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Santiago Espel
(Buenos Aires, 1960)


El sable

Sé tanto del sable como de mi abuelo.
Por eso frente al sable y sus pespuntes dorados,
frente a la ignominia del óxido en sus cantos,
siento, pienso ¿Qué puede haber de heroico
en esta absurda transmisión? ¿Obscenidad por lo
que no soy ni seré? ¿Provocación, simple, risueña
provocación? ¿O una operación libertina de la genética?
¿Qué puedo hacer yo con este sable, sujeto a la
megalomanía de los otros, al albur indecente
de mi salario, rebosante sin embargo de rabia,
de impostergable revancha?



En la mesa

Ése que acaba de inclinarse y agitar
el salero sobre la fuente de papas
es el padre;
la madre está rígida y tiene la espalda
paralela al respaldo alto de la silla;
pestañea con intermitencia y sigue
atenta el vuelo alicaído de una polilla
en un rincón del techo;
   ni el chico ni la chica vieron, hasta ahora,
la polilla; el padre, al parecer, tampoco;
sólo la madre, inquieta seguramente
por la amenaza declarada del insecto;
el teléfono suena con estridencia y nadie atiende;
   el padre pincha una papa y dice
“hay una polilla, allá arriba”,
sin mirar el rincón alejado de la cocina;
cosa extraña, piensa la madre, y levanta
la cabeza hacia el rincón;
cuando el padre dice lo de la polilla
los niños miran el rincón del techo;
parecen a punto de reírse pero no se ríen;
la madre también tiene una mueca
indefinida, a medio camino;
   el padre tuerce la cabeza hacia arriba
y alisa con suavidad pareja la lana
de su pulóver rojo, a la altura
del antebrazo; la mano derecha
de ese brazo se extiende cerca de la jarra
de agua empañada por el hielo;
   pareciera que la madre va a suspirar
pero no suspira;
   daría la impresión de que el padre va
a decir algo, pero no lo dice;
   arriba, en el rincón, la polilla rebota
tres veces contra el cielorraso;
del leve impacto, parece caer una caspa,
una llovizna de polvo plateado o amarillento;
la madre dice “pensar que antes que polilla
fue un gusano…”;
   el padre sacude los antebrazos de su pulóver rojo;
los niños amagan una sonrisa en sus ojos
pero no llegan a sonreír;
   vuelve a sonar el teléfono y nadie se mueve;
la madre baja la cabeza, de la polilla a su plato;
el padre acerca la fuente del pollo
y hace presión sobre una de las alas del ave;
estira y vence las bisagras de las articulaciones;
el ala viaja dorada y oscura hacia su plato
donde hay una papa blanca y lisa;
   la polilla aletea como un boxeador que vuelve
a su rincón después de un round desfavorable;
   es invierno y la cocina es pequeña y pulcra;
el único sonido es el de los cubiertos
trajinando con las presas, los vasos con el agua;
la polilla en su ajetreo sofocante, allá arriba;
   el padre mira a la madre y la madre mira a los niños;
ahora sí, los niños se ríen, sonríen;
  justo cuando el padre separa la otra ala del pollo
la polilla cae sobre la mesa, cerca del servilletero
de plata con las iniciales del padre;
la polilla se debate con sus alas en círculo;
la madre amaga agarrarse la cabeza pero no lo hace;
los hermanos se patean por debajo de la mesa;
   el padre se levanta bruscamente
y la polilla se le va encima, encima del pulóver;
   el padre camina hacia la pileta y sacude
el pulóver donde ha quedado una mancha blanca;
   en ese momento, aprovechando que está de espaldas,
el chico se inclina sobre el plato del padre
y escupe sobre las papas y sobre el ala dorada;
   la madre mira y no dice nada;
tiene una mueca a medio camino;
y la hermana se tapa la boca para no soltar la risa.

 

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