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la-siembra-del-verbo.jpg La siembra del verbo
Daniela Flores, Francisco Javier Estrada, Sergio García Díaz, Javier Serrato, Alberto Vargas (Coor.), Colectivo Entrópico / Casa del Poeta, México, 2010

Por José Francisco Conde Ortega

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El silencio es el polvo del sonido
Raúl Cáceres Carenzo

 
 

La Égloga cuarta de las Bucólicas de Virgilio, en traducción de Joaquín Arcadio Pagaza, comienza así:

Otros asuntos poco más alzados
Cantar debemos, Musas sicilianas;
Que no a todos contentan los arbustos
Y los humildes, tiernos tamarices,
Si las selvas cantamos, que las selvas
Del Cónsul sean dignas cual conviene, ...


Y en una modalidad de suyo artificial, el Mantuano Titiro enfatiza la necesidad del canto como testimonio de “el orden gigantesco de los siglos” en un aquí y un ahora ardorosamente asumido. Por eso las Geórgicas, libro que desde el amor, se ciñe a la realidad, es una consecuencia, un sustento y una advertencia. Hay un orden natural y una obligación por parte de los hombres, de comprender ese orden y actuar en consecuencia. La tierra es pródiga, generosa. Hay que establecer una relación respetuosa con ella. Los trabajos del campo y los pronósticos celestes funcionan, únicamente, para quien es capaz de entenderlos.

Así, La siembra del verbo, compilación de textos de autores asaz heterogéneos, bien pudiera mirarse en el limpio espejo virgiliano para advertir sus sombras y sus propias luces. Si se pondera la felizmente arriesgada metáfora del título, los trabajos y los días de los autores incluidos construyen una suerte de apuesta en el tiempo, a partir de la necesidad de arraigarse en los avatares del canto, en la tesitura de fecundar. Es decir, qué frutos pueden esperarse después de entender las necesidades de la tierra.

No es asunto menor. Así como el que trabaja la tierra comprende sus tiempos en consonancia con la esfera celeste, se afana en interpretar sus variantes y elige el momento propicio para sembrar; el poeta nutre su espíritu con la experiencia vital, templa su oficio con el arduo trabajo de la disciplina rigurosa, interpreta las señales de los astros con la lectura voraz de todos los mapas estelares y, por fin, escribe unas cuantas líneas, siempre transitorias, en espera de frutos cada vez más inasibles.

Entre los hombres del campo sólo los más sabios conocen cuándo sembrar para que el fruto resulte excelente. Y aun así, los resultados no son siempre satisfactorios. Entre los que escriben, los poetas deberían saber cuándo el surco y la semilla están a tono con su ritmo interior. Una leve disonancia basta para que la cosecha se pierda. Entonces, uno y otro (poeta y sembrador) se obligan a conocer su materia de trabajo. Por eso la cercanía con el que sabe más, el sabio prodigador de secretos, suele ser conveniente.

La siembra del verbo es un trabajo que se echaron a cuestas Daniela Flores, Francisco Javier Estrada, Sergio García Díaz, Javier Serrato y Alberto Vargas. Un trabajo de reunión, en espera de los frutos; porque si bien no es conveniente juzgar una obra por un sólo texto, sí es posible apreciar cómo se incursiona en territorios que pueden parecer inhóspitos si no se les conoce. Una siembra de palabras –tal como lo señala Thelma Morales en la cuarta de forros– es lo que aquí aparece. Los frutos son diversos, tal como los autores. De la sabiduría, la contención y el rigor en el oficio, a las ganas imperiosas de decir, hay una desproporción en el conocimiento del terreno que se pisa. No se elige siempre el mejor momento para sembrar. Pero hay momentos luminosos.

Raúl Renán es un sabio conocedor de la semilla más propicia, del surco indicado, de los presagios venturosos. Por eso el fruto es pródigo y sazonado. A la sombra y enseñanza del maestro, otros sembradores, prontamente sabios, cosechan sin tedio ni pesadumbre: Félix Suárez, Francisco Javier Estrada, Sergio García Díaz, Lucero Balcázar, María Elena Solórzano, Antonia Robles y Filadelfo Sandoval contemplan, satisfechos, la cosecha de un trabajo sostenido y en ascenso.

Otros autores, más jóvenes quizás, aparecen como observadores atentos de los secretos de los mayores; atisban en el oficio y escudriñan en los rigores de la disciplina y la autocrítica. Thelma Morales, Julio Huertas, Miguel Ángel Rodríguez, Daniela Flores, Edson Gepvafltes Mateos, Miguel Vela, Marlene Pasini y Roberto Romero, hacen caso a su intuición. Y comienzan a conocer el terreno que pisan.

Algunos tienen ganas de sembrar. Apenas intuyen que la tierra, si bien pródiga, es celosa con quien no ahonda en sus secretos. Ofrece el ritmo y enseña sus presagios pero espera que le correspondan. Y es paciente. Sabe que las ganas de decir no pueden resolverse en grito. La tierra intuye que la semilla puede ser buena; pero que se debe elegir el momento propiciatorio. Y éste puede llegar. El trabajo es arduo. Depende de la voluntad de cada quien. Y de la vocación.

Un fruto de rigor extraño cierra el libro. Un soneto de Flor Colín. A la clásica manera, con endecasílabos dispuestos en rima consonante, la autora demuestra oficio y disciplina, conocimiento del instante en que la semilla debe ser depositada, por más que el segundo verso del primer terceto vea defectuosa su acentuación.

Cada siembra supone un factor de riesgo. Conocimiento del secreto, observación de los presagios y entendimiento de la armonía del mundo pueden no ser suficientes. Siempre existen los imponderables. El mal tiempo es uno de ellos. Las tormentas o las sequías son los enemigos naturales. Aun así, el buen sembrador sabe esperar momentos más propicios. Y se prepara con mayor tenacidad. Es su única defensa. Saber, conocer, afanarse y estar atento a la autocrítica son su escudo y fortaleza. Todo lo demás es pasajero. Es fugitivo, como ese silencio que puede volverse polvo del sonido.

 

 

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