez hasta completar treinta poemas parecidos pero distintos. El libro puede leerse de manera cronológica o siguiendo los trípticos. El verso, en los treinta poemas, se acerca al endecasílabo, pero mantiene ritmos y aliteraciones propias del verso libre. Intenté fusionar lo formal, lo clásico (cantidad de versos, métrica muy regular, sin ser exacta), con la libertad del verso libre y sus recursos. La idea fue juntar en algún punto al escindido lector de poesía que sigue preguntándose aún hoy qué es poesía y qué no a partir de las formas. Me interesaba lograr que el lector supiera dónde empezaba el poema y cuánto duraba pero sorprendiéndose dentro de ese envase visual determinado. Que la libertad y el ritmo del verso blanco fluyeran dentro de esa forma con contorno. Los temas son los de siempre.  En cuanto al hermetismo, son poemas trabajados desde lo lírico, lo simbólico, lo metafórico, y esa suma lleva sin discusión al “hermetismo”, o mejor dicho, al hondo misterio de la poesía.

Entre 1990 y 1999, usted dirigió junto con Matías Serra Bradford, una revista de poesía bilingüe La Carta de Oliver. ¿Cree que aquella labor haya influido en la respiración de su poética?
Creo que lo más importante de esa experiencia, a nivel técnico, fue el hecho de lograr un entrenamiento muy exigente a la hora de concentrarme en el sentido y la música que deben tener los versos de un poema. Traducir es como versionar distintos borradores de un texto buscando la perfección. Recientemente traduje unos poemas de Philip Larkin y confirmé la utilidad del ejercicio en el sentido de leer reconcentradamente, en un punto de exigencia extremo. Creo que la etapa de revisión de un poema debería hacerse siempre con este rigor. De todas maneras, la respiración en el poema  la impone siempre el pulso del cuerpo, que le avisa a la razón que por encima del sentido de las palabras hay una corriente de sangre y nervios a la que hay que escuchar.

¿Qué mirada común observa en sus temas?, ¿hay obsesiones?
Si tuviera que pensar en un único tema, o en la inocultable obsesión presente en mi poesía, pensaría sin duda en el Poder. El Poder polisémico y obsceno, porque el poder siempre es obsceno. Mucha de mi poesía está escrita desde la bronca, desde una filiación claramente anarquista, que busca como el tábano molestar a ese omnívoro buey que pasta indolente bajo la forma del Poder. Se escribe poesía para hacer trastabillar a ese monstruo, no para hablar de prados llenos de florcitas y parejitas besándose. Y sin llegar a ser un tema, pero sí un recurso, o una característica común en mi poesía, están la ironía, el sarcasmo, el humor. Los otros temas, me repiten invariable, inevitablemente. El amor, la muerte, la vida, cómo no tratar de ajustar cuentas con ellos.

Resulta difícil identificar filiaciones concretas en su obra. ¿Sería un error relacionar ciertos aspectos de su poética –por ejemplo su tendencia a focalizar sobre hechos mínimos y cotidianos- con la obra de Joaquín O. Giannuzzi?
Yo diría que soy un lector tardío de la obra de Giannuzzi, y digo tardío en el sentido de leerlo completo y encontrarle la valía que realmente tiene su poesía. Lo he leído de manera despareja hasta hace unos pocos años atrás; me costaba entrar en algunos aspectos de su escritura. Luego, como toda obra verdadera, se me impuso. Por eso no encuentro esa filiación con él; tal vez aparezca algo más cercano, cierto tono quizás, en lo último que escribí y que aún está inédito, pero no antes.

