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fortin-01.jpg El fortín del solitario
Eduardo Zambrano
Ediciones Fósforo,
México, 2009.








Por Manuel Eduardo Silva

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El escritor Eduardo Zambrano posee una considerable trayectoria literaria, con cuatro títulos de poesía publicados; además aparece en antologías como Nuevo León brújula solar y Monterrey, alforja de poetas, entre otras. El título de su último libro, El fortín del solitario, se desprende del nombre de uno de los poemas comprendidos en Aquí afuera, publicado en 1997:

Era lógico que en verano
escogiera un enorme solar
para pasar las tardes;
coleccionaba seres extraordinarios
por ejemplo una hormiga perezosa,
algún gusano limpio,
una mariposa horrible, la más fea.

Esta referencia es una mirada atrás, pero también (y a amanera de contraste) una reformulación del tema, del lugar: la diferencia estriba en la solidez del fortín, que habrá de transformarse al salir del mundo infantil, para proveer de un horizonte a la voz poética en su madurez: 

Tú eres ese Fortín del solitario
donde ahora vuelves a subir
para mirar de lejos la ciudad.
Tú eres ese espacio construido
de recuerdos y visiones.

En estos versos se puede entrever la mecánica para la edificación del nuevo fortín: la (con)fusión entre sujeto y mundo se resuelve en una interiorización constructiva de lo externo, hasta conformar un lugar desde el cual observar y vigilar, pero también resistir; es un proyecto de obra que intenta ser lo suficientemente flexible como para esquivar la fijeza de cualquier determinación; es una fortaleza en miniatura, en este diminutivo del nombre que pareciera despojar de cualquier pretendida seriedad, a la imagen extraída del ámbito bélico. En todo caso, en este libro, el fortín se configura como el centro de operaciones del poeta, al cual nos introduce para mostrarnos, acaso, aquello que lo conforma en el interior.

El libro se divide en cinco partes y cada una va introducida por un epígrafe. Éstos parecen agregarle unidad a los textos a manera de refuerzo en la estructura, al tiempo que funcionan como ornamento. La primer parte, por ejemplo, Contagios de la Memoria, es introducida por un fragmento de Residua de  Ida Vitale: “Corta la vida o larga, todo lo que vivimos se reduce a un gris residuo en la memoria”; en esta primera sección, los poemas intentan desplegarse como una relación de momentos, una crónica que ensambla la pedacería de los recuerdos con la certeza de quién sabe qué; la distinción entre verdad o falsedad se disuelve a través de la memoria. El escritor rememora algún encuentro con uno de sus poetas muertos, o la imagen de una mujer que se desdibuja con la embriaguez. Pero también escribe sobre cómo la poesía se convierte en una agitación por encontrar alguna certidumbre: “Y yo, asqueado ya de desventuras,/ sin una pizca de insolencia/ ni un mapa seguro de entendimiento,/ qué demonios hago aquí, buscándome/ entre estos papeles sucios.”

La siguiente parte, Los Días la introduce un fragmento de Days de Philip Larkin, “¿Para qué sirven los días?/ Los días son donde vivimos./ Vienen y nos despiertan/ una y otra vez.” Aquí, los poemas surgen cada uno en relación a los días de la semana, como un calendario en el que la poesía parece encerrarse, y que extrae su forma del acontecer mismo de la vida. Esta agenda del poeta, donde sus siete días son más bien los nombres de la intermitencia con la que el tiempo se filtra y se vuelve a escurrir, intenta reproducir el encuentro entre la rutina de la cotidianeidad y el ansia de fuga que encuentra su forma en el gesto trivial, al que se le despoja de cualquier sentido ulterior, de cualquier pesadez. Ahí el poeta encuentra refugio momentáneo:  

No sé cómo voy a regresar a mi cuerpo
pero ahí estaré puntualmente al despertar
hecho mierda.
Por ahora me consuelo con ver las naves arder
mirarlas consumirse en esa luz en medio de la noche
cuando el jolgorio: espanto y esplendor
apenas comienzan. 

