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portada-vertigo.jpg Escalar el vértigo
Ángel Rafael Nungaray
CECA, 2009

Por Luis Alberto Navarro

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Escalar el vértigo, de Ángel Rafael Nungaray, no es un recorrido por el cuerpo enfermo, sino por el cuerpo atacado por circunstancias ajenas a la enfermedad. El cuerpo ha sido violentado, no se sabe con qué ni por qué causas, sí por “el asesino oculto en el vértice de la sombra”. A partir de esa sombra el poeta recorre y recurre a sus armas para reconstruir, primero un día y su noche y, posteriormente, un tiempo que se detuvo en la herida que es “boca de Dios”. 

Con su boca-calígine, con la nebulosa de la memoria instalada en la boca que mira un rostro que es cascada de rostros, y con la lengua de fuego, palpa un susurro: “Éste es tu último día”: palpa, toca, no escucha la frase premonitoria, la siente roja y pegajosa en las papilas gustativas, en el sueño o en la duermevela; antes o después del día en que “los pasos de la tormenta” se adelgazan, confunden y fundan la noche de un día distinto a todos los días, porque ha llovido “dentro de la luz”. Fuera de ella, un metal relampagueante, penetra “el cielo inconsútil de la carne”.

A partir de ese destello oscuro en la entraña, de esa oscuridad que destella dentro, punzón o daga, el cuerpo ha recibido la vesania del atacante; y el cuerpo atacado, o mejor, el que habita ese cuerpo por el camino de la sangre que es su voz, traspone la actitud pasiva a la activa y desconcertante dice: “Soy mi asesino oculto”. Como en el rimbaudiano “yo es otro”, el asesino es él mismo.

Vigilia y sueño, luz y sombra, páramo de espejismo y mar sanguíneo, Escalar el vértigo, desde sus tres epígrafes como tres direcciones distintas pero hacia la misma meta, nos dan el piolet y la soga para escalar o rapelear  hacia donde “la sal de la sed/muerde las entrañas”, pues como escribiera Roberto Juarroz: “ir hacia arriba no es nada más/que un poco más corto o un poco/más largo que ir hacia abajo”.

Tres poetas están presentes en esta escala: Héctor Viel Temperley (Hospital Británico), el olvidado y poco leído Bernardo Ortíz de Montellano (Sueños) y el hechicero Juan Martínez (En el valle sagrado). Presentes pero no incrustados, los tres poetas dialogan desde la perspectiva que Nungaray ha querido: apoyar su recorrido con la estrofa útil para su camino. La primera página abre con dos epígrafes: Temperley  se pregunta si el demonio se sirve del cielo, las nubes y las aves, para observar sus entrañas; mientras Ortiz de Montellano, desde el quirófano, en el sueño del cloroformo, ve batas blancas y manos enguantadas de sangre que lo persiguen. Sólo el poema inicial tiene epígrafe, de Juan Martínez: “Desprendido de mí/un pensamiento descendió/en diabólica imagen”.

En estos tres epígrafes radica la raíz del libro: el sueño (premonición), el hospital (verificación), y el despertar (pensamiento: signo y señal vueltos a la vida). Hospital, sueño y pensamiento; el cuerpo, la entraña, el filo, la navaja, la enfermedad y Dios, su ausencia y presencia veloz: “Dios adolece de Dios/en su cercanía con el hombre”.

John Donne escribió en Devociones que el lecho de un enfermo es una tumba, todo lo que diga el paciente allí son variaciones de su propio epitafio. Nungaray, desde su cama de hospital dice: “la sangre sigue siendo mi lápida”. 

Escalar el vértigo es un libro escrito años después –cuando la herida ha cicatrizado en la carne y florece en el alma y el pensamiento-  lo que vivió un día de lluvia se convirtió en noche llovida hacia dentro: “En alguna parte de los sueños/he vaciado el espíritu/y dejado las oraciones/Levanto las manos/pidiendo que de nuevo amanezca/Un manojo de sombras me da la bienvenida/Si pronto el excremento no abandona/mi estómago/seré carne colgada de los sueños”.

Principio y retorno, final que no termina pero que tampoco comienza; cuerda floja la del enfermo que agoniza o convalece. Hospital de hostilidad y hermandad: “La ausencia de los demás/es mi reino”. Aquí no cabe más que uno mismo, uno sólo solo, porque el final, que es retorno al exterior, el hombre, el poeta Ángel Rafael Nungaray, alza la mirada al “breve cielo” donde “la inmensidad/es el hálito de un ala.”




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