¿Cuáles son los libros y autores que más venera y recomienda?
Te puedo decir que soy un lector compulsivo, y que estoy en contra del parricidio poético. Le debo mucho a muchos. Hago nombres tan incompletos, heterogéneos, y desordenados en el tiempo como insoslayables en las motivaciones que me generaron en su momento: Neruda, Dylan Thomas, Spinetta, Juan L. Ortiz, Borges, Mastronardi, Trejo, Pavese, Parra, Gelman, Artaud, Lezama Lima, Pessoa,  Emily Dickinson, Joyce, Quevedo, y podría seguir un rato. Como decía Borges, de las listas, lo único que se nota son las omisiones…

¿Cómo ve la poesía argentina actual?, ¿cree que carece del estatus de antaño, o se encuentra en una época de auge? ¿Qué aspectos considera positivos y cuáles no?
La contemporaneidad es una sinuosa enemiga a la hora de opinar sobre algo que está sucediendo en este mismo momento, algo que aún no tiene historia y de lo que desconocemos el futuro. Opinar hoy es hacer vaticinios, o establecer estéticas o ideologías hacia adelante. Yo no soy un formador de canon. Creo que la poesía argentina actual está sin duda viva, como estuvo siempre. Hay una presencia destacada en nuestra lengua hispana que tiene que ver con lo que se produce acá. En ese sentido, es una poesía rica, muy variada, de signo muy personal, te diría con identidad, con lugar de pertenencia, cosa rara en un país que no empieza nunca a saber dónde está ni qué es. Se escribe y se edita mucho, y cuando digo mucho soy consciente de que en casos hay superproducción, y no todo es bueno, ni siquiera aceptable. Pero yo estoy a favor de esta presencia, de esta agitación hiperbólica. Me parece que las grandes diferencias con los poetas de ayer, son las motivaciones, la formación, cierta ética reñida con la vocación, con la necesidad desesperada de escribir. Hoy la poesía ocupa, a través de circunstanciales intérpretes, un lugar que nunca había tenido en el plano social, y del espectáculo. Hoy la poesía está en el delicado trance de incorporarse al quehacer social y al mercado. Habrá que ver cómo se asimila este pasaje que resulta absolutamente necesario hacer. Habrá que ver los costos, y los resultados. La informática, que democratizó para bien la circulación de poesía en el mundo entero, ha generado también productos para el olvido. Lo mejor, de todos modos, es esta pluralidad, este big bang de registros. Una supernova de deshechos y piedras preciosas. Antes la poesía estaba cautiva en los márgenes; lo único que existía era lo que se publicaba en los suplementos literarios y revistas especializadas. Hoy esa hegemonía se ve amenazada, sin que se advierta que lo que ocurre,  este abanico desplegado y abigarrado, será para bien. Ahora, uno de los problemas que generó esta “democratización informática”, es que gran parte de esos poetas recienvenidos o debutantes llegan a la poesía como hongos, en busca de una identidad, motivados por establecer relaciones a partir y a través de algo aún no contaminado socialmente, no corrupto. Porque la poesía goza de un renovado prestigio social, por haberse mantenido (involuntariamente o no) fuera de los mercados. Entonces están los blogs, y la cosa rápida del poemita porque la novia me dejó. Un tango instantáneo. Lo que le costó la vida a Discépolo, hoy se resuelve tomando una lata de energizante mezclada con vodka. Habrá que ver qué queda, qué obras quedan cuando se pase el rasero. ¿Quién conocía a Juanele en los años 50, más allá de sus amigos? ¿Cuántos poetas que escribieron en esos mismos años están totalmente olvidados? Pasa que la obra de Juanele, con el tiempo, se impuso sola, por peso propio, y me parece que ese es el asunto.

