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portada-bordes.jpg Bordes Trashumantes
De Jeremías Marquines.
Instituto Sonorense de Cultura, 2008





Por Vicente Gómez Montero

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1

El poeta es una isla. Pero no una isla inmóvil a la manera de las muchas islas del mundo. Es una isla que se mueve, un promontorio de tierra con los que se confundieran Simbad y otros marineros del océano fantástico del universo. Esa isla se mueve, avanza, se rige por instrumentos de navegación muy personales. Mientras en los barcos los instrumentos son las velas, el cabrestante, el astrolabio; en el poeta son el corazón, la inteligencia, el sentimiento. La isla aparece en los momentos más inesperados de la literatura y confunde a los otros poetas mal llamados continentes. El poeta que se rige por esos instrumentos es nave a la deriva, emisario del suceso, predador de otros territorios a los que va engullendo (conociendo) pero jamás, jamás, repito para que quede muy claro, serán anexados. La isla avanza, navega, ondea sus banderas vencedoras al viento populoso del silencio sin anexarse las tierras en las que va infiltrándose (conociendo); curiosa incursión de la poesía. El poeta que se vuelve una isla goza de cabal entendimiento, admira el mundo de otra manera, conviene en reconocer a otras islas… dejándolas pasar. Por estas cualidades, la isla que es el poeta merece punto y aparte en el registro de los artistas solos, apartados.

2

Solos pero no ermitaños, porque no se necesita estar apartado del mundo para reconocerlo como eje de su obra. Por muy aislado, palabra ad hoc, que sea el poeta, necesita de la in-formación que le proporcionen los distintos medios de comunicación a su alcance. El libro, la red electrónica, los diarios, la televisión, la radio. Todos ellos nutren la isla, porque precisamente ése es su designio, avanzar. Si se quedase en un sólo lugar, el poeta seria ermitaño definitivamente. Y quién sabe.  Si tiene un dispositivo móvil a su lado, ya está comunicado con el entorno. Ya está de/formado. Por naturaleza desconfío del poeta que se dice ermitaño. Prefiero la insularidad del que he descrito al principio. Prefiero un poeta como Jeremías Marquines.

3

Conozco al autor de Bordes trashumantes desde hace unos buenos veinte años. Bebedor indiscutible, poseedor de la fiera mirada con la que desestima o avala circunstancias, formador/deformador de muchos inveterados jovenzuelos que quisieron dedicarse al arte de la poesía como un estatus más que como un oficio, acusador irrefutable de sentimientos encontrados, Jeremías Marquines fue siempre abogado de lo oscuro, del mundo del silencio, del under ground que lo ama definitivamente.  Marquines es un personaje de Stevenson más que de Stephenie Meyer. Cercano a la piel, furioso con el fácil ingreso a las filas de la poesía, machacón fervoroso de la desidia, es una isla en la que se posa el ave del sentimiento. Marquines avanza siempre. Avanti, augurio de barcos rechazados, sorprendiéndonos con un nuevo poemario con el que desplaza a los otros, a los que se quedaron en otras islas, en otros continentes.

4

Leer Bordes trashumantes anuncia un nuevo mástil en el lomo de la isla. Cada verso avanza, se mueve, busca sus bordes. Jeremías no espera a que vengan, va en su búsqueda aunque ello lo atosigue con el desencanto de lo encontrado. Porque eso son los cuentos de hadas, los que concluyen cuando el protagonista encuentra lo que busca. En este libro, el anticuento de hadas, el poeta avanza buscando. Aunque no siempre encuentra, curiosamente: “Preguntas si ya comió el gato/  que suena tiburones debajo de la mesa…/    Hasta uno de los últimos/ … soy/    todo lo que es y no lo suficiente.”

Estamos ante una voz que clama, pero no en el desierto. Clama. Grita. Estremece nuestros oídos, pero no nos deja sordos. Afuera quedaron los aullidos, los gritos, los clamores. La poesía en que Jeremías Marquines sienta sus reales es de escucharse: “El sol es risueño porque tiene trabajo./ (…) Cuando yo vuelva – te decía – hare con tus senos múltiples/ prodigios mecánicos para adornar el toldo del crepúsculo./ (…) Obligación impuesta al que se marcha/ despistar el cambalache del destino.”

En cada uno de los poemas que conforman este libro encontramos la voz que clama pero que se niega a hacerlo en el desierto. Clama desde su isla a todos los puertos que quieran escucharlo. Busca sus bordes, no espera a que ellos lo encuentren. Desgraciadamente, cuando encuentra, algunos no son los que necesitaba.

No hay moraleja más triste que la de este libro, en el que hay un himno al final donde la isla se asienta. Los menos listos creerán que se estanca. No es lo mismo. Marquines ha llegado a puerto pero creo que este libro es apenas el desembarco. La aventura no estaría completa sin saber lo que le ha pasado al poeta en tierra firme. Hay filosofía en los tiempos en que Jeremías enaltece el grito. Mucha, quizá, porque sabe encontrarla: “Derrochar no hay que, la tierra/ de las unas jugando a las fronteras / porque siempre habrá alguien que/ retarde, la resurrección de Dios.”

La resurrección de Dios, igual que todas las fronteras, tiene un precio. Pagarlo o no es el resultado de esta búsqueda en la que ya Marquines no es el poeta final de la fortuna; es la isla que busca su momento y lo encuentra. Vivir la búsqueda a través de sus poemas puede proporcionarnos el placer de vivir la vida, el grito, el clamor del otro.

El poeta ha gritado por nosotros. No está mal. Esos bordes anunciados desde el principio son los mismos de los que queremos desenredarnos. Nuestra cobardía lo impide. Es mejor sentarse, oír algún experimento vocal de Loreena McKennitt que deshace en fulgurantes vaivenes la poesía. Bordes trashumantes es el principio de una aventura; la isla nos lleva por esos mares procelosos, adulándonos como un dios huérfano de soles, de eternidades, de aullidos. Vale más una isla a tiempo que un puerto final. Y con esa moraleja le damos fin a este viaje.




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