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portada-pastilla.jpg Pastilla camaleón
Julián Herbert
Bonobos
México, 2009

  Por Julio Trujillo

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Hasta el día de hoy, he leído tres veces Pastilla camaleón. Estoy seguro de que habrá más lecturas, ya que con cada repaso descubro, no un libro distinto, sino una misma propuesta que se enriquece y evoluciona como si se tratara de un objeto fractal.

Me parece que el símil no es desafortunado. La definición más básica de un objeto fractal indica que es “demasiado irregular para ser descrito en términos geométricos tradicionales”; que “posee detalles a cualquier escala de observación”; que es “autosimilar”, es decir que “sus partes tienen la misma forma o estructura que el todo, aunque puede presentarse a diferente escala y ligeramente deformadas”. Y aquí me detengo para no perderme en los caprichos del universo fractal, como la dimensión de Hausdorff-Besicovitch y los algoritmos recursivos... ¿No es Pastilla camaleón lo suficientemente irregular como para que sea imposible describirlo sólo en términos formales? Afortunadamente sí. ¿No posee racimos de detalles dondequiera que uno se asome? Sí. ¿No es acaso autosimilar, es decir que sus partes no sólo se comunican constantemente con el todo –con el modelo general fraguado por Julián Herbert–, sino que tienen su misma estructura, aunque a veces ligeramente deformadas? Me parece que sí. Quisiera explicarme con más detalle.

Mi primera lectura de Pastilla fue de absoluta docilidad, de entrega a algo que no entendía del todo pero que, uno, me insinuaba que en esa falta de comprensión instantánea, de rápida deglución, radicaba gran parte de su valor; y dos, que se me insinuaba, que tenía una potencia y un atractivo lingüístico que era un mundo en sí mismo, más acá de la sinapsis y el desciframiento. La construcción de un objeto fractal comienza con una imagen llamada “semilla”: yo estaba en el cosmos de la semilla. La relación de San Francisco de Asís con los apaches, el Holocausto, Helena de Troya y el Batallón de San Patricio, entre otros muchos temas-gatillo incluidos en ese espeso caldo que es Pastilla camaleón, se me escapaba de inicio, no podía ver la red pero sí perderme en cada uno de sus nudos. El estallido de la imaginería poética de Herbert me regalaba esquirlas como “soy una res, / un espejismo de la saliva, / una úlcera que piensa demasiado”, “mausoleos quebrados al peso del rocío”, “la memoria fragua, fractura / pero fragua como un Metatrón de yeso”, “una ceiba oculta en el espesor de sus jaguares”, “engolfarse en los delicatessen del suspenso”, “un monje atravesado / por su hombría de coraje y Nembutal”, “aburrido de bajar al infierno de mimbre / en busca de una aguja”, caballos “llevando a lomo esos moluscos / de armaduras cristianas” y, en fin, ese “tigre en el atrio de la voz” que es puro Herbert, Herbert puro. Daba gusto (porque todos tenemos más de un gajo conservador) reconocer al poeta de La resistencia y Kubla Kahn, admirar –y envidiar– la aparente facilidad de su hechicería retórica, que siempre sorprende pero que, más importante aún, siempre decepciona, en el mejor sentido del término, ya que a Herbert no le interesa la cereza en el pastel del poema, la cúspide y el ¡bang!, sino la sugerencia de su corte transversal. Prefiere siempre descender del poema para mezclarse con los civiles, para decirlo en sus propias palabras. En la poesía de Herbert, las puertas sólo se abren de par en par cuando nos llevan a otras puertas. Quien busque una pradera, que busque a otro poeta.

