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portada-portatil.jpg Poesía portátil
Héctor Carreto
UNAM
Colección Poemas y Ensayos, primera edición
México, 2009

 
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La catedral

 

En la Catedral de México
cada Cristo, cada mártir
aferrado a su altar observa,
en silencio, la caída de la noche,
marinero hincado
sobre la cubierta
de su navio perdido.

Y se hunde el arca
preñada de coronas, cruces,
la custodia, un cáliz
y la espada encendida de San Miguel
en las entrañas paganas.

Y las pálidas vírgenes se contorsionan
mirando hacia las cúpulas
mientras la cera resbala
por el manto de reflejos.

Y la respiración se dificulta,
la respiración se atrofia
en los tubos de plata,
en los corredores de los órganos.

Y qué remedio,
la Catedral se hunde
llevándose a la Ciudad de Dios
a un país sin estrellas.

 

Luciana

Quise vislumbrar en tu rostro
pupilas menos injustas,
unos labios que a veces pronunciaran mi nombre.

Me habían dicho que en la esfera del universo
todo era posible,
que el sueño es una segunda vida.

Por el hilo de la araña descendí al pozo
más hondo.
Bajo la luna de octubre
me interné en una torre sombría
y, nerviosos, mis pies subieron
hasta el último peldaño
hasta cruzar por una puerta de marfil o de cuerno.

Allí estabas, Luciana.

En el sueño la fecha era 1968;
por el sueño supe que tendrías sólo cinco años.
Mas el Deseo elige sus formas:
tu imagen era la actual,
la mía, la de piedra: la mujer de veintinueve.
En el piso, recargada en el muro
de una recámara inmensa de tan vacía
permanecías casi inmóvil, aletargada:

El filo de tu rostro
llevaba la embriaguez como un relámpago.
Vestías un traje nupcial con rasgaduras,
ala rota por cuchillo o espada.
Como los muertos o los recién nacidos,
ibas descalza.
“Tengo sed”, confesé mientras perseguía tu mirada
como quien busca el milagro
en los ojos de la virgen del templo.
(El séptimo arcángel hizo resonar su trompeta.)

Con su altivez de siempre, Luciana me contestó:
"Jamás podríamos compartir ni el agua ni el vino;
uno de los dos es una sombra.
Vete, ésta es una noche trágica".

Me señaló sus zapatos de cera,
bajo la cama, y ordenó:
"Póntelos, sólo así podrás salir
y no vuelvas más, nunca,
estoy harta de purgar mis noches
en tus sueños".

 


Habitante de los parques públicos


Era el ocaso de la infancia. En el bosque, me tocaste. ¡Encantado!

Era el juego de la mano que toca y petrifica, de la mano, ala en vuelo, que cada tarde nos perseguía entre los arbustos. ¡Encantado!, ¡desencantado!

Me tocaste. Insectos de cristal resbalaban por el mármol de mi frente. El uniforme azul marino ostentaba galardones de guerra, lodo en las rodillas y en la punta de cada zapato.

La primera señal del neón silbó el final del juego. Entonces mis colegas volaron a sus altos condominios. Tú, amiga, ganaste la vanguardia.

¿Volverás mañana?, pensé, encantado, como el amante que bajo el faro soporta la tempestad, aguardando una señal en la ventana del cielo, o como la cariátide que imagina frente al mar el regreso de los navios.

Aterido, permanecí muy quieto, hasta que una mano —tu mano— rompiera el hechizo.

Sólo las niñas de mis ojos tenían permiso de salir y columpiarse, conversar entre el follaje y cantar bajo los kioscos.

Estas niñas sollozaron frente a la púber que estrenaba las primeras medias y al nagual que le rasgó aquel nailon, bajo un aguacero incapaz de apagar el dolor del incendio.

Asistieron al entierro de un pepenador, sepultado por hojas y envolturas de plástico.

A la sombra de un roble desahuciado flameaban gargantas gemelas de hombres desiguales.

Más allá, el matrimonio de volcanes poblaba el frío estanque del cielo.

Con el adiós de las aves diurnas, mis niñas dieron la bienvenida a sus primos, los oídos.

Sobre mis hombros, pequeños seres con alas describieron tus juegos en otros parques. Encantados, mis ojos te perseguían a través de sus voces.

Por los agujeros brotaban inquilinos contagiosos, excitadas navajas y relámpagos negros, los reptiles.

De un torso caliente brotaba el plumaje de acanto, abierto por un pistilo de acero.

Y mientras las flores de la noche abrían sus capas y salpicaban a la luna con sus fragancias, imaginé una vez más el palacio sin archiduque con las luces prendidas.

Bajo esa luna herida, el bosque se transformaba en algo como misterio en opulencia.

Bajo esa luna que, con su nieve tibia, quiso hacer • del parque un mausoleo, casto como el ángel sobre la tumba.

Señora de la Noche, cuéntame de aquella que, sonámbula, clamaba por su hijo perdido.

Al final de la noche, señora, sólo dos brasas permanecieron insomnes.

Con los primeros vidrios que tímido dejaba caer un sol recién nacido, alguien barría la noche y sus desechos:

El corazón esculpido en un tronco, las flores del óxido, un guante non de granito y la huella veloz de tu zapato.

La mañana navegó eterna, con mujeres que empujaban carriolas y hombres atisbando letras de periódico.

Las bocas del ansia mordían naranjas con sal; los cuadernos, colgando, babeaban números.

Llegaron mis amigos y, ya sin tobilleras, ya sin uniforme; con el mismo nombre aunque con otro cuerpo; con el mismo rostro aunque con otros ojos, también reías.

¿Venías acaso a continuar el juego?, ¿o a practicar otro?, ¿o a observar cómo despiertan los niños?, ¿o a cerrar el círculo con una tiza?

Desafiando la mirada de los héroes sobre sus pedestales, paralizados por una orden, los filos de una mano alcanzan a su presa.

Cobijados por el ahuehuete más anciano, tus labios sienten mi boca fría. ¡Desencantado!

 

 


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