entrevista-espel-buenos-air.jpg¿Fue Vulgata, un ajuste de cuentas  respecto a la crisis de 2001?, ¿puede leerse como un poema épico de la clase media argentina?
Más de un lector ha visto una relación directa entre los hechos de la realidad y lo que dice el poema; indudablemente, hay más de una razón para pensar así. Sin embargo, Vulgata no surge de un plano conciente que se vincule con lo que pasó en diciembre del 2001 en el país. Yo creo que el poema recorre nuestra historia, lo que equivale a decir que hemos tenido más de un diciembre del 2001. Lamentablemente, en este sentido, Vulgata no pierde actualidad, porque la crisis, con matices temporales, está lejos de resolverse. Por eso lo que allí se describe sigue vigente, como una repetición de la farsa y el caos. La promesa de cambio que lanza el gobierno por un lado, y la ingenua y expectante parsimonia de la gente por el otro, son una figurita repetida en nuestra historia política, y es un esquema que forma parte del presente y del futuro sucesivo. Me gustaría estar equivocado, errar el pronóstico, pero no podemos andar tragándonos sapos todos los días sin aprender a leer la realidad. Vulgata quiere ser un texto crítico de ese estado de cosas, que se deje leer desde cierto plano oblicuo, en el punto en que se cruzan el discurso político y el discurso de la realidad, lo que hablamos todos los días. Provocar una fisura, un choque en esa intersección del discurso. Por supuesto que la experiencia del 2001, como la del período de la dictadura militar, dejó una huella imborrable en mí, trasladada a mi poesía. Pero el libro no se circunscribe concientemente a ese período puntual; busca cierta neutralidad y amplificación. No quiero que se lea desde lo partidario, sino desde la posibilidad de que en tanto y en cuanto no aprendamos a pensar y resolver de manera autónoma, estamos fritos. Mientras seamos vulgo, olvidate de levantar cabeza. Y al decir vulgo no me refiero a ninguna clase social determinada; hablo del vulgo que entonamos todos, día a día, y que día a día nos insensibiliza, nos estupidiza más. En cuanto a si puede leerse como una épica de la clase media argentina, te diría que sí, que es uno de las intenciones del texto. Yo creo que a partir de ese 2001, caímos un nuevo escalón, y la clase media argentina, tan vapuleada y casi en extinción, volvió a cambiar su piel hacia abajo. Vulgata es el monólogo de lo que yo llamo un “clase baja alta”, es decir, un ex integrante de la clase media promedio que después de esa crisis baja otro escalón. Ese hombre que reflexiona junto a la hornalla sabe que está siendo partícipe de un cambio social importante. Yo creo que hoy quedan apenas atisbos de aquella clase media argentina que, además de motorizar la economía, tenía un nivel cultural  muy distinto al de hoy. Una clase no es nada más que el resultado de un índice, o de su capacidad de compra, sino de una condición más esencial que tiene que ver con un conjunto de aspectos que podríamos englobar dentro de lo cultural.

¿Qué relevancia tienen para usted los festivales de poesía?
Mucha, más allá de los resultados concretos, que por supuesto tienen que apuntar a ser dignos, fructíferos, creo que son importantes en cuanto a presencia, a hecho social, por pequeño que pueda ser. Como también es importante la edición y circulación de revistas de poesía; yo soy un convencido de que hay que ocupar espacios, espacios que durante el proceso estuvieron cerrados, prohibidos. No hay que olvidarse. El encuentro de poetas entre sí, y con el público, es todo un emblema que no debemos perder de vista. Además, un festival es un punto potencial de difusión de poesía, un río abierto en la comunidad. Ojalá algún día tengamos festivales realmente multitudinarios, sin la necesidad de rifar nada ni de mostrar a nadie en pelotas.

