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conversa-juanramon-jimenez-.jpg Conversaciones con Juan Ramón Jiménez
Ricardo Gullón
Sibila/Fundación BBVA,
Madrid, 2008

 

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Jueves, 12 de noviembre
Después de cenar con Zenobia y Juan Ramón, charla muy interesante con él. Comenzamos hablando de la Universidad, de profesores y personas invitadas a profesar en ella y cuya llegada se espera pronto. Me refiero, en primer término, al argentino Jorge Luis Borges, a quien deseo conocer por parecerme su obra algo excepcional en las letras de lengua española.

—Borges -asegura Juan Ramón- es el escritor hispanoamericano más importante; como cuentista no le iguala nadie. Su libro El Aleph es realmente magnífico y demuestra una agudeza mental extremada. Es gran lástima que esté tan corto de vista, casi ciego; para ver una palabra necesita pegar el libro al ojo.

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Le digo, luego, que desearía oírle hablar de temas más personales y le pregunto si en la juventud le interesó la obra de Nietzsche y si entonces leyó las obras del filósofo alemán:

—En aquella época -contesta- Nietzsche circulaba por España traducido, mal traducido, en ediciones populares. Unamuno lo leía y, más que nadie, Maeztu. Azorín también hablaba de él y creo lo leería en esas traducciones, porque entonces él no sabía idiomas, ni los ha sabido nunca.

Yo viví, como usted sabe, durante algún tiempo, en casa del doctor Simarro, y conmigo, en aquellos días, Nicolás Achúcarro. Éste compraba en la librería de Romo todas las novedades y gracias a él leí muchas cosas, entre ellas los libros de Nietzsche. Recuerdo que el día en que Ortega fue a despedirse, para marchar a Alemania, yo tenía conmigo dos libros: Ecce Homo, de Nietzsche, y el libro del abate Loisy sobre el modernismo.

Fue una época de mucha inquietud espiritual. Iba a la Institución a visitar a Cossío y a Giner, pero allí había menos libros que en casa de Simarro. En realidad, los institucionalistas eran gente con prejuicios: una especie de conservadores a la inglesa, poco amigos de novedades. En literatura alemana no habían pasado de Goethe. Yo creo que Nietzsche no les parecía bastante serio.

—¡Qué cosas! -exclama, evocando el mundo intelectual de comienzos de siglo-. En la colección de Vida Nueva encontrará cosas mías de aquel período. Desgraciadamente me lo publicaban todo, y yo era todavía un muchacho por hacer. No sé si le conté lo ocurrido con la traducción de Las amantes del miserable, de Ibsen. Dionisio Pérez me envió una versión prosificada encargándome que la pusiera en verso. Así lo hice, y cuando pasados los años comparé esa traducción con versiones francesas, advertí los errores de la arreglada por mí. Entonces empecé a leer a Ibsen.

El que no leía nada era Valle Inclán. En su casa he visto muchas veces un libro de D’Annunzio, abierto siempre por la misma página, como un ritual. La verdad es que aquel libro estaba en italiano (me parece que era La figlia di Iorio) y él no conocía ese idioma. Su cultura se formaba de lo que oía en las tertulias y de lo leído en revistas prestadas por Jacinto Benavente. Éste sí leía y adquiría cuanto libro se le ponía al alcance de la mano.

Procuro esta noche mantener la conversación en lo estrictamente personal y que me hable de cosas suyas. Le pregunto por sus libros y sus editores:

—Mis primeros libros, de juventud extrema, los edité yo mismo. Estaba entonces en situación de hacerlo, porque mi familia tenía dinero. Luego mi casa quedó mal por la quiebra de una casa de Banca y ya no pude seguir pagándome los libros. Entonces entré en relación con Pueyo.



Martes, 23 de marzo
He decidido quedarme en Puerto Rico un año más. Y vuelvo a Floral Park para visitar la casa inmediata a la de Juan Ramón, en la calle Padre Berríos, donde me gustaría vivir. Zenobia me acompaña en la visita. ¡Lástima que el barrio esté plagado de mosquitos, pues la casa me gusta! Ceno con los Jiménez y después, como de costumbre, charlamos en el saloncito, saltando de tema en tema, pero más al azar que otras veces.