En 1915, Waclaw Sierpinski propuso un objeto fractal llamado “alfombra de Sierpinski”, que consistía en una serie de cuadrados que se multiplicaban simétricamente. Según Wikipedia (de donde he sacado, no lo duden, toda mi información fractal), ese tipo de conjuntos eran vistos por la ortodoxia como objetos artificiales, que el matemático Henri Poincaré llegó a llamar “galería de monstruos”. Pues bien, mi segunda lectura fue un careo con cada uno de los monstruos de Pastilla camaleón. El libro comienza con un postulado que será el norte de sus 113 páginas: para poder moverse con libertad, hay que tener nada, pero esa renuncia sólo es posible si se sabe que, al despojarse de todo, nacerá un nuevo deseo de todo.  ¿Qué hacer con nuestros padres y su herencia? ¿Matamos a papá o lo besamos en la boca? Tal vez no valga la pena tanto esfuerzo filial: todo es nuestro porque nada lo es; por algo este libro abre sus puertas con un epígrafe de los Smiths que dice: “soy el hijo y heredero de nada en particular”.  Y “nada en particular”, señoras y señores, es una licencia para matar, pero hay que saber usarla. Quien asume la herencia de “nada en particular” puede, si no carece de ambición y desparpajo, si tiene a mano herramientas actualizadas, bordar alrededor de un romance de Don Luis de Góngora e incluir, no muchas páginas más adelante, una foto de uno mismo con el payaso de McDonald’s. De ese “mestizaje referencial”, de ese sueño de la razón que es Pastilla camaleón, mis monstruos favoritos son: “La revolución es el opio del pueblo”, cuyo epígrafe es la apertura de las Metamorfosis de Ovidio y que a mí me recuerda, el poema, al famoso aforismo de Pascal: “La desgracia del hombre proviene de no saber estarse quieto en un cuarto”. El texto parece un zape contra el deslumbramiento de lo nuevo por sí mismo, y ya sabemos que en la poesía de Herbert no sólo no hay inocencia sino que abunda en sana y constante beligerancia. Otro monstruo favorito es “Ilesa”, el poema de Helena de Troya cuyo tema es, creo, la belleza, una belleza que, como tradición y como aspiración, está cadáver, pero que en “el argot de una estatuaria” nos llega ilesa, incluso rejuvenecida.  Ya vamos viendo que Pastilla camaleón es también la prolongación del pensamiento crítico de Julián; conociéndolo, no podía ser de otra forma: Herbert es uno de los pocos poetas mexicanos en activo que se ha sentado a observar el fenómeno de la poesía con ánimo científico, indagando en sus causas y efectos, y discutiendo (a veces con interlocutores mentecatos, a veces no, pero siempre con una gran paciencia y con ánimo civilizador) con el único objetivo de entender mejor esta herencia nuestra de nada en particular. Su poesía, en fin, no puede ser impermeable a su voracidad cartesiana de saber. Otro monstruo: Parábola, que se puede leer como una “nanovela” no policiaca sino histórica, cuyo tema-excusa-gatillo es el dolor de los judíos por sus muertos y que concluye con estos versos: “…el dolor / el dolor de santidad que cicatriza / no radica en la oración / sino en el baile”. Si recordamos que el texto se llama Parábola, ya podemos empezar a trabajar en el mensaje de Julián. Apaches, o la fatal persecución de un rastro ya ininteligible, en el que las palabras de ayer, que eran semillas, nos llegan hoy petrificadas, es otro monstruo destacable de Pastilla camaleón. Y perdonen la sinécdoque, el ánimo fractal: menciono sólo unos pocos poemas para representar el todo de este botiquín de una sola gragea.

¿Y mi tercera lectura, mi alfombra de Sierpinski, mi visión del conjunto de Mandelbrot? Bueno, el título del libro es bastante útil para ver el panorama. Una pastilla es un comprimido, un aglomerado de partículas. Algunas referencias del libro indican que la pastilla se ha ido construyendo a sí misma a lo largo de algunos años, agregando principios activos, excipientes, lecturas, viajes, discusiones y la adiposidad de la experiencia de todos los días. Y camaleón… mejor no caigamos en obviedades, ¿no han visto cómo el autor ha llegado a adoptar más de una vez el color de su vodka con jugo de arándanos?, ¿acaso no lo han leído como un espadachín del Siglo de Oro cuando así lo ha requerido la guerra?, ¿o como un Paul Celan de Cuatro Ciénagas?, ¿no se pone la chamarra de rockero al primer requinto? Esa riqueza cultural, que también se expresa en la gran variedad de sus recursos formales, en la paleta de colores de su voz, le concede a la pastilla no sólo la virtud del camaleonismo, sino la de la efervescencia. Al disolverse en el agua de nuestra lectura, Pastilla camaleón libera el principio activo de una sabiduría poética que sabe dudar y jugar, que está en constante movimiento y de la que siempre se aprende.





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