100 haikus, su más reciente trabajo, es un libro muy diferente al resto. ¿Qué intentó explorar en él?, ¿qué le atrajo de aquel formato breve y decididamente oriental?
Una de mis preocupaciones es tratar de no repetirme en mis libros, que ya son muchos, casi demasiados. Lo mínimo que debo atender entonces es  proponer algo distinto, desde lo formal, y también en lo conceptual, aunque se trate siempre de una misma variación que cambia de piel a medida que se nos cae el pelo. Yo venía leyendo haikus y poesía oriental hace muchos años. Lo poco que había escrito era decididamente malo, lleno de mariposas, juncos, montañas, y pajaritos. Una cosa espantosa, que en el mejor de los casos respetaba las 17 sílabas. No encontraba la manera de traducir “ese espíritu” a nuestra lengua, a nuestro ambiente. Estuve leyendo haikús a lo largo de 20 años, sin escribir nada decente. Tampoco hacía muchos intentos, salvo esporádicamente y como ejercicio. Entonces volvían a aparecer la rana y el crisantemo. Hasta que un día, saliendo del subte, y sin toparme con un naranjo, escribo, digo: “Salgo del subte/Afuera los naranjos/prenden la noche”. Y ese fue el principio de una larga cadena que llegó a los 100 poemas, habiendo dejado en el camino varios cadáveres. Ahí, en ese haikú, se me reveló el tono que había buscado durante tanto tiempo; una cosa cercana a una mitología personal, a mi propio escenario y lugar en el planeta. Y uno tras otro, fueron apareciendo, como racimos surgidos de un ábaco. A la vez, el proyecto es la culminación del trabajo con una forma rígida que había iniciado en La claridad meridiana y continuado en Isoca. Ahora estaba ante el poema medido y finito, en más de un sentido. El libro tiene un prólogo de Juan Carlos Moisés que lo mejora, lo completa, sin vueltas. Hay algo extraño para destacar, y es que muchos lectores profanos de poesía, o directamente gente que no lee poesía, se entusiasmó mucho con los textos, conectó de manera muy profunda con la lectura. Y me parece asombroso; cómo una forma tan rigurosa y sintética, tan exigente desde su lectura, llega con esa intensidad a lectores no entrenados. Creo que el hecho de la brevedad, de lo finito, y de lo formalmente rígido, dan la respuesta, o al menos una de ellas. Intenté desde el lenguaje llegar a un lector no específico, tocarlo a través de la emoción, de una serie de acontecimientos comunes y sencillos, ligados a la experiencia y a lo intuitivo. Busqué entregar un mosaico que fuera a la vez  propio y del otro, sin ser ajeno. Un punto de encuentro, una vez más. Otro de los aspectos que me interesó fue la posibilidad de explotar esa neutralidad no declarativa que tiene la brevedad extrema, como en el caso de las coplas, por ejemplo. Hay una copla de Ezequiel Martínez Estrada, en su libro “Coplas de ciego”, que dice: “Ningún maestro de escuela/podrá explicarte jamás/el olor de la canela”. Ese espíritu es pariente del haikú.

El tono de sus poemarios pareciera ser dictaminado por un hombre escéptico. Sin embargo nada más equivocado sería tildar sus libros de pesimistas. ¿Cuál cree que sea en su poética, la relación que se da entre su poesía y la angustia?
Esa tensión entre la apariencia de lo escéptico y una suerte de optimismo crítico es la materia misma de mi poesía; una mirada furibunda sobre la realidad que intenta abrir una puerta al desesperado. A la hora de escribir, la angustia le gana la pulseada a la alegría en cuanto a estímulo, a punto de partida. Creo que nadie escribe desde la felicidad sin escapar de la retórica, sin caer en lo tautológico. La felicidad, la plenitud, se viven, no se escriben. Se escribe en cambio, desde la angustia, la bronca, la denuncia, y a partir de ahí se puede llegar a la felicidad, a la plenitud. Y no a la inversa, sin que se note la impostación. No creo que Beethoven haya escrito la “Oda a la alegría” desde un lugar muy cómodo; sin embargo, cualquiera que escuche esa maravilla se siente sobrepasado por un estado de plenitud cercano a lo místico. Por eso, creo que el punto de partida nunca es el más placentero, pero los resultados traducen con justicia la intensidad de esas emociones. No creo que nada realmente bueno se pueda escribir desde el bienestar. La obra crece como la flor del loto, en el barro. Quiero pensar que cada uno de mis libros, lejos de lo terapéutico, intenta dejar algo, una herramienta de lucha. Ese es el propósito mismo de su origen. Todos se escribieron desde el conflicto y la necesidad de lograr un mundo más justo.

entrevista-espel-rimbaud1.jpg ¿Cree que en la poesía debe subyacer, en lo posible, un imperativo ético?
Si pensamos en nombres como Villon, Byron, Rimbaud, Dylan Thomas, Verlaine, o Quevedo, por dar unos pocos, resulta difícil emparentarlos con lo que linealmente consideramos ético. Creo que lo ético, al menos en poesía, está relacionado exclusivamente con la honestidad del trabajo. Y también creo que hay más ética en la poesía que en los poetas.

¿Cuál sería, a su juicio, el lector ideal de su obra?
Yo pensaría en un lector que luego de leer un poema sienta que aún hay esperanza. Lo imagino como una persona con capacidad de indignación, y de reacción. Me gustaría que mi poesía sirva para que la gente crea que aún es posible un mundo mejor, más justo, un mundo sin vampiros, en el que los asesinos no estén sueltos. Y me parece que la poesía puede modificar ciertas cosas, desde el momento en que es el instrumento más directo que conecta con el corazón.