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Enrique Héctor González
(Ciudad de México, 1961)


En vela


I

Me deprime el demacrado asombro de lo que aparece
en la frontera de la vigilia y el sueño:
fantasmas de palabras, retazos de imágenes mudas que mudan fugazmente su forma. No me seduce la magia de la ocurrencia inesperada, la caprichosa
lucidez a deshoras.
Es fuente de ansiedad no saber si las virtudes virtuales constituyen, en sí mismas, concreciones recuperables por la mera memoria.
Su ambigüedad se reduce a su nombre: duermevela.

II

Mi hija prendió la lámpara de su cuarto y de inmediato gritó, casi eléctricamente, como si millones
de amperes la hubieran fulminado en medio de la noche. No hice caso, di vuelta a la almohada y me dormí otra vez: sabía que al apagar la luz –lo que hace siempre, para conjurar su angustia– volverían la     calma y el silencio.

III

Se llamaba Luz del Alba: murió de madrugada, en un
oscuro accidente, cuando el auto en que viajaba
chocó en la carretera contra un poste de energía
fundido de antemano.

IV

Duerme con los ojos abiertos por el temor inconsciente
de nunca despertar a la mentirosa mañana de este
lado, donde el espejo sigue siendo el aval de la
existencia.

V

No ve la paja en el pájaro del ojo ajeno ni la viga en la bigamia propia, sino la vela que oscurece su libido a la menor provocación.

VI

El insomnio es una forma de la impotencia. Por eso quienes no pueden dormir recurren a pastillas, infusiones, miles de milagros imposibles. No buscan sinceramente el descanso: quieren conciliar el sueño para reconciliarse consigo mismos. La noche en vela es un desliz sin paraguas, una llovizna desierta, una pena tautológica: vergüenza en las vergüenzas.

VII

Vela: luz del barco, sombra triangular en el envés del sueño.      

 

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