—Envié a ínsula -me dice el poeta- una colección de aforismos, principalmente pensando en lo que usted me ha dicho de Enrique Canito. Pero en esa revista hay cosas que no me gustan; está en un momento malo. Hace algún tiempo estuvo bien, pero ha perdido.

—Yo estoy en deuda con Canito, y es que aquí me falta tiempo para escribir con la calma necesaria. La semana pasada pude enviarle un artículo extenso sobre la poesía de Federico García Lorca. Conviene que la revista mejore sus colaboraciones y publique ilustraciones abundantes y variadas.

—¿Ha visto usted el número de índice de homenaje a Baroja?

— Sí -contesto.

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—Hablé con el Rector -dice Juan Ramón- de varias cosas relacionadas con la revista Universidad, y del último número, que es un desastre. ¿Cómo es posible, le pregunté a Benítez, que gasten ustedes quince mil dólares anuales y no se obtenga una revista que valga la pena?

—No -me dijo el Rector-; no son quince, sino dieciocho mil dólares los que anualmente invertimos en ella.

Le sugerí que nombrara un director retribuido para reorganizar la publicación, y me contestó inmediatamente que señalara yo mismo el sueldo que debía percibir el nombrado, y la persona adecuada para desempeñar el cargo. Propuse a Medina, muchacho muy despejado, y como el Rector aceptó la propuesta, todo está resuelto, a falta de concretar detalles.

Aparte de esto, me ocupé también de la pequeña antología de poetas puertorriqueños. Salen cosas excelentes y me gustaría leerle alguna. Ana Hilda Garrastegui me entregó un poema bueno:

No veas en mí sólo la tierra joven
que al arado se abraza...

Es un poema muy bonito, y la chica tiene una orientación de modernidad natural. Esta muchacha es tan tímida que los profesores no la ven. Es pobre, hija de un inspector jubilado de escuelas rurales, padre de nueve hijos. Escribí una carta al Rector pidiéndole que la ayude: «como estudiante -le digo- es tímida y lejana», y esa lejanía puede ser la causa de que haya tenido calificaciones bajas.

Yo voy a las casas de los muchachos y las muchachas que escriben y me piden ayuda, cooperación. ¡Y lo que he visto allí! No es posible decir cuánta tristeza y cuánta pobreza encuentro. A veces está sucia, llena de basura, y en algún cuarto hay un padre que ignora a su hijo y no quiere saber nada de él: esto me sucedió en el caso de una muchacha que ha terminado ya la carrera de medicina y ahora atiende a sus siete hermanos, mientras los padres andan cada uno por su lado.

—Estoy contento -añade- con la gente que tengo en clase. Es gente de calidad. Muchachos magníficos vienen a consultarme problemas literarios. Y de pronto me traen poemas en que encuentro versos sorprendentes; entra a verme José María Lima, un chico desconocido, y me entrega esto.

Juan Ramón busca entre los papeles y saca el poema de Lima, leyéndolo en voz alta con gran atención, cuidando de expresar fielmente el sentimiento del poeta.

—No son los consabidos sonetos a la novia, según el modelo de «ayer te miré y pasaste silenciosa». Lo que este chico escribe es poesía, mejor o peor, pero poesía; por eso lo creo una auténtica promesa.

— Pues yo puedo decirle, querido Juan Ramón, que cada vez siento más fervor por la poesía, y ahora, a mis cuarenta y cinco años, me emociono leyéndola tanto y acaso más que cuando tenía veinte. Pienso si es síntoma de vejez, pero a veces la lectura de un poema -me ha ocurrido con Delmira Agustini- me trae lágrimas a los ojos.

—No; no es la vejez. Recuerde a Goethe, pues a él le ocurría con frecuencia algo parecido. Ahora envío a La Torre un artículo sobre el llanto y la poesía.

A punto de despedirme vuelve Juan Ramón a recordar sus conversaciones con el Rector y dice:

—Benítez está lleno de buenas cualidades y su intención es siempre buena. Es un hombre noble.
 

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