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portada-minoica.jpgMinoica
Eduardo Padilla, Ángel Ortuño
Bonobos-Fonca-Conaculta-UNAM
México, 2008.

Por Karla Rangel

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Aunque es una obra elíptica y parabólica, creo que nos encontramos
ante unas texturas musicales de indudable cromatismo sonoro.
Como nota negativa me da la impresión de que en algunas composiciones
[…] quizás abusa un poco de su premeditada tendencia a desarrollar
estructuras basadas en la tangencialidad subliminal de las
reverberaciones yuxtapuestas.


El último de la fila, Astronomía razonable

Cuando empecé a leer Minoica, esperaba otra cosa. Mi “deformación clásica” me llevó a suponer que los poemas contenidos en el libro se referirían a aquella antiquísima civilización griega o, por lo menos, al Minotauro, monstruo antropófago con cuerpo de hombre y cabeza de toro que vivía en el famoso laberinto del palacio de Cnosos y que fue asesinado por Teseo. Pero no, no fue así; ninguno de los poemas de Eduardo Padilla o de Ángel Ortuño, autores de Minoica, se refieren, ni siquiera remotamente, a la civilización minoica.

Afortunadamente recordé que mi “deformación clásica” es precisamente eso: deformación, así que decidí buscar el hilo de Ariadna y ver a Minoica con otros ojos. Acerté y encontré en Minoica un mundo totalmente distinto, un mundo dividido en dos mundos que se contraponen y se complementan: por un lado, Serpens Kaput de Eduardo Padilla; por el otro, Ilécebra de Ángel Ortuño.

El lenguaje que utiliza Padilla en los 25 poemas que conforman Serpens Kaput le da a su poesía un ritmo constante y repetitivo, cuya monotonía se rompe, hasta cierto punto, con la estructura sintáctica de algunos versos, la introducción de tecnicismos con los que construye figuras y tropos, el juego conceptual que parece escrito intencionalmente como un discurso esquizofrénico, y la adjetivación, cuyo sentido se subordina a un juego sonoro.

Este juego sintáctico y semántico del lenguaje literario contribuye, ciertamente, a enriquecerlo; sin embargo, las licencias poéticas no siempre son afortunadas. El uso de algunas palabras y frases suenan forzadas y atienden poco a la lógica, y la pretendida originalidad se sumerge en una cursilería que el mismo Padilla critica, burlándose de ella.

Padilla se pretende un enfant terrible, su poesía es transgresora y provoca al lector; la religión, la moral, las buenas costumbres y, por supuesto, el sexo, son los temas recurrentes en su trabajo. Sin embargo, esta necesidad de provocar lo lleva a caer en lo obvio: juega a la blasfemia desde los argumentos mismos de la religión, habla de culpa con ayuda de Freud y se masturba burdamente frente a su lector.

Por su parte, Ángel Ortuño también apostó por el número de su suerte y la piedra de toque infalible: la seducción y el “halago engañoso” (primera acepción de ilécebra, según el DRAE) de la palabra se convierten en el arma provocativa de Ortuño. El asunto aquí, sin embargo, es la contundencia del disparo, el uso de la palabra.

Ortuño presenta en Ilécebra 25 poemas en los que dibuja escenas estáticas a través de juegos retóricos llenos de referencias personales. Así, anclado en descripciones de paisajes oníricos, los textos de Ortuño tocan las fronteras del relato corto (o minificciones, como las compiladas por Edmundo Valadez y las clasificadas por Lauro Zavala). Sin embargo, estos relatos cortos escritos en verso terminan siendo una fórmula tan repetitiva que la sorpresa se pierde y produce cierta monotonía.

En suma, ambos poetas construyen mundos tan íntimos que su poesía resulta ser una especie de minotauro que habita en el laberinto poético de Minoica, ciudad imaginaria del siglo XXI y edificada por Eduardo Padilla y Ángel Ortuño.

 


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