De esta manera, el libro prosigue, pasando por Lencería de la diosa, cuyo tema central es el erotismo y  el amor; Puntos de encuentro, en donde se propone un vagabundeo alrededor de la figura del punto para producir perspectivas; y finalmente Estación empalme, que se constituye como el intento de apertura, el  punto de fuga en el paisaje que ofrece el fortín, hacia otras rutas que recorrer. En este sentido, pareciera, por un instante, que el libro mantiene un equilibrio entre forma y contenido, y que se constituye como un ejercicio poético propositivo. Sin embargo, es en esta aparente solidez, en la traza calculada con la que la pequeña arquitectura hace gala del dominio sobre el paisaje y de su resistencia, en donde aparecen las fallas del libro.

El estilo de Eduardo Zambrano se caracteriza por una fuerza de enunciación que raya en la crudeza, que se puede percibir en poemarios como Aquí afuera. Su poesía parece surgir de los recovecos de la realidad como una presencia siempre a punto de negarse, y en esa instantaneidad de las imágenes, el poeta se sumerge para despojarlas de cualquier exceso de preciosismo poético. Zambrano las hace presentes ya no a través de la búsqueda de su esencial desnudez, sino en la apuesta por hacer de la vacuidad el lugar en el que confluyan los sentidos, que se entreguen en su forma más llana a través toda la distorsión de la realidad. Si acaso se percibe alguna belleza en la laceración con la que las imágenes se manifiestan, ésta surge más como un resto involuntario de la fuerza con la que se afirman.

Y sin embargo, en El fortín la poesía pierde mucho de su fuerza  debido a la limitación, a la sujeción de la voz poética, que se complace en someterse a sí misma a su propia perspectiva. La enunciación adquiere un solo tono; la monotonía del desencanto encuentra la forma del encerramiento, que agota su discurso desde la primera parte y lo vuelve predecible.

La lejanía con la que se enfrenta al mundo, que en ocasiones adquiere la forma de un distanciamiento irónico, le otorga un carácter de autocomplacencia a la imagen del fortín, que se vuelve el lugar adecuado para apostar por la tragedia del desengaño, y regodearse desde una posición segura. Incluso se vuelve la marca de una pretensión poética con las que intenta revestir su propia visión, como sus Días, que en comparación con el epígrafe de Larkin, se vuelve más bien un anecdotario con anhelos líricos que se conforman alrededor de la figura enunciadora, y sólo en función de ella. De aquí que, más que estar contenida, la poesía esté estancada.

Los epígrafes, en donde se podía encontrar la propuesta de la estructura, se vuelven ya no un ornamento, sino las marcas negativas de las faltas en el libro; sus versos parecen más bien encerrar la potencia expresiva, al constreñir su visión a una estetización de la realidad que sólo sugiere la posibilidad que tiene la poesía de filtrarse en el mundo, pero que no produce una experiencia lo bastante fuerte como para hacerlo fluctuar. De aquí que la uniformidad del fortín homogeneice las perspectivas alrededor de un soliloquio repetitivo, y a pesar de que algunas partes del libro funcionan, no logran liberarse de la fórmula enunciadora, que se contenta con predecir una pretendida belleza entre algún resto de realidad: “todos ellos presienten en su destino/ el asco por la vida y un aroma extraño/ de trascendencia,/ todos ellos acarician sus versos/ y piensan en la gloria/ mientras buscan cualquier sitio para orinar”.

Finalmente, este libro que intenta desplegarse en una duplicidad de fortines, como contención de la contención que pudiera yuxtaponer la forma del encierro con la de la ruptura, no logra concretarse como un buen ejercicio literario. En todo caso, se limita a concederse a sí mismo la duda sobre la forma, a través de un espejismo de creatividad, que quisiera sonar transgresor, pero que más bien suena agotado. Zambrano se ha olvidado, como él mismo dijo desde un fortín anterior, que “la forma más fácil de tener una muralla/ era con fuego”.



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