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portada-cuentas.jpgLas cuentas de la Ilíada y otras cuentas
Luis Miguel Aguilar, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2009

Por Carlo Ricarte 

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Luis Miguel Aguilar ha cultivado la idea del make it new de Ezra Pound, que consiste en interpretar, amoldar y actualizar a los clásicos para cada generación. En 2001 publicó sus Fábulas de Ovidio impulsado por el trabajo de traducción de Ted Hughes. Ahora se ocupa de La Ilíada —simiente de toda literatura occidental— para reinstalarla en el presente. Sobre Las cuentas de la Ilíada y otras cuentas refiere su autor: “Cuando algún amigo o conocido me dice que no podría leer el poema-libro, o la serie de poemas que integran mi libro, por no haber leído aún la Ilíada, le digo en broma: ‘Yo tampoco la he leído; yo sólo hice las cuentas’”. Pero lo que se advierte a primera instancia es que Luis Miguel Aguilar leyó tan bien el poema épico, que se permite detallar “la cantidad de veces que muchas cosas se repiten en la Ilíada”: la vez en que la sal es divina, las veces en que las armas son chispeantes, el símil más rápido, las muertes a manos de Aquiles, presagios o agüeros, las veces en que el vino es negro y las veces en que el mar es vinoso, las veces en que Apolo lleva el arco de plata, las veces en que Helena tiene el honor de ser la de hermosa cabellera, y las veces en que Zeus es el largovidente en la Ilíada.

El poeta no sólo presenta la suma de los elementos a modo de catálogo, los cuenta en el sentido de narrar y hace poesía del inventario: “Dijo Auden/ Que la mayor prueba para un crítico literario/ Merecedor de ese título, era tolerar/ sin hastío las genealogías de la Biblia o,/ Digamos, el catálogo de naves en la Ilíada. No sé/ si toleré/ Tal catálogo porque sólo tengo las cuentas: Cargadas de 29 contingentes/ Y 44 líderes provenientes/ De 174 pueblos diversos, / Son 1,186 las naves aqueas/ Que llegan a Troya/ En la Ilíada”.

Al apropiarse y renovar la epopeya homérica a través del verso moderno —mencionó el poeta en la presentación de su libro—, “acaba uno contando también cosas muy personales y no solamente eso, sino también aquello que decía Italo Calvino, cuando uno se pregunta, al final de qué tratan todas las historias o los poemas; al final tratan sobre la vida y la muerte”.

El libro está constituido por veinticuatro partes (sin ser esto casual ya que es el mismo número de rapsodias o libros en que se divide la Ilíada) y cinco interludios plenos de guiños y agudeza como el de “Néstor y su aburridora” en el que se lee: “No hay gran libro que no tenga/ algo aburrido”.

Las Otras cuentas integran la segunda parte del libro; la erudición, el rigor, la profundidad y el vuelo del verso se integran a un tono y en ocasiones a una temática coloquial con sabor a pláticas de familia. El mundo cotidiano añade un timbre particular y único a la voz poética de Luis Miguel Aguilar que enriquece la tradición literaria con la naturalidad de la anécdota. Lo anterior se percibe con claridad en Poemas para la puerta del refrigerador, que así comienza: “Siempre quise dejar/ sobre una página fría como ésta/ Algo como aquello del médico Williams/ Pidiendo su perdón por haberse/ Comido sin aviso unas ciruelas deliciosas// O como aquello del ingeniero Valéry/ Sobre la fruición con que la fruta/ Se deshace/ Y su ausencia/ En delicia/ Se convierte/ Al morir/ En nuestra boca”.   

En esta segunda parte, el poeta canta a sus lecturas infantiles y también a las plumas Bic que siempre perseveran a diferencia de las esquivas Mont-Blanc; hace una versión oblicua de un poema de Calímaco; enlista a su gurú de la vida que pasa de la página 24 de las Confesiones de San Agustín, abierta cuatro veces por azar luego de cuatro volados a “cáscaras de pistache sobre un klínex como mínimas conchas marinas sobre un velo azulado”. En otro poema, evoca a la “Hipódromo Condesa (sobre un tema de Ezra Pound)”: “Mi colonia, mi amada/ Eres una doncella de senos breves,/ Esbelta como una flauta de plata”. Y en el centro de gravedad se halla el poema “Lunas” que ilumina un paseo por la literatura que aquí transcribo, dando saltos por las que a mí me han marcado: 

la luna azul, descalza, entre la nieve, de Gorostiza,
la luna sobre la torre del campanario amarillento, como el punto sobre una i, de Musset
la luna sangrienta del Apocalipsis, la luna sangrienta de Quevedo (lunas, bien a bien, por Borges conectadas o por Borges sabidas o a Borges debidas),
la luna incontinente de Pessoa,
la luna demolida de Paul Celan,
la luna con su lado oscuro, inmostrable –la luna que somos todos según Mark Twain–, y
la luna con su lado también inmostrable de Pink Floyd,
la luna, no la luna, sino la cara de un reloj-luna de pared brillando –gracias a la luna–
para Mandelstam,
la luna inexistente de Villon, quien según Mandelstam es el único poeta sin lunas.


El poema que abre esta segunda sección se llama “Cangrejo”. En él se anuncia la dádiva que hace el poeta a todos nosotros para que hagamos nuestras propias cuentas: “Tengan cangrejo, lectores; y luna./ Encuéntrense en el mar de los espejos,/ Queden colmados de mar y fortuna.” En este sentido lectura y escritura se inscriben bajo el precepto de Paul Claudel que utiliza Luis Miguel Aguilar para el epígrafe de Las cuentas de la Ilíada y otras cuentas: “Pues ¿para qué sirve el escritor si no es para llevar las cuentas?”


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